En 2000, el crack jugó y ganó la Copa del Mundo en el Buenos Aires Golf Club de Bella Vista; en pareja con David Duval, derrotaron a los locales Eduardo Romero y Angel Cabrera; por qué su visita fue un hito
Tiger Woods era en el año 2000 el deportista más importante del planeta. Claro, en esa época compartía cartel con el piloto Michael Schumacher –campeón por tercera vez en la Fórmula 1, y primera con Ferrari-, con el fabuloso tándem de Shaquille O’Neal-Kobe Bryant en Los Angeles Lakers y con el francés Zinedine Zidane, ganador del Mundial 1998 y ese mismo año de la Eurocopa. Entre ese puñado de ilustres apellidos se explicaba la excelencia deportiva de principios de siglo.
De pronto, un día, surgió la noticia: “Tiger jugará en la Argentina”. La posible llegada del crack del golf a nuestro país parecía irreal, pero todo tuvo un sustento sólido desde un principio. Y el californiano estaba justo en su apogeo: en 2000 había ganado tres majors (US Open, British Open y PGA Championship), además de otros cinco títulos del PGA Tour en la temporada, en la que rozó los 10 millones de dólares en premios oficiales. Un momento deportivo increíble, porque apabullaba a los rivales y era, con diferencia, el gran dominador del circuito. Cuando caminaba con pies de plomo sobre el fairway y clavaba su vista de lince a la bandera, resultaba imbatible. Se sabía que ganaría seguro.
¿Cuál era la razón de su visita? Su participación en la Copa del Mundo, un torneo que se disputaba por equipos de dos jugadores, con formato de foursome y fourball, y que Roberto De Vicenzo jugó en dos oportunidades, primero en pareja con Antonio Cerdá (1953, campeón) y luego con Vicente Fernández (1970). En los años más recientes, el certamen perdió interés por parte de los jugadores y empezó a discontinuarse hasta desaparecer en 2019. El calendario lo expulsó. Sin embargo, el espectáculo que se montó hace casi 23 años en el Buenos Aires Golf Club de Bella Vista redundó en una inolvidable fiesta del golf, un año antes de la debacle económica y social que estallaría en el país y que derivaría en la caída del gobierno de Fernando De la Rúa.
Tiger estaba entonces a pocos días de cumplir los 25 años, y la decisión de que la Copa del Mundo desembarcara en la Argentina surgió de la Federación Internacional de PGA Tours, básicamente compuesta por el PGA Tour, el European Tour y otras giras menores. La PGA Argentina estuvo involucrada en la organización, mientras que la AAG no ejerció injerencia alguna. Eran épocas del 1 a 1 en la equivalencia peso-dólar, factor que lógicamente contribuyó para que la Argentina se transformara en la sede y recibiera el certamen. Era otra realidad.
De todas maneras, varios años antes, el Chino Vicente Fernández había empezado a generar un primer contacto: “En octubre de 1996 le pedí al comisionado del PGA Tour, Tim Finchem, una ayuda para la PGA de Argentina. Me preguntó qué tipo de ayuda y le respondí: ‘Un torneo de la gira y así le quedan unos dólares a nuestra institución’. En febrero del 97 me pidió tomar un café y allí me propuso traer la Copa del Mundo, una idea que me pareció muy buena, con lo que coordinamos todo para hacer un relevamiento de canchas, hoteles y potenciales sponsors locales”. El golfista de 77 años detalla: “Después de 6 meses de trabajo con un enviado de él aquí, me confirmó que el torneo vendría en 2000. Y tuve la satisfacción de que Romero y Cabrera me pidieran que fuera su coach durante el certamen”.
“Han venido grandes deportistas a Argentina, pero Tiger vino a competir en el mejor año de su carrera. Eso no ha pasado casi nunca en nuestro país” (Francisco “Paco” Aleman, comentarista de Golf Channel Latinoamérica)
Con todo el panorama claro y el proyecto confirmado, a las 12.35 del martes 5 de diciembre de 2000, Tiger Woods tocó tierra argentina. Había llegado en un avión privado Gulfstream VII acompañado por su novia de entonces, la rubia Joanna Jogoda, y su compañero de juego en el equipo de Estados Unidos, David Duval, que figuraba N° 4 del ranking mundial. Los caddies y un par de amigos del californiano completaron el pasaje. Para recibir al mesías del golf sólo estaban al pie de la escalerilla del avión Juan Carlos Blanco, coordinador de seguridad deportiva de la Secretaría de Deportes, y el comisario general de la Federal, Miguel Angel Ciancio. Fue Blanco quien le dio la bienvenida al golfista en nombre del presidente de la Nación.
