Realismo feérico
¿Cómo sonaría Raymond Carver puesto a escribir un cuento de hadas? ¿Es posible un "realismo feérico", un realismo salpicado de purpurina, de espejos encantados y duendes? Por otro lado, ¿qué podría quedar de una historia de Chejov sometida a un hacendoso lifting para lectores posmodernos?
En torno a estas preguntas giran en buena medida los catorce relatos agrupados en Esta no es mi noche, el más reciente libro de Patricia Suárez, escritora rosarina nacida en 1969, cuya obra abarca todos los géneros y parece estar construida desde ciertas fórmulas estéticas frecuentes en la narrativa y la poesía argentinas de las últimas dos décadas, sobre todo aquellas fórmulas ligadas a lo femenino entendido como pura invectiva o discurso naïf, tenuemente coloreado por un malicioso genio infantil.
Así, en "Las monjas", el cuarto texto de la colección, unas niñas asisten encantadas y atónitas al delirio paulatino de una comunidad de religiosas que, detrás de los hábitos, ocultan la más nefasta corrupción moral. En "El éxito en los negocios", un negociante japonés, capaz de preparar los más exóticos platos y de aullar como un perro por la noche, entra en la vida de tres solitarias hermanas, enamora a una de ellas y se fuga con la otra, para dejar finalmente a la tercera con este terrible dilema: "¿Por qué no se fijó en mí?".
Silvina Ocampo y Marosa Di Giorgio, sin duda, son algunos de los paradigmas de esta escritura. No obstante, en los relatos de Suárez, las voces de las niñas parecen aportar no sólo los materiales imaginarios sino también el tono y el lenguaje de la ficción. Un poco al modo de esos juegos en que las chicas toman el té en tacitas invisibles y charlan animosamente como si fueran adultas, aquí las frases se demoran, burbujean, intrigan en el paladar con el fin de prolongar el ritmo de la narración o de regodearse en la mentira. No intentan -tampoco ambicionan- ir más allá. Todo lo contrario, se suspenden en un punto de la superficie y fingen que no pasa nada, como si los hechos que se narran fueran sólo el pretexto para una morosa delectación en las palabras. En "Las ciervas", una adolescente que sueña con ser la Brunilda de Los Nibelungos, después de la muerte de su madre y los sucesivos naufragios económicos de su padre, pierde todo o casi todo, salvo su virginidad. De igual manera, la muchacha, que es muy lectora y fantasiosa, se imagina a sí misma como una muñeca tirolesa que baja de la vitrina en la que fue arrumbada para ejecutar una danza secreta y agotadora, no con el ánimo de convertirse en bailarinas, sino tan sólo de dar vueltas, de "sentir cada huesito de los pies funcionar, articularse como piezas diminutas de un engranaje delicado".
Este traslado continuo, este ir y venir entre los intersticios de la cotidianidad es también, a su manera, una forma de hamacarse sobre el abismo: pura representación, puro teatro donde el yo "femenino" no declara más que su seducción, la misma que le permite a cada niña narradora de Esta no es mi noche intervenir los relatos consagrados por la literatura masculina y -disfraz de por medio- suspenderlos en el más riguroso distanciamiento.
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