Un amor de verano
Lejos de la vigilancia de sus hijos, Martincita pasaba sus vacaciones en Mar del Plata. Allí cultivaba su vicio ludópata y conquistaba jovencitos en el casino
Entre diciembre y marzo es lugar propicio para el ocio represivo y el tedio colectivo, pero durante el invierno Mar del Plata se convierte en el paraíso de los jubilados con inquietudes. Sus calles anchas y despobladas permiten ejercitarse en la caminata, los lobos marinos de cemento que adornan la rambla parecen espiar panoramas de inmortalidad al alcance de los visitantes. Martina Liosa, alias Martincita, eligió pasar su activa vejez en esa ciudad balnearia. Allí, lejos de la vigilancia de los hijos, continuó desarrollando una carrera estética que le había ganado la admiración de galeristas y críticos de avant-garde europeos, cultivando su vicio ludópata y dedicándose a la conquista de jovencitos que conocía en el casino.
Como pertenecía a aquella clase de artistas que valoran el procedimiento intelectual por encima de la impronta sensible, la serie y no el hallazgo individual, Martincita utilizaba las mañanas para afrontar las cuestiones creativas y dedicaba el resto del día a visitar los pocos pero exclusivos negocios de ropa que permanecían abiertos en temporada baja. Volatilizaba sumas importantes comprándose prendas que no se habrían animado a llevar mujeres cincuenta años menores que ella. El atardecer la tenía de vuelta en su hogar y frente a los espejos, probándose lo nuevo, combinándolo con el inflamado catálogo que guardaban los roperos de su cuarto de vestir: de noche salía hecha una cruza de pavo real y loro barranquero. En el casino probaba suerte en la ruleta y luego se entregaba al vértigo del punto y banca. Ganaba y perdía mucho dinero. Los resultados le importaban menos que el proceso de apuesta, el tiempo de espera, la lenta revelación de la carta. Fresca y divertida bajo las luces y con ayuda de los afeites, aprovechaba para hacerse sus levantes. Buena parte del talento de los infelices que la rondaban se gastaba en simular que los animaba la auténtica lujuria y no el sincero propósito de atrapar las muchas fichas de casino que desde el inicio ella estaba dispuesta a ceder en contraprestación a los revolcones que a continuación se sucedían en los hotelitos de la zona.
Martincita era rigurosa: lo suyo pertenecía al intercambio comercial, no al sentimental. Por eso pagaba y no repetía compañeros de cama, por eso nunca los llevaba a su antigua casa-atelier, algo decadente pero suntuosa, en la zona residencial del barrio de Los Troncos. Claro que toda ley tiene su excepción, y ella creyó que podría alterar su rutina en el fondo ascética la noche en que conoció a Alberto Alcalde. En su estilo, Alberto era también un creador, pero para su desgracia corría con la suerte de los precursores: el tiempo no acompaña el ejercicio de las vanguardias verdaderas. Había puesto un videoclub atestado de las copias más excelsas del séptimo arte (Rohmer, Bresson, Eisenstein, Godard, Dreyer, Sokurov, Melville, Mizoguchi, Kurosawa, Hawks, Wells, etc., etc.) en el peor destino posible. En Mar del Plata, durante el invierno, sus habitantes permanecen encerrados en sus casas viendo concursos de baile en la televisión abierta, mientras que el rebaño turístico veraniego ni siquiera llega a discernir lo mucho que se aburre asistiendo a teatros de revistas y a espectáculos musicales gratuitos que con fines electorales ofrece el gobierno de la provincia. En conclusión, Alberto pasaba días solitarios viendo una y otra vez las joyas de su catálogo. No es necesario detenerse en el punto (tan caro al mito romántico) de que pulía su espíritu al mismo tiempo que se iba fundiendo. Sí, en cambio, cabe aclarar que, una vez que se hubo formado el más amplio de los panoramas cinematográficos, su gusto derivó con pasión arrebatadora en el cine negro. Esta transformación no es inexplicable: mientras que una obra de arte verdadera se impone como un signo absolutamente nuevo (al menos durante el tiempo que se ofrece a nuestra aprehensión o a la incomprensión), la visión del cine policial se propone como una experiencia útil para comprobar las abrumadoras similitudes existentes entre todos y cada uno de los tantos productos del género. Desde luego, el disfrute de esa tradición no resulta objetable: es como ser agitado en la serena cuna de las emociones conocidas. Eso, que a su costo estaba comprobando el dueño del videoclub, ya lo conocían de sobra los turistas que todos los años se extasiaban con los trinos del dúo Pimpinela y sus peleas de opereta bufa.