Tiger solo tuvo que emprender algunos pasos para completar los trámites de migraciones, sin dar chance a ser descubierto por los curiosos que se paseaban por el hall de arribos. Después se subió a una de las tres camionetas Chevrolet Blazer que fueron a buscarlo. El celo en la seguridad quedó expuesto con los cuatro patrulleros y las dos motos de la Policía Federal que custodiaron el recorrido de Tiger hasta el Hotel Inter-Continental. Allí mismo se desactivó el rumor de que lo acompañarían guardaespaldas y agentes del FBI. El operativo del arribo había salido bien.
“Lo que más me impactó fue ver no solo la cantidad de gente que se dio cita en el Buenos Aires Golf, sino también que una gran parte de ese público no era golfista. Se acercó a ver al fenómeno del cual todos hablaban” (Nora Ventureira, analista y comentarista en ESPN)
Los pocos testigos que lo vieron se encontraron con un hombre de 1,88 de estatura, cabeza rapada, una remera blanca y un pantalón de gimnasia azul marino. Un Tiger sin su ropa de trabajo que andaba con un bolso colgado al hombro, gesto malhumorado y escondido en un par de anteojos oscuros. El Tiger Team se instaló en el exclusivo piso 17 del hotel, en donde el ascensor no se detenía, sino al que solo se accedía utilizando una tarjeta personal. En ese nivel, el crack tenía conexión directa con el Executive Lounge, donde los huéspedes de las suites podían tomar algo o pasar un momento de esparcimiento.
Su habitación tenía una dimensión de 43 metros cuadrados y duplicaba el tamaño de los cuartos comunes, con un costo de 500 dólares la noche. Estaba decorada con un estilo europeo, disponía de un baño separado en dos compartimientos, un living y estaba equipada con un televisor 29 pulgadas, un equipo de música con CD y minibar. La orden estricta era no molestarlo.
Aquel día no hubo grandes exigencias del visitante ilustre: solo pidió abundante agua mineral en botellas y abandonó el cuarto para una leve sesión de gimnasio en otro piso. Luego, sorprendió a los empleados de lavandería cuando apareció con una bolsa repleta de ropa sucia. En un principio no iba a moverse del hotel, pero después se calzó un jean, se puso otra remera blanca y alrededor de las 19 salió rumbo a Puerto Madero a bordo de un remis. ¿La razón? Una cena típica en el restaurante Hereford para probar un poco de carne argentina.
No quiso empanadas: prefirió ir directo al bife de chorizo y probó algo de lechón, todo regado con un buen vino tinto. Después de dos horas, con un cuchillo que le dieron de obsequio –además de la comida, que corrió por cuenta de la casa- volvió al hotel en una camioneta. Al día siguiente ya tocaba enfocarse de lleno en el golf y lo esperaba el reconocimiento de la cancha de 6939 yardas, para estudiar cada uno de los 18 hoyos. Su primer día en Buenos Aires había transcurrido como un culto al bajo perfil.
El miércoles, un día antes del debut en el torneo, empezó el hormigueo de gente a su alrededor. Unas 2000 personas se congregaron en Bella Vista para ver la práctica del ídolo. Hubo un objetivo único, compartido e inequívoco de los espectadores: estar, formar parte de un acontecimiento deportivo histórico. No importó si como un entendido del golf, como un curioso o un voluntario; la idea era impregnarse de la figura del deportista más venerado por esa época. Y si hubo algo que mantuvo Tiger fue el respeto por su cronograma de actividades. Se había comentado que llegaría a la cancha a las 7 y así fue: puntualmente a esa hora ya estaba ingresando en el Club House. Eso sí: no bajó desde un helicóptero, como había circulado la versión, sino que llegó a bordo de una de las tres Chevrolet Blazer color verde de la organización del torneo y con cara de “recién me levanto”.
Tiger había creído conveniente reconocer el campo bien temprano y sin público que lo siguiera, pero a juzgar por la masa de gente que se fue sumando a medida que transcurrió el recorrido, la táctica evasiva no le dio resultados. El entusiasmo por verlo se vio reflejado hoyo por hoyo, al grito unánime de: “¡Vamos, Tiger!”. Durante el recorrido, la gente mostró una conducta aceptable e intentó entablar algún tipo de contacto afectivo con el jugador. Pero no hubo lazos de empatía de su parte: más allá de los gritos de aliento, recibió alguna que otra palmada en la espalda y los aplausos ante cada buen tiro del astro. Faltó un ida y vuelta.
