
Tres pintores de corte
En 1999, con una serie de muestras organizadas dentro y fuera de España se celebró el cuarto centenario del nacimiento de Velázquez. Una exhibición en el Prado coteja la obra del maestro sevillano con las de sus contemporáneos Rubens y Van Dyck, a la luz de sus vínculos con las monarquías europeas.
1 minuto de lectura'
MADRID.- LA experiencia del siglo XX, con las dudosas estéticas fascista, nazi y comunista, dejó varias lecciones patentes: las obras de arte encargadas por gobiernos son, por lo general, mediocres; la creatividad no medra dentro de límites ideológicos; la expresión artística es, por definición, una especie de cuestionamiento.
En verdad, a juzgar por algunas reacciones provocadas por la reciente muestra Sensación: jóvenes artistas británicos de la Colección Saatchi , en el Museo de Arte de Brooklyn, ni las motivaciones de los mecenas privados están por encima de toda sospecha.
Pero retrocedamos unos pocos siglos y el enfoque cambiará. Sin la "interferencia" del Vaticano, los principados italianos y las cortes reales de Viena, París, Madrid, Londres y Bruselas, entre otros, el patrimonio artístico europeo sería mucho más pobre. Desde el siglo XV hasta el XVIII, muchos pintores excelentes fueron cortejados con dinero, seguridad y posición social; a cambio de eso, pasaron su tiempo glorificando la "ideología" de la Iglesia Católica Romana y exaltando a papas, monarcas y héroes militares. También crearon un arte prodigioso.
Tal fue, por cierto, el caso de tres maestros posrenacentistas cuya relación con el poder constituye el tema de una nueva exposición en el Museo del Prado: Velázquez, Rubens, Van Dyck: pintores de corte del siglo XVII (cierra el 5 de marzo). Aunque de estilos disímiles, los tres tuvieron muchos puntos en común: sus carreras coincidieron durante veinte años; los tres apoyaron la Contrarreforma católica; Velázquez y Van Dyck respetaban a Rubens, 22 años mayor que ellos, y todos veneraban a Tiziano, muerto en 1576, un año antes de que naciera Rubens. Pero ante todo, y por sobre todo, fueron pintores de corte.
Entre los tres, Peter Paul Rubens fue el más adepto a cambiar de patrono. En 1600 dejó Amberes por Venecia, donde pronto lo contrató el duque de Mantua. En 1608 regresó a su patria y, en Bruselas, volvió a ser pintor de corte, esta vez de los regentes españoles de Flandes. En 1622, aceptó encargos de Luis XIII de Francia y la reina madre, María de Médicis. En 1625 estaba en Londres, retratando al duque de Buckingham. Cuatro años después lo encontramos trabajando en el Palacio Real de Madrid. Buen lingüista y diplomático hábil, hasta fue ennoblecido por Carlos I y Felipe IV por su participación en las negociaciones de paz entre Inglaterra y España.
Viajero y bon vivant
Anton (luego, sir Anthony) van Dyck estudió con Rubens hacia 1618; evidentemente, aprendió algo más que arte de su refinado y peripatético mentor. Tras darse a conocer en Amberes como artista precoz y amante de la buena vida, se marchó a Londres, donde retrató al conde de Arundel, y luego a Italia; allí pintó numerosos retratos al óleo de aristócratas con sus hijos, y también obras religiosas. Finalmente, después de una nueva estadía en Amberes, en 1632 retornó a Londres y fue nombrado "pintor principal" de Carlos I, cargo que conservó hasta su muerte, acaecida en 1641.
La carrera de Diego Velázquez fue la más apacible de las tres. Tenía apenas 24 años cuando Felipe IV lo designó pintor real; lo fue hasta su muerte, en 1660. Visitó Italia dos veces (allí pintó su notable retrato del papa Inocencio X), pero la mayor parte de sus obras "no reales", por así llamarlas, datan de su juventud en Sevilla. En palacio, las pinturas oficiales y, en forma creciente, otras tareas ajenas al arte absorbieron su tiempo. Sucesivamente, fue caballero ujier del rey, gentilhombre de cámara y chambelán del palacio. No es extraño, pues, que haya producido poco en comparación con Rubens y Van Dyck; las obras conservadas hasta hoy no llegan al centenar.
Aun así, Velázquez dio pie a esta muestra o, más exactamente, el cuarto centenario de su nacimiento, ocurrido en Sevilla en 1599. En teoría, el aniversario podría haber justificado una gran exposición individual, pero ya hubo una en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, en 1989, y al año siguiente otra, aún mayor, en el Museo del Prado, irrepetible a tan corto plazo (o, quizá, nunca más). De ahí la invitación formulada al historiador de arte Jonathan Brown para que montara una exposición más modesta y didáctica, dentro de la serie de muestras conmemorativas, como Velázquez y Sevilla , ofrecida el año último en esa ciudad, o Velázquez en los Museos Neoyorquinos , todavía abierta en la Colección Frick.