En el cine policial, entonces, Alberto encontró el consuelo de lo estereotipado. Sus convenciones lo sustraían al frío de la calle, a la desolación de su vida y a su ruina inminente. Se identificaba con el detective rudo y se excitaba con la mujer fatal que con pretextos falsos lo contrataba para disimular un crimen o una estafa. Calles negras y neblinosas, el brillo de la luz de un encendedor o de un farol, la casa de un millonario, un impermeable, una caja fuerte, una botella de whisky, un relumbrón, un arma, un disparo.
Cierto atardecer, al salir de su local (donde no había entrado un cliente en todo el día), durante un largo rato caminó sin rumbo; finalmente se detuvo ante las puertas del casino. Las luces violetas titilantes de la marquesina, la ilusión de los que entraban, las expresiones de felicidad o de dolor de los que salían? Todo le hizo acordar a una de las últimas películas que había visto: Rumbo al mañana , con Gary Peacock.
Ralph Newman es un hombre gris y mediocre que decide solucionar todos sus problemas apostando al azar. Si gana en la ruleta, empieza de nuevo. Si pierde, se suicida. La suerte lo acompaña y tras una sucesión de plenos imparables recauda una fortuna muy superior a la que necesita. Con ese dinero, además de pagar a los criminales que lo persiguen para cobrar su deuda, puede inventarse una nueva vida: poner un comercio, buscarse una esposa, una casa, armar una familia, convertirse en un miembro respetable de la comunidad (la película ilustra con rápidos flashes esta perspectiva salvacionista). Al amanecer, Newman sale del casino con una valija cargada de billetes. Sonríe, el sol da en su cara. Luego, vemos el cambio de su expresión; entiende que ya no puede ser un nuevo hombre. Su destino es el tormento y la desgracia. Compra una pistola y se mata.
En su momento, Alberto consideró que la resolución de la historia era una imbecilidad, producto del psicologismo más ramplón. De todos modos, lo que había llamado su atención era una escena que transcurría en un segundo plano y apenas duraba segundos. Los suficientes como para ver que, la noche del fin, mientras Newman seguía en plena racha, una de las tantas fichas que arrojaba a troche y moche sobre el tapete golpeaba contra el borde de la mesa, saltaba y caía y rodaba sobre la alfombra, y un desesperado abismal, una de esas larvas del ánimo que merodean alrededor de las mesas, se precipitaba sobre la ficha, la atrapaba y salía corriendo.
Para no sentir que él podía ser uno de aquéllos, Newman o el otro, o tal vez para obtener una confirmación, Alberto entró al casino. Y mientras merodeaba entre las mesas, buscando el regalo del azar que lo levantara del suelo de su vida, fue capturado por Martincita.
Nadie puede saber qué encontró él en ella ni qué vio ella en él, pero a diferencia de otras tantas ocasiones, la artista prefirió diferir la instancia de la carne. La cena fue agradable. Conversaron de cine y de pintura, de los hijos y nietos que Martincita tenía y Alberto no. Luego dieron una larga caminata y contemplaron los rulos marinos a la luz de la luna, y luego él la acompañó hasta la puerta de su casa. Ella no lo invitó a pasar, pero quedaron en verse la noche siguiente frente a la mesa de baccarat.
