Sobre Joseph Roth: un kaddish para Austria
En estos días, se distribuye en Buenos Aires Pútrida patria (Anagrama), colección de artículos de W. G. Sebald, el gran escritor alemán fallecido en 2001. Como adelanto, se publica un fragmento del ensayo
lanacionarY el conde preguntó al judío: "Salomón, ¿qué piensas del mundo?"
"Señor conde", dijo Piniowsky, "ya no pienso nada de nada."
JOSEPH ROTH, El busto del Emperador
En mayo de 1913, el joven Joseph Moses Roth puso un limpio punto final en el instituto alemán de Brody a su infancia y juventud nada libres de cuidados, al terminar con la calificación "sub auspiciis imperatoris", a la cabeza de su promoción, los exámenes del bachillerato. Estaba a punto de irrumpir en el mundo, pasando por Lemberg y Viena, y me parece que en aquel momento dio la espalda con pesar a su patria, aunque aquello a lo que renunció al hacerlo se convirtiera luego para él en símbolo de todos los irreparables negocios desastrosos de que la vida se compone. Sólo en retrospectiva descubrió Galitzia; puso en el lugar de una patria destruida por la guerra, que con la disolución del Imperio había desaparecido definitivamente de los mapas, a un vasto país nostálgico de la Corona. Roth, que cuanto más tiempo pasaba menos conseguía superar esa extinción, recordó en un suplemento cultural, en 1929, el momento mítico en que el imperio de los Habsburgo se hundió "en el mar de los tiempos... con todo su poder armado... tan completamente, tan para siempre como la infancia insignificante, incomparable con el Imperio, de un súbdito". En esa equiparación de un imperio perdido con la infancia perdida se hace manifiesta la relación afectiva característica del melancólico Roth con las derrotas y pérdidas sufridas. Si existe una Tierra Prometida, se encuentra muy atrás en el pasado, porque las palabras "tan completamente, tan para siempre" que dan el tono emotivo en el pasaje citado no se refieren sólo al momento del hundimiento sino que son también el último reflejo de lo que en otro tiempo fue. En cambio el futuro es un espejismo. Es verdad que Mendel Singer cree, como se dice en Job, "aceptando la palabra de sus hijos, que América es la tierra de Dios, Nueva York la ciudad de las maravillas y el inglés el lenguaje más hermoso"; es verdad que se dice que pronto "los hombres volarán como pájaros, nadarán como peces, verán el futuro como profetas, vivirán en paz eterna y, en completa concordia con los astros, construirán rascacielos", pero ni se convence a sí mismo ni convence al lector, porque la parodia está ya inscrita en la perspectiva utópica. Por ello difícilmente pueda extrañar que, apenas una página más tarde, el par de miserables astros y troceadas constelaciones que puede percibir Mendel sobre el reflejo de la ciudad susciten en él el recuerdo "de las estrelladas noches de su patria, los profundos azules del muy tenso cielo, la suavemente curvada hoz de la luna, el oscuro susurro de los pinos del bosque, el canto de los grillos y el croar de las ranas". Tales imágenes recordadas aparecen en la obra de Roth una y otra vez, y casi regularmente vienen con ellas la vasta superficie de la tierra, la Naturaleza animada alrededor, el hombre con el rostro alzado y la carpa estrellada del cielo. Su forma específica recuerda así la poesía hebrea de la Naturaleza, de la que Hermann Cohen ha dicho que "abarca siempre la totalidad del universo en su unidad, tanto la vida en la tierra como los luminosos espacios celestiales". Sin embargo, lo que en la poesía hebrea hubiera podido ser aún un reflejo del orden monoteísta está inspirado en Roth por el escalofrío de la apatridia, que sopla sobre el campo del exilio.
