Rodrigo García: “Ser hijo de Gabo tuvo su presión, pero también grandes ventajas”
El director, guionista y productor colombiano está en Buenos Aires, donde filma la adaptación de la novela “Santa Evita”, de Tomás Eloy Martínez; acaba de publicar un diario íntimo sobre los últimos días de la vida de su padre, Gabriel García Márquez y su madre, Mercedes Barcha
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“¿Así es como empieza el final?”, se pregunta Rodrigo García una mañana de marzo de 2014 cuando su madre, Mercedes Barcha, le cuenta por teléfono que su padre no está bien. “De esta no salimos”, pronostica la mujer que vivió 56 años con Gabriel García Márquez. Un mes y medio después, a los 87, el autor de Cien años de soledad moría en su casa de ciudad de México. Durante cinco semanas, el hijo mayor de Gabo registró emociones, miedos, recuerdos y escenas casi surrealistas que sucedían alrededor del premio Nobel de Literatura. De esas notas personales surgió un libro íntimo y conmovedor, Gabo y Mercedes: una despedida (Literatura Random House), una especie de diario de los últimos días de vida de sus padres. Incluye anécdotas tras bambalinas, un dossier con fotos familiares y sus dudas acerca de publicar (o no) esas memorias privadas. Se decidió después de la muerte de Barcha, en agosto de 2020. Es por eso que se trata de más de una despedida.
El lanzamiento del libro en español coincide con la estadía de García en el país, donde filma la adaptación de la novela Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez, gran amigo de Gabo. Hace dos meses que el director y productor colombiano está en Buenos Aires, atareado con el rodaje de la miniserie que codirige con Alejandro Maci. En la charla con LA NACION, adelanta que serán unos siete episodios de una hora, pero que podría haber alguno más si la narrativa lo demanda. Al mismo tiempo, supervisa a la distancia otros dos proyectos muy especiales porque están basados en obras de su padre: las adaptaciones audiovisuales de Noticia de un secuestro y Cien años de soledad.
Con una cita de la novela cumbre de Gabo empieza el libro de Rodrigo. Es una escena en la que el autor da pistas a los lectores sobre algo que afecta a los personajes en un momento determinado: la pérdida de la memoria. La elección no es casual. Su padre empezó a perder la memoria unos cuantos años antes del final. Esa “demencia” (como la define García en su relato) los conmovió a todos; no solo por la pena y el desconcierto que el avance de la enfermedad provoca en los seres queridos sino también porque García Márquez había sido, hasta entonces, un gran contador de historias.
La memoria, la vejez, la muerte: las cuestiones que siempre rondaron la mente de Gabo (y que reflejó en varios de sus cuentos y novelas) están presentes en el libro a través de citas, anécdotas, diálogos y reflexiones. Pero lo que genera empatía desde el inicio son las dudas de García sobre lo que está haciendo: registrar los últimos días de un enfermo terminal.
“Escribir sobre la muerte de un ser querido debe ser casi tan antiguo como la escritura misma, y sin embargo, cuando me dispongo a hacerlo, instantáneamente se me hace un nudo en la garganta. Me aterra la idea de tomar apuntes, me avergüenzo mientras los escribo, me decepciono cuando los reviso. Lo que hace al asunto emocionalmente turbulento es el hecho de que mi padre sea una persona famosa. Más allá de la necesidad de escribir, en el fondo puede acecharme la tentación de promover mi propia fama en la era de la vulgaridad. Tal vez sería mejor resistir al llamado, y permanecer humilde. La humildad es, después de todo, mi forma preferida de la vanidad. Pero, como suele ocurrir con la escritura, el tema lo elige a uno, y toda resistencia sería inútil”, dice en la página 16.
Las vacilaciones, los temores, la culpa rondan a García aun hoy, con el libro ya distribuido en las librerías y a poco de salir en inglés, idioma en el que escribe porque le de más seguridad. Con traducción al español de Marta Mesa, está dedicado a su hermano Gonzalo, con quien conformaron “el club de los cuatro” hasta la muerte de Gabo y Mercedes.
“Mi padre se quejaba de que una de las cosas que más odiaba de la muerte era el hecho de que sería la única faceta de su vida sobre la que no podría escribir. Todo lo que había vivido, presenciado y pensado estaba en sus libros, convertido en ficción o cifrado. «Si puedes vivir sin escribir, no escribas», solía decir. Yo estoy entre aquellos que no pueden vivir sin escribir, por eso confío en que me perdonaría. Otra de sus afirmaciones que me llevaré a la tumba es «No hay nada mejor que algo bien escrito». Esa resuena de forma particular, porque sé muy bien que cualquier cosa que escriba sobre sus últimos días puede llegar a publicarse fácilmente, sin importar su calidad. En el fondo sé que voy a escribir y a mostrar estos recuerdos de una u otra forma. Si tengo que hacerlo, recurriré incluso a otra cosa que nos decía: «Cuando esté muerto, hagan lo que quieran»”.
