Sabato y Borges almuerzan con Videla
Hector D'Amico LA NACION
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Con más sarcasmo que humor, al final de su larga vida, Ernesto Sabato se definió a sí mismo con dos palabras que rara vez marchan juntas: "anarco-cristiano". Como buen inconformista y buscador de utopías, fue un especialista en el arte de encontrar las verdades últimas que, tarde o temprano, terminaban minando las diferentes causas que abrazaba. Cuando esto ocurría, la consecuencia inevitable era que confundía y contrariaba a colegas, amigos o camaradas, quienes, desconcertados, optaban por distanciarse o tratarlo como si fuera un adversario.
A lo largo del siglo que vivió fue, sucesivamente, ex comunista, ex surrealista, ex docente universitario, ex matemático y ex físico orientado a los estudios de la radiactividad. Sólo su condición de escritor escapó al tiempo pretérito.
Durante sus años de estudiante, fue secretario general de la Juventud Comunista de la Argentina y dictó, en forma clandestina, por supuesto, clases de marxismo en las aulas de la Universidad de la Plata. Allí conoció a Matilde, una chica de 17 años, que abandonó el hogar y la familia para escapar con él a Moscú, faro mundial en ese momento de una ideología imaginada para liberar a la humanidad del capitalismo, la religión y otros males por el estilo. En la escala en París, sin embargo, un grupo de camaradas les abrió los ojos acerca del otro Stalin, el de los métodos brutales, los gulag y los crímenes masivos contra su propio pueblo. Rompió de inmediato con el partido y en cuestión de horas se hizo de una legión de nuevos enemigos.
Se refugió entonces en una beca providencial para continuar sus estudios de física en el prestigioso Laboratorio Curie, en Francia. La beca llegó de la mano y el afecto de Bernardo Houssay, una eminencia, premio Nobel de Medicina, que había sido su profesor, y al que, dicho sea de paso, nadie podría haberlo ubicado jamás a la izquierda de nada. El próximo dilema existencial que sacudió a Sabato fue tener que optar entre la literatura y la ciencia. Eligió la primera y Houssay jamás volvió a dirigirle la palabra.
Estas fueron sólo algunas de las crisis que vivió Sabato, pero bastan como prólogo y precedente para referirnos a la última, tal vez la que más críticas le valió desde prácticamente todo el arco ideológico. Me refiero al almuerzo que compartió con Jorge Rafael Videla en la Casa Rosada, apenas producido el golpe de 1976.
Cuatro invitados compartieron la mesa aquel mediodía; Jorge Luis Borges; Horacio Ratti, presidente de la Sociedad Argentina de Escritores; el sacerdote Leonardo Castellani, y Sabato. Videla estaba acompañado por el general Antonio Villarreal, secretario general de la Presidencia.
Sabato naturalmente, dudó en aceptar la invitación. Una cosa era criticar, como había hecho, el desgobierno de Isabel Perón, jaqueado por la violencia, el derrumbe de la economía y el caos social, y otra muy diferente era que le tomaran una foto junto a un dictador. Era imposible salir indemne de ese encuentro. Borges lo supo en el momento en que le daba la mano a Pinochet.
A pesar de los años transcurridos, los antiperonistas nunca habían terminado de perdonarle a Sabato el haber rescatado la figura de Evita. A su vez, los peronistas nunca olvidaron que, para él, el Movimiento Nacional Justicialista, desde su irrupción en la política argentina, nunca fue otra cosa que una prolongación de los fascismos europeos.
A la mañana siguiente del encuentro con Videla, Sabato me recibió en su casa de Santos Lugares, la misma en la que le había dado refugio a Jorge Amado, entre otros perseguidos de diferentes latitudes. Estaba más irritado y alerta que de costumbre, convencido de que, una vez más, había quedado en el centro del ring de lo políticamente incorrecto. El teléfono sonaba sin parar, pero él no quería responder a la prensa.
Saqué la libreta y leí en voz alta unas declaraciones suyas recientes. "La inmensa mayoría de los argentinos rogaba casi con fervor que las Fuerzas Armadas tomaran el poder. Todos nosotros deseábamos que se terminara ese vergonzoso gobierno de mafiosos", había dicho. Ratificó cada palabra, pero sabía que ahora el encuentro con Videla las volvía más virulentas.
Describió el encuentro en la Casa Rosada como todo lo normal que podía esperarse, "dadas las circunstancias". Videla, me dijo, se dirigió primero a Borges y le preguntó por su gira de conferencias por los Estados Unidos y por su última operación de ojos. Borges entonces hizo algo extraño, se paró y, como si quisiera demostrar algo, extendió el brazo para señalar primero un cuadro y luego un perchero. Pero enseguida pareció inseguro, confundido y sufrió un vahído; Ratti tuvo que ayudarlo a volver a su silla.
En las dos horas de almuerzo no se habló de otra cosa que de temas lo suficientemente amplios y generales como para eludir definiciones o cualquier opinión incómoda. La ley del libro, la posibilidad de crear un concejo de notables para trabajar con los medios públicos de comunicación, el estado de la cultura, etc.
Según Sabato, fue el padre Castellani el que se atrevió a romper el clima de fingida cordialidad. Hizo algo que no estaba en la agenda: pronunció el nombre de Haroldo Conti. Lo hizo sin dejar de mirar a Videla. Habló de su preocupación por "un cristiano secuestrado hace dos semanas y del que no sabemos nada y del que nadie nos dice nada". Sabato precisó que se trataba de un escritor premiado y Castellani recordó, además, su condición de ex seminarista. Videla salió del paso con una respuesta de circunstancia. Después surgió el nombre de Antonio Di Benedetto, el escritor y periodista que estaba detenido en Mendoza y que fue ferozmente torturado. También el de César Tiempo, director del Teatro Nacional Cervantes, echado sin ninguna explicación por los militares inmediatamente después del golpe.
Sabato me comentó que le habían entregado a Videla y a Villarreal una lista con once nombres, entre detenidos y desaparecidos. Pero me advirtió que hacer pública la identidad de alguno de ellos era una irresponsabilidad, casi una condena a muerte. La iniciativa que mejor podía explicar ante la opinión pública la naturaleza de aquel encuentro debía quedar en el olvido. Tal como temía Sabato, su figura quedó expuesta, una vez más, a la crítica y la sospecha.
En un país habituado a las verdades lineales, cronológicas, Sabato insistió en ser un intelectual políticamente incorrecto. Alguien que describe hechos y situaciones sin importarle demasiado quienes son los beneficiarios o las víctimas de sus opiniones.
Recuperada la democracia, el 20 de septiembre de 1984, Sabato le entregó al presidente Raúl Alfonsín el informe de la Conadep con el testimonio y documentación de 8960 desapariciones y la existencia de 340 centros de detención y tortura. Fue el instrumento que permitió el procesamiento y condena de los máximos responsables de las juntas militares, empezando por Jorge Rafael Videla.
Sabato fue la conciencia lúcida que ayuda a un país a observar lo que no quiere ver y a comprender aquello de lo que reniega.





