Después de 50 años de relación, Chris y Martina se entienden como nadie. Cuando las sorprendió el cáncer, cada una sabía perfectamente a quién acudir
Hay un ritmo audible en los torneos de tenis de Grand Slam, un tic-tac, tic-tac de golpes, como latidos por minuto, que se hace cada vez más tenue a medida que disminuye el número de participantes. Al principio, los vestuarios, femeninos en este caso, son un hervidero de 128 competidoras, que se arremolinan y charlan, pero cada día son menos, hasta que sólo quedan dos personas en ese silencio de confrontación conocido como la final. Durante muchos años, Chris Evert y Martina Navratilova fueron casi siempre las dos últimas, solas en una sala tan vacía y a la vez tan íntima que prácticamente podían oír lo que había dentro del pecho de la otra. Toc toc.
Se vestían una al lado de la otra. Esperaban juntas, a veces comían juntas y entraban juntas en la cancha. Luego jugaban un partido que parecía un interrogatorio personal, llevándose la una a la otra a confesiones emocionales, concesiones. Y después volvían a aquella pequeña habitación de dos, donde se duchaban y cambiaban, observando con miradas de reojo el triunfalismo o las lágrimas de la otra, estados más allá de la mera piel desnuda. Nadie más podría entenderlo.
Excepto la otra. “Ella me conocía mejor de lo que yo me conocía”, dice Navratilova.
Se conocen desde hace 50 años, más que la mayoría de los matrimonios. Aparte de los parientes de sangre, señala Navratilova, “conozco a Chris desde hace más tiempo que a nadie en mi vida, y lo mismo le ocurre a ella”. Últimamente, nunca han estado tan unidas, un hecho que se niegan a rebajar con sentimentalismos. “La amistad ha sufrido altibajos”, dice Evert. A sus 68 y 66 años, respectivamente, Evert y Navratilova se han encontrado más unidas que nunca, por un factor no deseado. ¿Quieres conocer a una rival que te acerque en el entendimiento mutuo? Prueba a tener cáncer al mismo tiempo.
“Fue como decir, ¿me estás tomando el pelo?”, apunta Evert.
La forma de la relación es la de un reloj de arena. Se conocieron de adolescentes en 1973, se hicieron amigas y luego se separaron cuando cada una ascendió al número 1 del mundo a costa directa de la otra. Disputaron 80 partidos, 60 de ellos finales, fascinantes por sus contrastes tácticos y temperamentales. Tras 15 años de rivalidad, alcanzaron un equilibrio perfecto de 18 victorias en Grand Slam cada una.
En un día lento o lluvioso, por ejemplo estos de Wimbledon con suspensiones que hemos tenido y el juego esté paralizado, hágase un favor: vea los mejores momentos del partido entre Evert y Navratilova en el Abierto de Estados Unidos de 1981. Tienen 26 y 24 años, respectivamente, y están perfeccionadas. Es como si hubieran sido creadas a propósito para ponerse a prueba la una a la otra y provocar reacciones intensas en el público: la adorable heroína rubia de la clase media estadounidense, con su gracia sin roces, contra la veloz europea del este, de músculos esculpidos, que jugaba como una luchadora con espada.
Evert jugaba con un comportamiento convencional y comedido, con cintas en el pelo y pendientes en las orejas. Sin embargo, era totalmente nueva. El público nunca había visto nada parecido a la letalidad comprimida de esta joven de dos puños, que eliminó a la legendaria Margaret Court con sólo 15 años en 1970. Era una verdugo de ojos entrecerrados y mentón firme que asestaba golpes como acero fresado.
Tenía mística. Y se negaba a dejarse encerrar. Cuando ocupó el número 1 del ranking durante cinco años consecutivos, se reservó el derecho a buscar el peligro romántico con una desconcertante variedad de hombres famosos, no todos ellos adecuados para una buena chica católica: desde el hosco Jimmy Connors hasta el actor superestrella Burt Reynolds, y a ponerlos en segundo lugar en su carrera. Su compostura encubría una de las mentes más duras de los anales del deporte, y su porcentaje de victorias de 0,900 sigue siendo prácticamente inigualable en la historia del tenis.
Navratilova era su reverso: una zurda de saque y volea enérgicamente emocional que desafiaba toda definición tradicional de heroína con una militancia enérgica. Su juego tenía una flexibilidad acrobática que también era totalmente novedosa: nunca una atleta femenina se había movido con tanta facilidad en el aire. Ni había actuado con tanta honestidad. Navratilova era tan abiertamente política como popular era Evert. Su deserción de la Checoslovaquia comunista en 1975 fue un acto de valentía inimaginable, y su lucha por ganarse la aceptación del público occidental se vio agravada por su desafiante incapacidad para autocensurarse o enmascarar su homosexualidad. En Wimbledon le aconsejaron que pusiera a un hombre en su palco, pero se negó. Una vez, cuando le preguntaron si era “abiertamente” gay, contestó: “¿En contraposición a cerradamente?”.
