Recuerdos entre Las Arenas y Mar de Ajó
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“Ya pasé más vida con tu ausencia que con vos al lado”. El amigo Gustavo Pedace homenajeaba así a su padre el último 6 de julio, a 30 años de su partida. Y así, sin que fuera un aniversario redondo y quién sabe en cuál número de revisiones del pasado estaba transitando, sentí lo mismo. El vasco Andrés Cortina también se fue muy temprano y antes de la edad que tengo hoy.
Fue un 2 de julio de hace 48 años, él tenía 63, yo 18 y, para sumar soledades, estaba haciendo el servicio militar. Tuve la suerte (en realidad, en buena parte gracias a él) de poder hacer la colimba en un destino que me permitía dormir todos los días en casa. La mañana anterior, al levantarme casi de madrugada para salir, lo vi sentado en el living con la máscara de oxígeno puesta y respirando con dificultad (sus pulmones estaban tomados por el cáncer), me saludó con una mirada que lo decía todo. La última fue la noche siguiente, ya en el sanatorio, cuando sumergido en somnolencia pudo acariciar mi mano como despedida.
Había cruzado el Atlántico junto a su familia (mi madre y cinco hijos) en 1955, harto de los límites que en su país les imponía su pasado republicano, que incluía siete años en una cárcel del régimen franquista. Dicen que hasta esos años era un gran bromista y seductor. Lo conocí como un hombre de pocas palabras y actitudes a veces violentas con sus hijos mayores. A veces daba temor.
Pero hay gestos y momentos que nunca olvido. Marcas emocionales, llaman los terapeutas a aquellos hechos que, sin mayor explicación, podemos recordar con intensa precisión más allá del tiempo y la distancia.
Tendría unos 8 años cuando, aprovechando que dormía mirando la televisión, intenté sustraer unas monedas del monedero de mi madre encima del aparato. No dormía: él me dejó hacer hasta que al darme vuelta con mi botín me paró en seco y me dijo: “Vuelve a ponerlas donde estaban, y no lo vuelvas a hacer. Si quieres algo, lo pides”. Su voz era suave a esa hora, pero parecía un trueno.
Los veranos en Mar de Ajó eran épicos. No solo porque gracias a su esfuerzo podíamos disfrutar de un mes de vacaciones, sino porque todo cambiaba en él. Aparecía su conversación, sus gestos de cariño eran constantes y, sobre todo, se entregaba a su pasión por la pesca, como si volviera a Las Arenas, una playa por la que la ría de Bilbao se asoma al Cantábrico.
Jugaba a dos puntas: mientras él se ocupaba del mediomundo a la altura de la rompiente, a mí me encargaba el cuidado de una línea casi en la punta del muelle. La dejábamos caer pegada a los pilotes hasta el fondo. “¿Por qué no la tiramos lejos, donde seguramente habrá más peces?”, indagué con inocencia. “¿Ves esas como piedritas pegadas a los pilotes? No son piedritas, son mejillones. Y es lo que más les gusta a las corvinas”, me desasnó. Aún puedo escuchar mis gritos: “¡Papá, papá! ¡Picó algo fuerte!”. Mis brazos de diez años no podían contener a la bestia que quería meterse entre los pilotes para enredar la cuerda. Lo que jamás olvidaré es su mirada brillante y sonriente con la que lo vi correr hacia la punta para socorrerme. Me ayudó a levantar la línea (lo hizo él, seré honesto) y al salir del agua se vio un animal de buen tamaño. “¡Es grande! ¿Lo sacó usted?”, quiso saber un hombre junto a la misma baranda. “No, él lo pescó”, contestó señalándome con su cabeza.
Como todo adolescente, me había rebelado contra su autoridad un par de años antes de su partida. Tardé bastante tiempo en entender que, aunque no lo digan expresamente, nuestros padres nos enseñan, nos transmiten conductas, incluso algunas que hasta podemos detestar, pero ahí están, inevitables.
El vasco Andrés Cortina. A veces duele, pero también se hincha el pecho de orgullo.







