Entre cambios y pruebas, al polo le llega la hora de hundir el bisturí
Aquel Palermo distinto del que hablábamos hace un mes, en la revista la nacion Polo en la antesala del Abierto, se cumplió en algunos aspectos. Un escenario aggiornado, con patios de comida más elegantes, stands de los equipos reformulados, espectáculos musicales al terminar cada jornada, sectores de juegos para chicos y una tarjeta recargable para comprar comida y bebida sin perder tanto tiempo en las esperas, marcaron diferencias en un certamen que tuvo un notorio lavado de cara. Un buen comienzo para una nueva gestión de la Asociación Argentina de Polo.
Ahora bien, ¿alcanza? No. Si bien el entorno es parte importante para un espectáculo internacional, los aspectos deportivos esperan la misma convicción a la hora de plantearse más modificaciones. Palermo fue distinto en cantidad de equipos: 10 en vez de 8. ¿Movió la aguja en cuanto a lo urgente? No: no hubo mejores espectáculos. Y si no se evoluciona en ese rubro, el crecimiento no se produce. No hay misterios.
El polo sigue enfrascado en ese debate estéril que, como ya dijimos, es secundario. No importa si son 6, 8 o 10 equipos: el tema es cómo se juega y se atrae a la gente. Se argumenta que con 10 se generan más oportunidades para los equipos chicos. Es real. Pero esos equipos chicos, salvo excepciones, terminan apuntando sólo a un par de partidos. No queda claro si aprenden o no. Se pone como ejemplo a Alegría, su crecimiento. No guarda equivalencias con otros conjuntos que van haciendo su camino: Alegría tiene un patrón que juega bien (una excepción), que les paga a sus compañeros para jugar y que montó una organización capaz de competir con La Dolfina y Ellerstina. El resto, de los de abajo hablamos, está lejos de eso.
Las tribunas siguen desplobadas. Sólo hubo una concurrencia acorde con el prestigio del torneo (el más importante del planeta) en la semifinal Ellerstina-Alegría y en la final. Nada nuevo. Previsible. Sin soslayar que hace 10 o 15 años, esas instancias metían más público. No alcanzaban las tribunas y en las plateas había gente sentada en las escaleras. Ése es el eje del debate. Como lo describió Horacio Heguy en una entrevista con la nacion, “estamos perdiendo el espectáculo, lo lindo que tenía el polo, y la gente no va”.
Lo mejor que se hizo es plantearse un cambio de reglas. Se instrumentaron pocos. El del throw-in es el más notorio y aún le falta algún ajuste para ser más equitativo. El resto, se ve poco en la práctica. Los bloqueos están: se siguen haciendo. La Dolfina Polo Ranch vs. Cría Yatay tuvo 32 foules. Esa cantidad de sanciones tenían los partidos de hace 10 años, una época en la que los referís cobraban... hasta halitosis. Hoy es diferente: se pita bastante poco. Y si en ese contexto se sancionan 32 foules...
Quizá sea hora de hundir el bisturí. ¡Pero en serio! ¿Cómo? Pegar todo de primera. Siempre, de la forma que sea. Aunque ni siquiera resulte ortodoxa. ¿Otra? Obligar a usar un solo caballo por chukker. Basta de medio chukker. Eso va a obligar a cambiar la manera de jugar: el que quiera sujetar, frenar, girar y arrancar lo va a pensar dos veces cuando se quede a pata a los 3’. ¿Más? Patear el tablero por completo. Si hay un penal de 60 yardas, que el ejecutor tenga la chance de optar de tirar de 75
80 yardas y que la conversión valga doble. Una oportunidad de equilibrar partidos que parecen perdidos. En rigor, el rugby propone mayor ambición cuando un penal se tira al touch para buscar el line y tratar de llegar a 7 puntos con try en vez de 3. Y seguramente habrá muchas ideas más.
Una parte de los cambios, la cosmética, está encaminada. A la otra, la vital, todavía falta meterle mucha mano.
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