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BRATISLAVA (De un enviado especial).– Como en cualquier rincón de Europa, recorrer la capital de Eslovaquia provoca admiración y encanto. Aquí no sobra la majestuosidad, pero es una delicia adentrarse en el Barrio Viejo, que combina sus calles adoquinadas y angostas, propias de la Edad Media, con edificaciones bajas de los siglos XVIII y XIX.
La separación de la República Checa y el ingreso en la Unión Europea no sólo le dieron un aire renovado a una ciudad separada por apenas 60 kilómetros de la imperial Viena. Esta Bratislava, que en febrero último tuvo un pico en la agenda internacional con la cumbre entre George W. Bush y Vladimir Putin, fue una gran frutilla para un país que pretende convertirse en potencia dentro de aquellos que estaban situados detrás de la Cortina de Hierro.
Pero Bratislava luce orgullosa su pasado cultural. Procedente de Viena, el Danubio trasladó su música a esta urbe que hasta 1919 fue conocida como Presburgo, Poszony o Presporok. Por aquí, en 1762, siendo un niño prodigio, Wolfgang Amadeus Mozart dio un concierto para la nobleza con apenas 6 años; una década más tarde, fue el turno del genial Ludwig van Beethoven. También aquí inició su carrera Franz Liszt o se dio el gusto de estudiar y vivir Bela Bartok.
Hablar con los eslovacos es encontrar gente que siente un orgullo y un fervor patriótico singular. De hecho, no son pocos los libros que todavía muestran la bandera eslovaca creada tras las revoluciones liberales de 1848, que marcaron con brío los nacionalismos en el Viejo Continente. Ese orgullo también surge por la conservación del idioma. Debido a un sometimiento de los húngaros durante más de nueve siglos, la gente estaba obligada a aprender ese idioma en los colegios. Y fue el instinto de conservación de la lengua nativa el que sirvió, asimismo, para sustentar parte de una nacionalidad que hoy se mantiene inalterable.
Cuentan también por aquí que Eslovaquia es totalmente fiel a sus costumbres y tradiciones. Y fue por ello que en la bandera creada tras la pacífica separación de Checoslovaquia, en 1993, porta la cruz de Constantinopla que trajeron los apóstoles Cirilo y Metodio, en el año 700, cuando llegaron para catequizar a un pueblo que hoy profesa la religión católica en un 75 por ciento. “Esa era una de nuestras diferencias con los checos. Ellos eran bohemios, y como tales eran más protestantes y ateos que nosotros”, cuenta Suzana, que carga con más de seis décadas y es una de las personas que colaboran con la organización de la serie.
Pero la historia y sus tradiciones también le dan un lugar al presente. Hoy, pese al alto desempleo, más de un 15 por ciento, esta Eslovaquia que combina esas joyas arquitectónicas con edificios cuadrados y vetustos, que recuerdan la vieja relación con la Unión Soviética, también entrega otras sensaciones: la belleza de sus mujeres y ese extremo sabor a Occidente demostrado por la obsesión de ir caminando por las calles mirando los mensajes de texto que llegan a través de un celular. Que a lo mejor, de repente, empieza a sonar con alguna melodía de Mozart. Es que Eslovaquia no tiene por qué ser ajena al resto de esta Europa que siempre asombra por su respeto al pasado y a la cultura. Esas que se empezaron a palpar en el barrio viejo. Unas calles que seguirán entregando secretos.