Se notó: escaseó el contacto de Tiger con el público en su primer día de acción. No atinó a levantar la mano o el palo en señal de agradecimiento ante un acierto. Sin embargo, a los seguidores no les cayó mal su poca receptividad y respetaron esa postura hiperconcentrada e imperturbable que exhibió desde bien temprano. Total, alcanzaba con estar ahí y disfrutar. Resultaba todo un privilegio tenerlo al alcance, en casa. Y todavía había que restregarse los ojos para tomar conciencia de que el crack estaba allí, entre nosotros. Los únicos momentos en que Woods sonrió en la cancha se dieron cuando charló con Duval durante la caminata por el fairway y sólo después de haber jugado varios hoyos. “Hablamos sobre cualquier cosa excepto de golf”, aclararon después.
A las 11, la pareja norteamericana completó el recorrido y llegó el turno del almuerzo. Después, Woods ensayó en el putting green y media hora más tarde se preparó un cordón humano desde ese sector hasta el Club House para que se retirara con tranquilidad. Entre la muchedumbre firmó algunas gorras y enseguida abandonó el club en una de las camionetas para regresar a su hotel. ¿Qué hizo Tiger en la cancha? Maravillas, como varias sacadas desde lugares incómodos, con pelotas que hacían parábolas altísimas y quedaban a centímetros del hoyo. Su caddie Steve Williams –de quien se separaría en 2011 en malos términos- le colocaba la bola en los lugares más inverosímiles y no fallaba. Otras piezas de colección fueron sus salidas con el drive y los hierros. Al regreso y cuando ya anochecía, Tiger eligió Puerto Madero, al igual que en su primera jornada en Argentina. Pidió fajitas de pollo mexicanas, cebolla y pimientos como plato principal, acompañado con una gaseosa. Dejó quince dólares de propina y empezó a pensar en la primera vuelta del certamen, en la salida compartida con la dupla argentina compuesta por Angel Cabrera y Eduardo Romero.
“Me encantaría conocer a Maradona. Es un atleta de nivel mundial y definitivamente significaría un beneficio conocer a una persona como él. Pero por ahora no planeamos encontrarnos debido a que ambos tenemos agendas ocupadas. Ojalá que algún día nuestros caminos se crucen”, afirmó Tiger. En esa conferencia de prensa previa al torneo ya dejaba al descubierto una sonrisa franca y hasta se animaba con alguna broma light. Fijaba los ojos en el periodista que le preguntaba y mostraba amabilidad en cada respuesta. No tardó en caer la pregunta sobre su conocimiento de la Argentina: “Tengo un amigo que vive aquí y me había hablado mucho sobre el país, sobre todo que demanda un viaje de doce horas. Desafortunadamente no voy a tener mucho tiempo para visitar Buenos Aires y todo lo que este lindo lugar tiene para ofrecer”. Por momentos contestó con alguna evasiva (“tengo planeado casarme en un futuro”), y rápidamente se hizo cargo de su tremenda influencia en este deporte: “Al golf lo cambié un poco. Supongo que ahora hay más chicos que lo juegan, eso es todo. Para 2001 quiero repetir o mejorar lo que hice”.
“Fue sin dudas el hecho de más alto impacto en la historia del golf argentino y latinoamericano, luego de la victoria de Roberto De Vicenzo en el Open del 67. Nunca antes, la presencia de una figura en plenitud había disparado de manera exponencial todas las variables de crecimiento de un deporte que estaba en pleno auge en el país y la región” (Diego Blejer, presentador de Golf Channel Latinoamérica desde 2006)
El torneo se puso en marcha con 24 equipos nacionales y 48 jugadores en total. Así, el Buenos Aires Golf se convirtió en el punto geográfico que atraparía a unas 100.000 personas a lo largo de cuatro jornadas, con dos sesiones de fourball y dos de foursome. Claramente, la pareja argentina compuesta por los cordobeses surgía como la principal candidata para pelearles el título a los norteamericanos, los grandes favoritos. Pero claro, el desafío extra del Gato y el Pato era soportar la presión que suponía compartir la línea de juego con la figura del N° 1. Todos los jugadores hablaban con énfasis de las dificultades que podía plantear la cancha y no muchos se referían al viento como factor, ya que todavía no había aparecido con fuerza. Aunque la posibilidad de ráfagas estaba ahí, latente.