Las generaciones más orgullosas no pueden comprender lo vanguardista que era Navratilova cuando salió del armario en 1981 ni el precio que pagó en publicidad perdida. El New York Times de ese año anunció que la homosexualidad era “el tema más sensible del mercado deportivo, más delicado que las drogas, más controvertido que la violencia”. Los periodistas deportivos se fijaron en las venas de sus brazos. Newsweek se desvió para acusarla de “acentuar algún manifiesto de estilo de vida”. Les devolvió el favor convirtiéndose en la primera deportista femenina en ganar un millón de dólares en premios en un solo año.
No es de extrañar que los partidos de Evert y Navratilova parecieran encuentros colosales. Mientras competían, las cámaras de televisión enfocaban sus rostros y descubrían expresiones de madre de dragones, una voluntad de jugar hasta las cenizas. Eso también era nuevo.
Antaño se consideraba “antinatural” que una mujer se enfrentara a una intensidad tan desvergonzada. Como dijo el propio agente de Evert en 1981, se esperaba que las estrellas femeninas del deporte fueran “femeninas” y no demasiado “codiciosas” en sus negociaciones, mientras que sus homólogos masculinos podían ganar “hasta el último centavo y sentirse bastante cómodos al respecto.” Ya no. Evert y Navratilova habían establecido su derecho común “a ir hasta el fin del mundo, hasta el fin absoluto del mundo, para conseguir algo”, dice Evert.
Cuando Evert y Navratilova se retiraron de la competición individual, en 1989 y 1994 respectivamente, habían llegado a un entendimiento mutuo. No sólo estaban igualadas con el mismo número de títulos importantes, sino que la rivalidad era tan trascendente que se había convertido en una especie de logro conjunto.
Tras su retirada, siguieron caminos extrañamente similares. Eran vecinas en Aspen (Colorado) y Florida, y a veces vivían a pocos minutos la una de la otra. Evert vive desde hace mucho tiempo en Boca Ratón, mientras que Navratilova tiene una casa en Miami Beach y una pequeña granja en Fort Lauderdale, la ciudad natal de Evert, donde cría multitud de gallinas. “Me trae huevos”, dice Evert. Con el tiempo, ambas se dedicaron a la retransmisión de partidos de tenis, lo que significaba que seguían viéndose en las quincenas de Grand Slam. “Nuestras vidas son tan paralelas que resulta espeluznante pensarlo”, dice Navratilova.
Se convirtieron en el tipo de amigas que hablaban y se enviaban mensajes de texto semanalmente, a veces intercambiando confidencias a altas horas de la noche. Y que podían tomarse el pelo con una picardía que no tolerarían de nadie más. Cuando Navratilova cumplió 60 años, Evert le regaló una caja de Cartier. Dentro había un collar con tres anillos de oro blanco, símbolo de las dos y de su larga amistad. “Supongo que soy una especie de hombre en nuestra relación, regalándole joyas”, se ríe Evert.
Los paralelismos eran divertidos, hasta que dejaron de serlo.
En enero de 2022, Evert supo que padecía cáncer de ovario en estadío 1C. Mientras Evert se embarcaba en seis agotadores ciclos de quimioterapia, Navratilova sacó el collar de Cartier de su joyero y se lo puso, como un talismán. “Me lo ponía todo el tiempo cuando quería que se pusiera bien”, dice Navratilova. Durante meses, no se lo quitó.
Sólo una cosa la obligó a quitárselo: la radiación. En diciembre de 2022, Navratilova recibió su propio diagnóstico: no tenía uno, sino dos cánceres en fase inicial, en la garganta y en el pecho.
“Al final tuve que quitármelo cuando me electrocutaron”, dice Navratilova.
Un día de finales de primavera, Evert y Navratilova se sentaron juntas en un elegante hotel de Miami, ambas finalmente libres de cáncer al final de largos asedios duales. A Evert le quedaban pocas semanas para someterse a su cuarta operación en 16 meses, una reconstrucción tras una mastectomía. Navratilova acababa de terminar la última sesión de un abrasador protocolo de radiación y quimioterapia, durante el cual perdió 13 kilos. Jugueteaba con un plato de pasta sin gluten, feliz de poder tragar sin dolor.
Por fin estaban preparadas para mirar por encima del hombro y contar algunas historias. Historias nuevas, pero también algunas viejas que se sentían frescas de nuevo o llegaban con una nueva franqueza.