Finalmente, Rodrigo le hizo caso. Después de que un grupo selecto de amigos y familiares leyera el original y le confirmara que no había nada inmoral ni poco ético en sus memorias, se decidió y lo publicó.
-¿Cómo se siente ahora, con el libro en circulación?
-Un par de semanas antes del lanzamiento, me dio un ataque de gran arrepentimiento, un sentido de culpabilidad. Pero me apoyaron mucho los primeros lectores: mi hermano, mi esposa, mi cuñada, sobrinos, hijas, un par de amigos de mis padres de toda la vida. Me consoló saber que el libro no explotaba las cosas de manera vulgar. Ahora me siento más animado.
-¿Y por qué sentía culpa?
-Creo que el temor, al principio, era caer en la tentación de escribir algo que, sin duda iba a encontrar editor por tratarse de Gabo y de sus últimos días. Una cosa es escribir el libro para mí mismo (porque fue así) y otra es aprovecharse de una situación para avanzar con un poquito de fama. En todo acto creativo hay algo de vanidad: no se hace en el vacío; uno quiere que sus obras circulen y que sean bien recibidas.
-¿Le sirvió como catarsis frente a la inminencia de la muerte?
-No había una idea al principio sobre si sería un diario, unas notas, un artículo, un libro. No había nada más que el interés por recordar y apuntar las cosas. Es cierto que no es algo que haga regularmente, pero la situación era extraordinaria. Estábamos condenados a la etapa final de Gabo. Primero se habló de meses, luego de semanas, hasta que fueron 24 horas. Era imposible no darse cuenta de que era una situación que abarcaba desde lo más íntimo hasta lo más público. A lo mejor fue para procesar mis propios sentimientos porque todo era tan abrumador que no lograba estar triste ni deprimido. Lo único que tenía era una especie de sentido del humor tonto, que es lo que te permite sobrellevar lo absurdo de que la vida termine.
-Hay varias escenas que parecen escritas por Gabo: el arcoíris que aparece en su silla el día de la muerte, el ave que se estrella contra un vidrio, la mujer del avión que lee Cien años de soledad al lado suyo. ¿Hay ficción allí?
-Nada. Lo del pájaro que cayó muerto fue impresionante. También, la casualidad de que Gabo muriera un Jueves Santo, al igual que Úrsula Iguarán (uno de los personajes de Cien años de soledad) y que ese día nos escribiera una conocida para enviarnos el párrafo donde cuenta que, después de la muerte de Úrsula, unas aves desorientadas se estrellaron contra las paredes y cayeron muertas. Hubo un vericueto de sincronías o casualidades increíbles. No inventé ni exageré nada. Todo lo cuento tal como sucedió.
-Cuenta que fue a hacer carrera a Los Ángeles, en inglés, para diferenciarse de la trayectoria de su padre. ¿Fue un peso ser el hijo de Gabo?
-Pues claro que hay una presión, pero las cosas hay que verlas en el contexto y en el balance. La cantidad de ventajas que tuve por tener a Gabo de padre balanceaban lo demás. Siempre fue un padre muy presente, muy preocupado por nosotros, por nuestras carreras, por cuánto nos afectaba su fama. Aunque yo no la admitía, supongo que hubo una presión; por un lado, la búsqueda de encontrar mi propio camino e, inconscientemente, querer ser director, que es lo que siempre había soñado mi padre. Somos esclavos del subconsciente. Pero prefiero mil veces haber sido hijo de Gabo que de un padre negligente. El balance es afortunado.
-¿Cuándo leyó por primera vez un libro de García Márquez?
-Lo primero que leí fueron cuentos. Creo que los de la Cándida Eréndida. Yo tendría unos 14, 15 años y cerca de los 16 leí Cien años de soledad. A partir de Crónica de una muerte anunciada, que salió cuando yo tenía 20, ya los leía a medida que salían. Con Cien años de soledad tenía que volver algunas páginas para atrás para ver de qué Aureliano hablaba, pero yo crecí con esos nombres, con esas referencias, así que no era una historia nueva para mí.
-Hay una leyenda sobre el único viaje de Gabo y Mercedes a la Argentina en 1967: después del éxito de Cien años de soledad, él nunca quiso volver al país porque temía que acá terminara lo que había empezado. ¿Verdad, ficción, realismo mágico?
-Nunca se lo escuché decir a él, pero sí a otros a quienes él se lo había dicho. Es posible que sea cierto. Suena mucho a él eso de no querer cambiar nunca lo que fue. Ese viaje a la Argentina fue mágico para ellos. Único y mítico. Gabo tenía ya 40 años y pensaba que sus libros nunca se iban a vender. Cuando llegaron a Buenos Aires, no podían creer lo que sucedía. Todo el mundo ya había leído Cien años de soledad. Una noche fueron a ver una obra de teatro y la sala entera se puso de pie para aplaudirlo. Hasta el año pasado, mi madre recordaba Argentina y me decía: “Tienes que comerte un bife de chorizo”.