Un tímido comienzo
No fue el mejor arranque para Tiger en los primeros 18 hoyos. Su juego tibio tuvo que ser apuntalado por la jerarquía del silencioso Duval, que fue quien tiró del carro en el equipo norteamericano. Juntos totalizaron 61 golpes en los fourballs y se ubicaron en la quinta posición. El protagonismo aquel jueves se lo robaron Romero y Cabrera, que demostraron un juego apabullante y desde el primer golpe transmitieron aplomo y eficacia para encontrar las banderas. Sumaron 57 golpes y quedaron al frente luego del primer día, en el que asistieron el presidente de la Nación, De la Rúa, y su antecesor, Carlos Menem. “Nosotros ya hemos jugado con Tiger. Todos tienen presión; lo importante es que la supimos manejar”, analizó el Gato Romero.
Tiger andaba irregular. El crack no podía enchufarse para darle a su país un mejor comienzo. Se veía disconforme, hasta fastidiado con sus golpes. Aquellos 61 finales fueron en gran parte responsabilidad de Duval, que aportó cinco birdies y dos águilas. Desde que el crack apareció a las 14.30, con camisa gris y pantalón y gorra negros, los espectadores estallaron en aplausos y se movieron con el nerviosismo propio de quienes quieren adueñarse de la mejor ubicación. En algún punto, la estrella se contagió de esa tensión y se lo vio molesto con el público, más allá de que lo idolatraba constantemente. “No hubo presión, sí demasiado ruido”, diría Woods después.
La frustración por no encontrar su mejor nivel lo llevó en un momento a arrojar un palo contra la bolsa con furia. En otro pasaje, Tiger levantó la pelotita y le dio un cachetazo traducido en “Al fin te metí”. “¿Cansancio? No, no confundan cansancio con estar desilusionado o enojado”, comentó. Hasta el presidente del club, Gianfranco Macri, sucumbió ante la tentación y se quedó con la pelotita que Tiger envió por accidente al jardín de su casa, tras desviarla desde la salida del hoyo 17. Así de descalibrado estaba su juego.
Magia desaparecida y recuperación
El segundo día trajo los foursomes y el conjunto argentino dio otra prueba de fortaleza que le permitió seguir liderando junto con Nueva Zelanda, integrado por Frank Nobilo y Greg Turner (126 golpes). Pero la sombra de los norteamericanos empezaba a acercarse en el tablero de la mano de Duval, que una vez más empujó al equipo y llevó de la mano a Tiger con un sólido nivel. El californiano padeció una vez más un juego discontinuo y poco influyente, faltaba esa chispa tan característica o ese toque deslumbrante. Aun así, el resultado de su vuelta de golpes alternados (65) los dejó a dos impactos de la punta, una diferencia mínima para los Estados Unidos, el gigante dormido. La magia seguía desaparecida, pero no faltaba optimismo: “Le pegué mejor a la pelota que en el primer día; no hay ningún secreto. Yo tenía que tirar para adelante y él (por Duval) hacía los birdies”, reflexionaba Woods.
Por fin el sábado apareció el Tiger que todos querían ver: alegre y ganador. Su gran actuación, a la par de Duval, le permitió a Estados Unidos subirse por primera vez a la vanguardia, después de un score de 60 golpes en la vuelta de fourballs y un total de 186, tres golpes de diferencia respecto de Argentina y Nueva Zelanda. El primer buen síntoma del gran día del crack fue el birdie en el segundo hoyo, muy temprano y con el calor de la gente y sumado al del clima. Los aplausos y el aliento constantes le dieron el marco al zarpazo a la punta. El único momento en el que se lo vio molesto fue en el par 3 del hoyo 11, cuando desperdició un putt factible y retiró la pelota abruptamente, con bronca. Y en el 14 se observó el estallido de Woods y del público con una apuesta soberbia que le valió un águila, sustentado en un gran approach desde el fairway (segundo tiro en el par 5 de 520 yardas), que dejó la pelota servida para un putt cómodo. El público deliraba, más allá de que ese brillo reducía las chances argentinas.
“Jugamos de manera hermosa hoy. Pegamos bien e hicimos un par de putts interesantes, sobre todo David (Duval). Rendí mejor que en el segundo día, cuando yo solamente tenía que poner la pelota en el green y David metía el putt. No fue muy difícil”, simplificó Woods, que dejó casi una declaración de principios sobre su actitud ante este deporte: “Yo me divierto, disfruto de la competencia. Salgo a ganarles a los mejores jugadores del mundo y eso es todo: salir a jugar y a ganar”.
