Ciclismo: Javier Otxoa le ganó una carrera a la muerte
Aquella tarde, Javier Otxoa perdió casi todo. Apenas si le quedaron jirones de su vida. En una autopista de Málaga, el destino –en forma de un automóvil que se atraviesa y choca y destruye, sin sentido y sin control– le arrebató en el acto a su hermano gemelo, Ricardo, mientras ambos se entrenaban en sus bicicletas; Javier fue un poco más afortunado y sobrevivió, aunque quedó maltrecho por las importantes heridas, que lo dejaron en un estado de coma desesperanzador. Allí, en el hospital de Cruces, en Barakaldo, los médicos no apostaban por su recuperación; le aconsejaban a la familia que no perdiera las pocas fuerzas que le quedaban en prolongar artificialmente una existencia que “no tenía futuro”.
Futuro. Esa palabra, ese pensamiento es lo único que ocupa las horas presentes de Javier Otxoa. Hoy, a los 27 años, prefiere ni acordarse de aquella trágica tarde del 15 de febrero de este año, en que una parte de su vida se le fue. Prefiere cuidar y recuperar lo que le quedó aquí, en este mundo. Prefiere dedicarse todos los días, sin descanso, a cumplir con la recuperación física, psicológica y del habla que lo afectó por igual en aquel accidente. Prefiere subirse a su bicicleta y pedalear, mientras sueña con competir profesionalmente otra vez. Aunque sepa que su meta es lejana; él no se da por vencido.
En el pasado anterior a ese 15 de febrero, Javier Otxoa conoció la gloria deportiva. En el Tour de Francia de 2000, el vizcaíno se quedó con la 10ª etapa de la carrera, entre Dax y Lourdes Hautacam. Aquel éxito adquiere mayor valía si se tiene en cuenta que ésa es la prueba reina de las etapas de montaña y que soportó durante varios kilómetros el acecho del norteamericano Lance Armstrong, que terminó a 44 segundos y que ese año se llevó su segundo Tour consecutivo. Aquella victoria de etapa le permitió salir de la discreta performance que había tenido como profesional en tres años en el equipo español Kelme. Ese día, su rostro sonriente ocupó todas las portadas de los periódicos de su país.
Hoy su gloria personal diaria se basa en otras cosas. Se alegra si puede caminar sin sentir dolor en su pierna, a causa de la doble fractura de tibia y peroné; festeja si las frases le brotan sin balbucear, consecuencia de los dos meses que estuvo en coma; goza cuando come todo lo que le da la gana, olvidando la dieta que cumplía cuando era profesional y a despecho de los escasos 45 kilos que pesó en su peor etapa en el hospital. Pero su éxtasis llega ahora, en que se puede montar en su bicicleta, aunque sin la exigencia de una carrera.
“Cada vez me encuentro mejor y estoy dispuesto a poner todo el empeño que pueda en este proceso de recuperación”, señaló días atrás Otxoa ante decenas de micrófonos y de periodistas deseosos de conocer su historia de valentía y coraje. La frase le salió con lentitud, entrecortada; es que aún tiene dos hematomas en el cerebro que no fueron operados por el peligro que implica una intervención de ese tipo. En la conferencia de prensa, como en estos diez meses, Javier estuvo acompañado por su padre Ricardo, su hermano Andoni y novia Beli, que dejó su trabajo en Málaga y se instaló en Bilbao para acompañarlo y apoyarlo.
Dice que le provoca “envidia” ver a los compañeros que pueden correr. “Me da pena porque yo todavía no puedo correr y sé que me queda mucho –explica–. Pero espero que en un año o año y medio pueda empezar a correr otra vez.” Los médicos que lo atienden se inclinan por ser más pacientes. Sostienen que lo de él ya es un milagro, y que debe contentarse con recuperar su vida civil. Que deje la bicicleta para pasear por su garaje, tan sólo. El asiente para dejarlos más conformes, pero no quiere perder su ilusión. Kelme le renovó el contrato todo este año y podría hacer lo mismo en 2002. Y Otxoa (que significa lobo, en euskara) peleará como una fiera para concretar su sueño; no se dará por vencido. Porque los médicos pueden equivocar el diagnóstico; él ya lo demostró una vez y quiere hacerlo nuevamente.