Literatura argentina. Vengar la utopía de la frase
Milita Molina, autora de dos novelas "clásicas" y varios textos en los que conviven el humor y la poesía, ahonda en el perfeccionamiento de un estilo macedoniano
Si en el título la palabra "ciudad" estuviera en reemplazo de otra (a la manera, ¡horror!, de una metáfora), y si esa otra palabra fuera "utopía", el material del nuevo libro de Milita Molina (Santa Fe, 1951) se organizaría rápida, casi mágicamente. La utopía de una lengua entre amigos -varios de ellos vivos sólo en los textos y la memoria-, hecha de lapsus, de contracultura, de incisiones, de pérdidas. Luego de promediar Mi ciudad perdida , en una demorada "Aclaración del autor", se advierte: "Los siguientes textos están mal escritos, como si hasta las nueces fraudulentas de los versitos, la frase, los silencios (todo) no sé si me hubieran abandonado pero pongamos eso para entendernos". ¿Mal escritos? Formados quizá por capas y capas de lecturas, de experiencias, de residuos y acumulaciones, de recuerdos y traiciones de la tradición marginal rioplatense: "Piedritas, guijarros traca traca bum bum bum y todo eso ¡lo dejo pasar!". Pasan, entonces, Kerouac y Burroughs, Mariano Dupont y Morrisey, el gran pintor Ricardo Supisiche y Samuel Beckett, los Lamborghini y Scott Fitzgerald. Más que nombres que refieren a una cultura, signos de un proceso de demolición de la lengua oficial. Entre ellos se mezclan, refinadas al extremo, voces de Melodías argentinas , su texto anterior: la muñequita de papá, la mujer sentada y la "gracia molusca" del caracol, el poeta puto, el vademécum gauchesco, el ángel de la noche.
Sin embargo, la trama de una conspiración (contra el sentido común de la literatura, probablemente) se configura: poetas reventados, fiesteros y cocainómanos -"alguna vez nos pasamos de la raya con Jorge Abud"-, una cruza improbable entre beatniks y existencialistas a orillas del Paraná, en "el país del exceso de representación" (la Argentina), avanzan hacia el vacío del tiempo, pese a que una esperanza injustificada retorna: "Tenemos tiempo". En la escritura de Molina, la frase resulta la operadora favorita -el leitmotiv , se diría con grandilocuencia (otra de las víctimas, junto con la buena conciencia)- del tiempo: "La frase absorbe implacable y feroz como un maesltron, la frase se traga todas las imágenes del mundo para ser sólo sonsonete, sonido, frase, costurón reseco, superficie". Así, la frase -no importa si camuflada en bodrios, frangollos, mezcolanzas- actúa como un espacio que se interpone entre la intemperie y "la desprotección total" que, al final, el idioma regala. El método, ya sea aplicado con desesperación o con un ataque deliberado al principio de identidad, consiste en aislar los lugares comunes y desvariar a partir de ellos: "... una ensoñación de pop ignagógico hecha escritura atmosférica".
Ex profesora de Literatura del siglo XIX en la Universidad de Buenos Aires, autora de dos novelas festejadas ( Fina voluntad y Una cortesía , que definió años después como "las novelas enconchadas de Milita Molina") y de Los sospechados (obra de transición, donde se advierten los repliegues del estilo culto jamesiano y el perfeccionamiento de una lengua deforme), Molina parece desbaratar un, a estas alturas, cliché literario -y hay que apuntar que no se está tan mal si una frase de Rilke y Saer, entre otros, es un cliché-, aquel que afirma que la patria es la infancia o el lenguaje de la infancia. En La ciudad perdida la patria, si hubiera una, serían los amigos y, en especial, los amigos vengadores del amor a la frase.
Mi ciudad perdida
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Milita Molina
Editores Argentinos Hnos.
130 páginas
$ 89
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