Para Joseph Roth, que se crió en una ciudad en la que los judíos constituían la gran mayoría de la población y que, como recuerda David Bronsen, fue llamada por José II la nueva Jerusalén, la experiencia del exilio comenzó con su llegada a la Nordbahnhof de Viena, con su cuarto subalquilado en la Leopoldstadt y el encuentro con estudiantes nacionalistas alemanes en la universidad. La Primera República, con su creciente antisemitismo brutal, era un territorio sumamente inseguro para un joven literario judío, y tampoco el Berlín de los años veinte, al que pronto se trasladó Roth, estaba muy inclinado a dejar que surgieran en él sentimientos patrióticos. En su extenso ensayo publicado por primera vez en 1927, Judíos errantes, que describe el tren hacia el oeste como un camino equivocado, se dice que para los de fuera "guarda su oscuridad un gueto no menos cruel" cuando, "semimuertos, han conseguido escapar al hostigamiento del campo de concentración". Corría, como queda dicho, el año 1927, y es de suponer que, con el concepto de "campo de concentración", Roth se refería a los campos de acogida y traslado que funcionaban por completo como instalaciones de ayuda, en los que hasta muy entrados los años veinte se alojaba a los judíos expulsados hacia el oeste desde las antiguas zonas austríacas. Sea lo que fuere lo que Roth quería expresar con "las vejaciones de los campos de concentración", el término va más allá de lo que en ese pasaje pretende, no sólo porque el lector conoce el ulterior desarrollo de la historia, sino porque pocos han previsto las cosas tan claramente y con tanta anticipación como Joseph Roth. Si Berlín le permitió aún la ilusión de poder pasar inadvertido como cosmopolita, con cada viaje a provincias le resultaba más claro lo monstruoso e inhabitable que se había vuelto su país de acogida; no en vano solía cortar su nombre, convirtiéndolo en la casi inaudible sucesión de letras "Dtschld.", que da la impresión de ser una metáfora de la falta de cariño. En el viaje al Harz que hizo en 1931 se detiene en un mesón de Halberstadt, y a fin de camuflarse toma una cerveza, se fuma un cigarro y lee el Amtsanzeiger, en el que se hace burla de la democracia. "La ideas del periódico", escribe Roth, "los tranquilizaron", es decir, a los señores de la mesa de al lado, "sobre las mías". Y uno de ellos pareció estar tan contento conmigo que levantó su vaso para brindar por mí. Yo correspondí seriamente... e inmediatamente tomé la decisión de escapar de él." El sarcasmo de Roth no puede esconder que en los ojos del vecino ve ya la amenaza de muerte. Bronsen señala que Roth, a raíz de sus experiencias en Halbertstadt y Goslar, dijo a sus primos: "No sabéis lo tarde que es. Esas ciudades se encuentran a cinco minutos del pogromo." Mucho de lo que Roth puso por escrito en los siete años siguientes, que fueron para él los más difíciles y, al mismo tiempo, más productivos, estuvo dedicado a la liberación simbólica de un mundo del que sabía que estaba ya entregado a la destrucción. Las imágenes literarias del este europeo que Roth nos ha transmitido corresponden a las fotografías que hizo Roman Vishniak inmediatamente antes del llamado estallido de la guerra en las comunidades judías de Eslovaquia y Polonia. Todas muestran signos del final y, en su conmovedora belleza, ofrecen quizá la representación más exacta de la indiferencia moral de los que entonces se disponían ya a su aniquilación.
Se ha argumentado repetidas veces que, en la restitución literaria de la patria, Roth rindió homenaje a un ilusionismo no libre de rasgos sentimentaloides. Nada más contrario a la realidad. Sin duda, Roth pudo, en artículos que, por un cálculo puramente político, escribió para una publicación como Der Christliche Ständestaat, utilizar los medios del reportaje sensacionalista, pero sus trabajos literarios, incluso los mejores logrados, tienen sin excepción una tendencia antiilusionista. Incluso La marcha de Radetzky, que generalmente se considera como su más hermosa obra narrativa, es claramente, como historia de una catástrofe irreversible, una novela de desilusión. En el mejor de los casos, al padre del héroe de Solferino se le permite aún terminar su vida confiado al erario; en cambio, la visión del mundo aportada por el propio héroe convertido en noble se ve sacudida desde su base por la deformación de la sencilla verdad, sancionada por las más altas instancias y para él totalmente incomprensible, en una historia falaz destinada a su piadosa utilización por escolares. El jefe de distrito Von Trotta, que representa a la generación siguiente, cree poder protegerse de las vicisitudes de la vida con un comportamiento sumamente ritualizado, y sólo lo desconcierta la infelicidad cada vez más perfilada de su hijo. Este, el pobre Carl Joseph, se va hundiendo paulatinamente en su guarnición de la frontera, por el amor a las mujeres, por los preceptos del mundo de los hombres, por la interacción entre rouge et noir, por nostalgia y por el aguardiente de noventa grados, que le ayuda a olvidarlo todo. La fuerza motora de la fábula es la gracia del soberano, que no pesa sobre la familia de los Trotta como una bendición sino casi como una maldición, como "una carga de acerado hielo". Toda esa historia es una danza sumamente macabra. "Nosotros ya no vivimos." Con estas palabras descubre el conde Chojnicki al jefe del distrito el horrible secreto de la época y, al final del famoso pasaje en que Roth hace desfilar ante nosotros la procesión del Corpus de Viena, se ve que una especie de función metafísica que simula la vida ha traído ya al ave carroñera. Sin embargo, todo es como antes. Pasa la infantería, y pasan los artilleros, los bosnios, los caballeros cubiertos de dorados y los concejales de rojas mejillas. Sigue medio escuadrón de dragones, y luego