Y así fue. Durante una semana Martincita jugó fuerte y ganó mucho, mientras que Alberto, convertido en su hombre de la suerte, permanecía serio y silencioso a su lado, contemplando cómo la fortuna pasaba junto a él sin detenerse. Después de aquellas veladas, en compensación, disfrutaba de cenas gratis en restaurantes prohibitivos para su billetera. La última noche de la tercera semana de relación, Martincita estaba jugando y ganando en la ruleta, bebiendo copa tras copa del mejor champagne, cuando de pronto, al ir a apostar al 28 -número místico que contenía su edad actual dividida por 3-, hizo un mal movimiento y sin querer lanzó al piso una ficha de gran valor. Alberto captó al instante lo que ocurría, la situación reproducía la escena central de Rumbo al mañana , él sólo debía inclinarse, atrapar la ficha y salir corriendo, ganándose la libertad y el comienzo de su fortuna.
Cuando comenzaba su gesto, una mano o una garra lo detuvo. Era Martincita, ya borracha, que le decía:
-No hagas eso. Lo que cae al piso es basura que comen las ratas. Vos, no.
Alberto se enderezó. Pero esa misma noche, en la cena, la desesperación le cepilló hasta el último escrúpulo y entonces reveló la verdad sobre su situación. Habló del cine, de su devoción por una causa que nadie más compartía, se humilló hasta el punto de mencionar los números de su quiebra, la fecha en que debería cerrar el local, la hora y los segundos en que ya no tendría una moneda para comprar un pedazo de pan que llevarse a la boca. Martincita lo escuchó sin interrumpirlo, y sólo cuando él calló le dijo:
-Ni sueñes con que yo te voy a financiar el estúpido caprichito ese, ni sueñes con que yo te voy a dar un peso a vos.
Tras abandonar el restaurante subieron al coche de Martincita y ella enfiló hacia uno de los hoteles transitorios de la zona, donde lo sometió al trabajo escrupuloso de una pasión que era menos exigencia de su cuerpo estragado que manifestación de su voluntad de atormentarlo porque él nunca, desde que se habían conocido, le había hablado de amor.
La noche siguiente, a la hora señalada por la costumbre, Alberto permaneció a la espera del arribo de la mujer. Pero Martincita faltó. Algo de lo acontecido, algo que no podía precisar, empezaba a modificar el rumbo de sus decisiones. Y así fue como al final del día siguiente, a cambio de enfilar rumbo al casino, ella se dirigió hacia el videoclub. No se había imaginado nada, previamente, pero, en vez de deprimirla o de ofender su gusto, la triste apariencia de aquel sucucho la conmovió. Al fondo de una galería comercial frecuentada por proxenetas, traficantes de droga y pederastas, entre los ruidos de una cafetería roñosa y los baños rotos, El Sacrificio (homenaje al difunto Andrei Tarkovski) exhibía sin pudor su decadencia y su ruina, y en su interior, como la pieza más falible del roto engranaje de un alma rota, sentado sobre una silla a la que se le había salido el respaldo, con la mirada perdida en la pantalla de televisión, estaba Alberto, su cara bañada por el resplandor de las imágenes de una película que parecía el arquetipo original del género, concebido y arrojado al mundo del celuloide desde los mismos negros cielos platónicos. Se trataba de Cuerpos ardientes , de Lawrence Kasdan.
