Aquellos años en los que llorábamos con Roger Federer
“¡Estoy inventando el tenis del año 2000!”.
Corría 1998, Roger Federer tenía 17 años y se burlaba con amabilidad de su entrenador, al que le ganaba al tenis jugando con la zurda, mezclando veloces sobrepiques y voleas de fondo de cancha.
Dueño de un carácter irascible que se traducía con cierta frecuencia en raquetas rotas, el suizo no podía saber que se quedaba corto: estaba destinado a marcar a varias generaciones con tanta fuerza, que 20 años después de aquella frase muchos tiemblan ante la posibilidad de que alguna vez deje de inventar el tenis. No quieren ni pensarlo. Y cuando lo piensan, lloran.
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El domingo, antes de que llegaran las lágrimas federianas, una certeza rondaba por la mente de muchos espectadores: en Roger Federer hay algo que va mucho más allá de su tenis celestial. ¿Más que eso? Sí, el hombre tiene superpoderes, o, al menos, influencias de una potencia inédita. Para aquellos que dudan, dos imágenes de la noche australiana alcanzan para confirmarlo.
Una fue la insólita emisión, en plena final masculina, de imágenes de la rumana Simona Halep dormida y con una sonda en el brazo. Halep se estaba recuperando de la fuerte deshidratación que sufrió la noche anterior durante la final perdida ante la danesa Caroline Wozniacki. Debe ser la primera vez que una final de Grand Slam conecta con la cama de un hospital en medio de un partido.
La otra, el techo cerrado del Rod Laver Arena, una decisión altamente llamativa: más allá del intensísimo calor, el partido se jugó de noche. ¿Cerrar el techo cuando el sol ya no pega? Está claro que los responsables del torneo no querían que Federer terminara como Halep.
Y lo lograron: el suizo aprovechó al máximo las condiciones que más lo benefician –superficie veloz y techada– para, sin el desgaste del sol ni las complicaciones del viento, imponerse al croata Marin Cilic y conquistar su vigésimo torneo de Grand Slam. Australia, históricamente en desventaja respecto de los otros tres grandes torneos, se aseguró así ser el gran hito del tenis por segundo año consecutivo. En 2017 lo había sido con la emotiva final que Federer le ganó a Rafael Nadal, primer capítulo de un año extraordinario para ambos. Esta vez, con “Roger XX”, que no casualmente suena a nombre de rey.
¿Recibe Federer trato de favor en los torneos? No exactamente, pero todos tienen bien claro qué significa un hombre capaz de ganar un Grand Slam con 36 años y 173 días. Hay que cuidarlo. Y lo hacen.
Abonado casi permanente a las sesiones nocturnas, Federer no se desgastó al sol durante el torneo, y en la final jugó a unos cómodos 23 grados, cuando la noche previa Wozniacki y Halep se habían visto condenadas a jugar en medio del zarpazo de calor extremo que cada tanto el “Outback”, el desierto en el centro del país, lanza sobre la costa.
Su emoción en la entrega de premios
David Nalbandian no debe haber creído lo que vio en la final, si es que la vio. Durante buena parte de su carrera, Nalbandian explotó el punto débil del suizo: sabía que con una sucesión de pelotas altas y pesadas al revés alcanzaba para desarmarlo. Hace años que ya no es así, pero en los últimos tiempos ese revés se convirtió incluso en punto fuerte. Si en 2017 Federer asombró jugando una especie de “tenis-ping pong” para enloquecer a Nadal, esta vez mostró una fortaleza inédita en el revés a la altura del hombro, una posición desde la que lanzó tiros ganadores con los que en su juventud ni se hubiera atrevido a soñar, aunque supiera que estaba inventando el tenis. ¿Moraleja? Con el talento no alcanza, hay que trabajar. O quizá se trate de que no todos tienen el talento de querer trabajar. A Federer le sobran ambos: talento técnico y talento para el trabajo.
Así, el suizo comienza 2018 instalado en una dimensión paralela. Juega a otra cosa, a tal punto que todo indica que este año también evitará Roland Garros y todo el polvo de ladrillo. Quiere Wimbledon y el US Open, quiere 22 grandes como Steffi Graf, cuya foto en las entrañas del Rod Laver Arena acarició al salir del estadio con el trofeo ya asegurado.
Esa dimensión paralela de Federer es tan especial que en el momento en el que hace historia en un estadio que se llama Rod Laver logra que el propio Laver se dedique a sacarle fotos para inmortalizarlo. Tendrá tiempo el legendario australiano para seguir probando la cámara de su teléfono, porque tanto Mats Wilander como Andre Agassi ven al suizo jugando hasta los 40.
“Esta vida no funcionaría si Mirka dijera que no”, aseguró Federer, que discute y negocia cada paso con su esposa. Y Mirka, desde hace años, le sigue diciendo que sí.
Ya lo había pronosticado Pete Sampras en 2009: “Federer va a ganar 20 grandes”.
Lo que viene ahora parece igual de apasionante que lo sucedido en 2017, porque la mentalidad de Federer es exactamente la que un deportista de elite necesita. Que se emocione hasta las lágrimas con cada gran triunfo confirma que al deporte no le alcanza con el cerebro, necesita mucho del corazón. Bernard Tomic, alguna vez gran promesa del tenis australiano, parece tener déficits en ambos apartados. En la misma noche en que Federer y Cilic se jugaban la vida en cinco sets electrizantes, Tomic, de 25 años, aparecía en un reality show de la TV local metiendo su mano en una pecera para ser mordido cinco veces por una víbora.
Otra vez: al talento hay que ayudarlo con otra clase de talentos.
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Así como la generación de los 60 irá conmovida al cine esta semana para ver The Post, el film de Steven Spielberg, es probable que dentro de unas décadas los espectadores jóvenes de hoy se conmuevan con una película que recuerde al suizo. Sus naturalezas no podrían ser más diferentes, pero la Guerra de Vietnam y las hazañas deportivas de Federer tienen algo en común: son historias potentes que marcan la mente y el corazón de generaciones. Alguna vez recordaremos aquellos años en los que llorábamos con Federer.
Y él con nosotros, ya se lo dijo a su público tras la final: “Ustedes me ponen nervioso”. Veinte años después de que se propusiera (re)inventar el tenis, el suizo es un ídolo global que no para de emocionarse cada vez que redescubre lo grande que es. Llora, llora y no para de llorar. ¿Paradójico en alguien que disfruta de la felicidad deportiva pura? Quizá no: es conocido el poder sanador y revitalizante de las lágrimas. Y a esta altura, para millones de seguidores, no hay mayor felicidad que seguir llorando junto a Roger Federer por muchos años más.
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