“Fue imponente la cantidad de gente viendo golf en la Argentina. Tener al N° 1 y al N°4 del mundo hizo que el evento estuviera a la altura del mejor golf del mundo. Además, el despliegue de la estructura de TV que trajeron fue algo a lo que no estábamos acostumbrados” (Lucas Aberastury, Media Manager AAG)
El domingo, la postal ganadora quedó para Estados Unidos, el equipo campeón con una última vuelta final de 68 y un total de 254. La Argentina, que firmó el mismo score en los foursomes finales, concluyó segunda en el tablero general, a tres golpes. Quedó esa imagen de Tiger blandiendo ese puño triunfal, una señal clara de que le interesaba ganar el torneo, más allá del extenuante año que había vivido y de la acumulación de muchos trofeos nuevos en las vitrinas. Más allá del éxito, el paso del californiano por nuestro país no alcanzó a igualar en el juego todo lo que generó fuera de la cancha. El gran mérito fue del silencioso Duval, que pasó de ser un excelente escudero a tomar las riendas del equipo y llevarlo a lo más alto con un golf sólido y vistoso al mismo tiempo. Ese combo les alcanzó para adjudicarse una copa que fue entregada en manos del presidente en ejercicio. A De la Rúa, el público lo silbó durante el acto, señal de la tormenta política que se estaba generando.
Pero fuera de la política, el magnetismo del N° 1 había convocado a miles de personas a su alrededor. Una vez más, el asterisco aclaratorio: solo por momentos mostró el repertorio de genialidades que lo convertían en el gran dominador de la época. La gente lo siguió y lo alentó, casi tanto como a los argentinos. Y lo disfrutó, por ejemplo, cuando su pase de magia en el hoyo 10 de la última vuelta le sirvió para clavar un putt para birdie desde más de 10 metros. “Fuimos más afortunados que los argentinos solo por sumar más putts, aunque en realidad fue David (hizo cinco) quien los sumó”, comentó Tiger, autocrítico: “Yo realmente no jugué bien el putt en general, pero mi compañero me salvó una y otra vez. Gracias a Dios, él estaba allí”. El Gato Romero fue la voz de los escoltas: “No es un fracaso quedar segundos. Teniendo en cuenta los monstruos que vinieron, ha sido importantísimo. Y además, jugamos realmente bien”.
La gran estrella del torneo volvió al Inter-Continental a las 20.13, en la habitual Chevrolet Blazer con vidrios polarizados y un auto de seguridad como escolta. Esta vez, a diferencia de la llegada, no hubo curiosos ni fanáticos esperándolo. El norteamericano, con gesto reconcentrado, se metió raudamente en el hotel. Reapareció con look deportivo casi una hora después, ahora sí, a plena sonrisa, para salir junto con su caddie Steve Williams hacia Ezeiza, desde donde partió en su Gulfstream VII. Los del staff del certamen que estuvieron cerca de él coincidieron en destacar su amabilidad y respeto. Y Duval, pese a ser el mejor jugador del torneo, pasó inadvertido en la despedida. En el hotel, antes del adiós, abundaron los reconocimientos hacia la sencillez de todos los golfistas.
¿Qué dejó Tiger de su excursión en Argentina? La gente fue a ver a Woods, pero también se reconectó con el golf de un modo apasionado, al punto que se estableció un récord que será difícil de batir en muchos años en nuestras tierras: 20.000 personas por jornada en un campo. El comportamiento general del público y la seguridad del ídolo eran dos grandes incógnitas, pero no hubo que lamentar ni papelones ni mucho menos incidentes. Sí sobró pasión y entusiasmo, con millares pedidos de autógrafos y fotos con cámara, ante el todavía incipiente uso de celulares.
Potenciado con la irremplazable figura de Tiger, la Copa del Mundo terminó siendo un fenómeno social y colocó a nuestro país en el centro del golf mundial durante una semana. Hubo algunas fallas, ciertos problemas puntuales: reventa de entradas -infaltable en los grandes eventos-, precios caros de alimentos, falta de agua y una transmisión de TV desordenada en la jornada final, a cargo de la cadena norteamericana ABC. Pero los astros se alinearon para traer a nuestro país al astro, valga la redundancia. Y la huella de su visita quedará por siempre en la memoria del golf argentino.
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