Alberto no necesitó apartar la vista para saber que lo reclamaba la mujer que se estaba apoderando de él. Martincita cerró con llave la puerta del local y apagó la luz y trabajó como una araña sabia. Después salieron y ella lo llevó a su casa, le sirvió de beber y le dijo que la esperara: iba a calentar la comida. Mientras tomaba de su copa, solo en aquel salón amplio y de cortinas pesadas, Alberto se preguntó dónde estaría colgada la obra de su amante. Al rato Martincita volvió: faltaba poco para la cena. Sonreía, por primera vez, a cara abierta, y los tajos de las cirugías dibujaban una rareza asimétrica que él no sabía entender. Si le hubiese preguntado por qué sonreía así, ella tal vez se habría animado a confesarle que se había equivocado y quería pedirle que la perdonara, que sabía que él era el hombre de su vida y estaba dispuesta a mantenerlo, a solventar los gastos, a montarle en la avenida Constitución el videoclub más grande de Mar del Plata. Pero al verlo mirándola fijo con esa expresión de extrañeza que parecía la prueba de su derrota, decidió que sería mejor guardarse esa declaración para otro momento. Sólo había que esperar, saber esperarlo. Y entonces le dijo:
-Olvidate. Si creés que voy a poner un peso en rescatar tu negocito, olvidate.
Alberto se puso de pie y estiró los brazos, sin pensar en nada. Mientras su amor le apretaba el cuello hasta quebrárselo como a una gallina, Martincita fue dibujando las muecas de la dulzura, el dolor, la incomprensión, la tristeza y el arrepentimiento. Y en el final sus labios se curvaron en la sonrisa de la muerte bella.
Alberto la soltó, la dejó caer como un trapo. Después fue hacia las habitaciones del primer piso. Buscaba los lingotes de oro, los fajos de billetes producto de la venta de su obra al exterior, o al menos las ganancias del casino. Revisó los cuartos, tiró al piso las bibliotecas. En vez de prestarles atención a esas tiras de papelitos que combinaban números y letras mayúsculas y minúsculas (las claves de las cuentas de Martincita en bancos del extranjero), marcado por su formación noir , sólo tenía ojos para lo que no había: ni cuadros, ni cajas fuertes empotradas en la pared. Estaba tan perdido en su búsqueda que recién pudo enfrentarse a la naturaleza de una artista moderna cuando empezó a recorrer el atelier. No había cuadros porque Martincita nunca usó un pincel. A cambio había estantes metálicos en los que se acumulaban en filas ordenadas los frascos de vidrio herméticamente sellados y etiquetados donde ella guardaba su trabajo. Las etiquetas de los frascos de la hilera más baja definían su contenido y año, día y hora de recolección: "Pelos de artista"; en la siguiente se guardaban los sucesivos recortes de sus uñas, ya fuesen de pies o de manos, rotulados como "Uñas de artista"; en la tercera, sin fulgores, se guardaban sus "Orines de artista"; en la cuarta se hallaban las emisiones espermáticas de los amantes del pasado año, bautizadas como "Placeres de artista". En la quinta esperaba el momento de su salida el producto de exportación más cotizado que había producido Martina Liosa: "Mierda de artista".
Lo notable del caso es que en la lucha entre dos sistemas estéticos finalmente triunfó el que respondía a los valores del pasado. Alberto buscó en la cocina bolsas de consorcio, guantes y un cuchillo afilado y, clásicamente, según había visto proceder en innumerables escenas, se dedicó a producir la desaparición del cuerpo del delito: tajeó a conciencia a la muerta, extrayendo primero los órganos internos, luego mutiló las extremidades, y por último separó la cabeza del tronco. Hecho esto guardó los restos en varias bolsas que cargó en el baúl del coche y enfiló para la zona más desierta de la costa, preferida por los veraneantes que aman los deportes riesgosos. Allí arrojó los contenidos al mar, bolsas y guantes incluidos. Antes de darse a la fuga, anotó una frase en una hoja de papel y apoyó una piedra sobre el papel para que el viento no arrebatara el mensaje. Estaba escrito: "Artista de mierda".
Un par de días después, extrañada por su silencio, la familia de Martincita dio aviso a la policía. El asunto se aclaró cuando unos turistas encontraron una mano mutilada que la corriente había devuelto a la playa. El dedo mayor llevaba un anillo de oro que valía una fortuna.
Daniel Guebel