aparece, en medio del resonar de clarines, el rey de Jerusalén y emperador del reino apostólico, figura principal de esa exhibición de poder legítimo, con su casaca blanca y un gran penacho de plumas de papagayo en el sombrero, del que dice Roth que se mecía suavemente al viento. A nosotros, los lectores, nos pasa lo mismo que al teniente de cazadores Carl Joseph, que presencia el espectáculo. Nos deslumbra el fulgor de la procesión y no oímos, lo mismo que él, "el aleteo sombrío de los buitres... del águila bicéfala de los Habsburgo sus cordiales enemigos". En general las aves... El ingenio del narrador se sabe muy próximo a ellas. Se oye un graznido débil y ronco en el cielo cuando los gansos salvajes, antes del estallido de la guerra, abandonan anticipadamente su residencia de verano, porque, como dice Chojnicki, oyen ya los disparos. Por no hablar de los cuervos, los profetas entre los pájaros, que ahora, posados a centenares en los árboles, anuncian con sus negros graznidos la desgracia. Comienzan malos tiempos. Pronto, "en las plazas delante de la iglesia, en pueblos y aldeas, sonaban los disparos de quienes ejecutaban rápidamente las apresuradas sentencias... La guerra del ejército austríaco", comenta el narrador, "empezaba con los tribunales de guerra. Días y más días los presuntos traidores y los verdaderos permanecían colgados de los árboles... para escarmiento de los vivos". Por sus rostros abotargados sabe Trotta que son víctimas de esa misma corrupción de la ley y de la carne que reconoce ya en sí mismo desde hace tiempo. No hay nada en esa novela, que continuamente va disipando todas las ilusiones, que acabe en una transfiguración del reino de los Habsburgo; La marcha de Radetzky es más bien una obra totalmente agnóstica, cuyos sombríos acontecimientos, según le parece al teniente Von Trotta, "se hallaban en siniestra relación entre sí, fruto de las maquinaciones de una fuerza gigantesca, odiosa, invisible". Queda abierto a quién se refiere ese personaje antinómico. Sin embargo, lo cierto es que, al final del relato, cuando la fina llovizna incesante envuelve el palacio de Schönbrunn lo mismo que el manicomio de Steinhof, en el que ahora está internado el visionario conde Chojnicki, el orden apostólico y la pura demencia quedan reducidos a un común denominador.
¿Qué significa sin embargo para una conciencia sin ilusiones, de la que sólo podía surgir una novela como La marcha de Radetzky, el concepto que en la obra de Roth es sin duda el que con más frecuencia retorna, es decir, el de patria? Todos los personajes de este autor añoran la patria de una forma o de otra. Unas veces, la patria es "las verdes sombras oscuras de los castaños del parque municipal [que] infundían en la estancia el sosiego fuerte y saturado del verano", otras un lugar que un día se abandona o, como en el caso del artificiero profesional Eibenschütz, el ejército que, como nos comunica el narrador, había sido su "segundo y quizá verdadero Nikolsburg". Puede ser una casa, como la de Josephine Matzner, en la que Mizzi Schinagl se recogió, sabiéndose superior a todos los hombres, o el fondo del océano, al que se ve arrastrado Nissen Piczenik por su insaciable amor a los corales. Sin embargo, para los judíos errantes, entre los que se cuenta Roth y que, como él escribe, tienen sus tumbas por todas partes, la patria no está en ningún lado y, por ello, es la quintaesencia de la utopía pura. Roth la ha extrapolado del absoluto desconsuelo de la Historia y, por medio de diminutas artimañas artísticas, la utiliza para describir precisamente ese desconsuelo. En su prosa hay pequeñas variaciones, intervalos de semitono y cadencias que parecen indicar que, más allá de la infelicidad histórica, que no puede excluirse, debe de haber algo distinto. Roth hizo comprensible ese otro mundo, rodeado de un extraño brillo y resplandor, cuando, sin hacer la menor reducción de su crítica realmente despiadada del comatoso sistema de los Habsburgo, alegorizó el abigarrado imperio al mismo tiempo, de una manera casi casual. La forma que toma su alegoría es la de un mapa de la monarquía en el que, en la imaginación del jefe de distrito, los distintos países de la Corona aparecen únicamente como "inmensas y multicolores antesalas del Palacio Imperial". El término "antesalas", unido a la hermosa multiplicación de colores, indica que ese mapa no representa el mundo real sino los campos de la eternidad, y que sólo se abre la visión escatológica, cuyo topos más conocido es la Jerusalén celestial. A esa trasposición alegórica se une en la obra de Roth otra más. Es la figura del emperador que, como supone el joven Trotta, en algún momento, alguna vez, en un momento muy determinado, envejeció, "y desde aquel momento parecía permanecer encerrado en su vejez helada y eterna, plateada y espantosa, como dentro de una armadura de cristal...". Y luego se dice, en ese mismo lugar: "Los años no se atrevían a atacarlo. Sus ojos eran cada vez más duros y más azules." Benjamin ha descrito la función emblemática del cadáver en la tragedia barroca. Sólo con el cadáver, dice, pudo imponerse la alegorización de la Physis. Una alegorización idéntica la tenemos en la transformación ante nosotros de Franz Joseph en un cuerpo sustraído al tiempo, que sólo celebra aún una especie de supervivencia. En relación con el gran cuerpo político de la monarquía, de muchos miembros y muchos colores, corresponde a ese corpus, reducido casi a su sustancia inorgánica, la condición de una reliquia en la que se ejercita el recuerdo. Roth atribuía a esas reliquias fuerza y eficacia. Por ello, es totalmente consecuente que se le ocurriera el plan de salvar quizá a Austria en el último momento, si se enviaba a Viena al sucesor en el trono en un ataúd.
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