-¿Le hizo caso?
-Sí, ya comí más de uno.
-¿Ya había estado en Buenos Aires antes de la pandemia?
-Vine por primera vez el año pasado, en febrero, a reuniones de producción. Hacía mucho calor y no pude recorrer demasiado. Solo visité casas de amigos. Este año, con el otoño, disfruté más la ciudad, pero por las restricciones y los toques de queda tampoco pude hacer mucho más que filmar. Estoy instalado en Palermo y apenas visité los sitios para rodar.
-¿Cómo se filman esas grandes ficciones literarias como Santa Evita y Cien años de soledad?
-Es difícil y siempre hay que adaptar. No se pueden trasladar literalmente. Creo que el éxito de las plataformas de streaming y el regreso de las miniseries permite que las adaptaciones sean mejores porque se hacen en la cantidad de horas que sean necesarias. Noticia de un secuestro, que estoy produciendo en Colombia, se desarrollará en siete horas. Los guiones de Cien años de soledad todavía se están escribiendo, pero imagino que serán entre 18 y 30 horas en episodios de una hora. Una de las razones por las que las adaptaciones de los libros de Gabo no funcionaron fue porque han sido muy tímidas. No se animaron a meterle mano, a tratar a los personajes como personas y no como seres “gabianos”.
-¿Cuál es la mayor dificultad en el caso de Santa Evita?
-Lo interesante es que es una novela basada en cosas reales fundidas con otras ficticias, que son a veces más y a veces menos increíbles que las reales. Fui muy consciente de que no quería ser hombre y extranjero y venir aquí a explicarles a Evita, Santa Evita ni a Tomás Eloy. Entonces, desde un principio propuse a los productores y a la plataforma que fueran dos mujeres argentinas las que hicieran la adaptación, Marcela Guerty y Pamela Rementería, que hicieron un muy buen trabajo. Y todo el equipo está formado por argentinos: Alejandro Maci, que codirige episodios conmigo, y otros profesionales excelentes entre técnicos y actores. La idea fue que me educaran. Pero siempre es bueno tener un extranjero que te diga si la historia te entiende en otros países.
-¿Qué lo atrajo de un personaje tan controvertido como Eva Perón?
-Conocía el capítulo histórico, había leído, había visto algunos documentales y conocía la novela, aunque no estaba tan seguro qué era ficción y qué no. Pero no importa porque el espíritu del fenómeno de Eva es lo que rige la novela. Durante el trabajo con las guionistas aprendí mucho. Y no olvidamos que estamos filmando la novela de Tomás Eloy; no es una biografía de Eva Perón. Siempre me interesó un aspecto de la novela, que es muy contemporáneo: el cuerpo de una mujer en posesión de hombres obsesionados con ella.
-Gabo nunca quiso que se adaptara Cien años de soledad. ¿Era porque no quería que les pusieran caras y voces a sus personajes?
-No quería por diferentes razones. Una era no ponerle cara y voces a los personajes. También, porque pensaba que la historia no cabía en una película de dos horas. Ni en dos películas. Hubo una posibilidad que se hiciera en inglés, con actores de Hollywood, y él no quería nada de eso. Alguna vez jugó con la fantasía de si se pudiera hacer en cien horas, en Colombia y en español. Jugaba con esa idea. Cuando se empezaron a dar las condiciones, mi hermano, mi madre y yo pensamos en que se hiciera. Algún día se iba a hacer, cuando no estemos nosotros o cuando la novela ya sea de dominio público. Entonces, ¿por qué no hacerla ahora, cuando todavía podemos opinar y asesorar?
-En sus últimos años, Gabo le propuso escribir un guion juntos, pero la experiencia no fue buena. ¿Qué pasó con aquella historia?
-Fue nuestro primer y único intento, aunque esa historia que él quería desarrollar era antigua. Ahora hay amigos que me dicen que tengo que escribirla. Así que ya veré. Hay un concepto, pero no la tengo todavía descifrada.
-¿Qué es lo que más extraña de Gabo y Mercedes?
-En este momento extraño más a mi madre porque su muerte es más reciente. Y, aunque estuvo mal físicamente, estuvo muy alerta mentalmente hasta el final. La perdimos hace poco y en 24 horas. Con Gabo tuvimos una larga despedida porque fue perdiendo la memoria y ya hace siete años que murió. Ahora pienso más en él cuando era joven. Me da curiosidad saber cómo era de joven. Pero ahora siento más la ausencia de mi madre porque hablábamos a diario. Lo de Gabo fue más en cámara lenta.
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