En un ensayo incluido en el catálogo, Brown señala que la muestra apunta por igual a plantear interrogantes, provocar debates y producir conclusiones. Y expresa: "Vale la pena subrayar el carácter exploratorio de este esfuerzo. En realidad, es un ejercicio de historia comparada, disciplina que, por sus dificultades intrínsecas, rara vez se intenta abordar y, menos aún, en la historia del arte".
Van Dyck nació el mismo año que Velázquez, por lo que sirvió de pretexto adicional a la muestra, pese a haber sido ampliamente honrado en la gran retrospectiva presentada primeramente en el Real Museo de Bellas Artes de Amberes, y luego en la Real Academia de Londres. De hecho, algunas de sus obras, entre ellas su magistral Autorretrato con girasol y Carlos I con la Orden de la Jarretera , casi no llegan a tiempo para la apertura.
Se exponen 44 pinturas (17 Velázquez, 14 Van Dyck, 12 Rubens y una copia de otro cuadro suyo) de las cuales 14 pertenecen a la colección del Museo del Prado. Cinco secciones temáticas -autorretratos, monarquía, retratos de corte, mitología y fábula, religión y fe- destacan lo que estos tres pintores tuvieron en común. No obstante, sus personalidades distintas saltan a la vista ya en la primera sala. El Autorretrato de Velázquez (1640), uno de los dos que sobreviven si excluimos su presencia en Las meninas (obra expuesta permanentemente en otra parte del museo), muestra a un hombre severo, vestido con sencillez. El Autorretrato con girasol , de Van Dyck (1633), capta su dandismo. En el de Rubens (1638-1640) lo vemos con guantes, espada y elegante sombrero, resplandeciente de orgullo por la posición social conquistada.
Sobre el poder y la guerra
En la sección Monarquía predominan las hazañas bélicas, por ejemplo, la legendaria Rendición de Breda , de Velázquez, y el Triunfo de Enrique IV , de Rubens. Asignaron mayor espacio a los retratos de corte. En Retrato ecuestre de Felipe IV , de Velázquez, y El cardenal-infante Fernando de Austria en la batalla de Nördlingen , de Rubens, el estilo directo del primero contrasta con la afición del segundo por las referencias alegóricas. De igual modo, los retratos de Van Dyck, ya sean de Carlos I o de principitos, poseen una voluptuosidad ausente en los sobrios retratos velazqueños (por ejemplo, los de Felipe IV y la reina Mariana de Austria). Aquí juegan, una vez más, sus personalidades: Van Dyck ansiaba halagar a quienes retrataba; Velázquez pintaba lo que veía, a punto tal que, al envejecer, Felipe IV no quiso posar más para él.
En la galería dedicada a la mitología y la fábula, vemos cómo encaraba Velázquez temas igualmente abordados por Van Dyck y Rubens. Junto a su Fragua de Vulcano , de un realismo notable, cuelga el casi romántico Tetis en la fragua de Vulcano , de Van Dyck. En las dos versiones de Mercurio y Argos , por Velázquez y Rubens, la agudeza del español para aprehender lo inesperado contrasta nuevamente con el enfoque más clásico del flamenco. Y cuando ambos rinden homenaje al Rapto de Europa de Tiziano, Rubens copia el original, en tanto que Velázquez inserta su versión al fondo de Las hilanderas .
Más distintiva aún es la majestuosa sencillez de su pintura religiosa, sorprendentemente escasa en el pintor de corte de un eminente rey católico. El museo presenta crucifixiones por los tres artistas: El martirio de San Andrés , de Rubens, pleno de color y movimiento, con ángeles en las alturas; Cristo en la Cruz , de Van Dyck, con un solo madero en un escenario casi pastoral, concentra todo el drama en el rostro torturado de Jesús; la tela homónima de Velázquez conmueve por su austeridad: la cruz se destaca sobre un fondo negro.
Si pudiésemos arriesgarnos a extraer una conclusión, sería ésta: entre los tres pintores, Velázquez parecería el más atado a la realidad pero, de hecho, fue el que encaró con mayor libertad los temas de su época. Mientras Rubens y Van Dyck procuraban satisfacer las expectativas de diversos patronos, el sevillano tuvo que complacer a uno solo. Y, por suerte, a uno que comprendía el concepto de licencia artística. Desde luego, toda la exposición es un tributo al mecenazgo real. La falta de espacio ha obligado al Museo del Prado a incrustarla en su colección principal, formada, en gran parte, por los tesoros acumulados por sucesivos monarcas de las casas de Habsburgo y Borbón. Al salir de la muestra, el visitante se encuentra en galerías colmadas de más cuadros de corte pintados por Velázquez, Rubens y Van Dyck. Si quiere montar su propia exposición virtual, hasta puede ver la maravillosa colección de Tizianos del Prado y percibir cuánto influyó el veneciano en sus herederos del siglo XVII.