Evert recuerda el día en que telefoneó a Navratilova para contarle que tenía cáncer. “Fue una de las primeras personas a las que se lo conté”, asegura.
Un momento. ¿Está diciendo Evert que la rival que le infligió las caídas profesionales más profundas de su vida, cuyo mero lenguaje corporal en la pista la hizo hervir de rabia, fue una de las primeras personas con las que quiso hablar cuando se enfermó de cáncer? Una cosa es compartir una rica historia y ser vecinos e intercambiar regalos y bromas, pero ¿son ese tipo de confidentes?
¿Y es lo mismo para Navratilova, que Evert fue una de las primeras personas a las que llamó cuando enfermó de cáncer? ¿Es eso lo que dicen? Efectivamente. “Cuando la llamé, tuve la sensación de volver a casa”, enfatiza Evert.
Cómo se conocieron
Se conocieron el 25 de febrero de 1973, en la sala de jugadores de un torneo de la gira de Florida. Evert, de 18 años, jugaba al backgammon con un oficial del torneo en una mesa junto a una pared. Aunque ya llevaba dos años como jugadora de élite, era tímida por naturaleza y se sentía aislada por su fama y el estereotipo que la rodeaba. Evert levantó la vista y vio acercarse a una chica nueva, pálida y regordeta como una bola de masa, con un rostro candoroso bajo una mata de pelo. “Hola, Chris”, recuerda que le espetó Navratilova.
Desde el punto de vista de Navratilova, que tenía 16 años, fue Evert quien habló primero y le dirigió un dulce “Hola” murmurado y un pequeño saludo con la mano. “Dios mío, Chris Evert me ha saludado”, pensó Navratilova, que reconoció a Evert por las fotos que leía en la revista World Tennis, una de las pocas suscripciones que podía conseguir en Revnice, su pueblo natal, a las afueras de Praga.
Más adelante en el torneo, Evert volvió a ver a Navratilova. “Imagínate esto”, dice Evert. Navratilova caminaba por el recinto en traje de baño de una pieza y chancletas, ajena a las miradas que se dirigían a sus líneas de bronceado entrecruzadas. Era el primer viaje de Navratilova a Estados Unidos; el gobierno comunista checoslovaco le había concedido un permiso de ocho semanas para poner a prueba su juego contra el de las élites occidentales, y estaba decidida a darse el lujo. “Tiene agallas”, pensó Evert.
Su primer partido, un mes después, en Akron, Ohio, el 22 de marzo de 1973, es cristalino para ambas medio siglo después. Aunque Evert ganó en sets corridos, Navratilova la presionó hasta el 7-6 en el primero. “Cinco a cuatro en el desempate”, dice Navratilova al instante, en cuanto se menciona, erizándose. “Y de hecho tuve un punto de set”.
Evert nunca se había enfrentado a algo así. El saque curvo de la zurda se alejaba de ella, al igual que las voleas de ataque. “Tenía armas que no había visto nunca en una jugadora joven”, dice Evert. Dos cosas aliviaron a Evert: la falta de forma física de Navratilova -había engordado 9 kilos en cuatro semanas a base de tortitas americanas- y su emotividad. “Casi lloraba en la cancha durante el partido, gimiendo”, dice Evert. Sin embargo, Evert nunca había sentido tal formidabilidad por parte de una nueva oponente y nunca volvería a sentirla. “Abrumadora” es la palabra que Evert busca y encuentra. “Más que cualquier otra jugadora de los últimos 40 años”.
Para Navratilova, fue igualmente memorable, por la sencilla razón de que casi le había quitado un set a Evert. “Para mí, eso fue inolvidable. Pero, sí, causé impresión... Estaba bastante segura de que algún día la vencería. Sólo que no sabía cuánto tardaría”.
La amistad fue bastante fácil al principio, siempre y cuando Evert ganara... Ganó 16 de sus primeros 20 partidos. En su primera final de Grand Slam, en el Abierto de Francia de 1975, se cargó a Navratilova por 6-2 y 6-1, después de compartir con ella un almuerzo de pollo asado.
Evert era tan regia y distante en aquellos días que a Navratilova le parecía un castillo con foso. Tenía una autocontención prohibitiva, una conducta pétrea que una competidora de los años 70, Lesley Hunt, comparó en Sports Illustrated con “jugar contra una pared en blanco”.
Navratilova no podía comprender cómo Evert proyectaba tanto con una figura tan poco agraciada. “Yo decía: ‘Madre mía, ¿cómo lo hace?”. recuerda Navratilova. Evert sólo medía 1,70 metros y pesaba unos esbeltos 56 kilos. Pero tenía una soberbia economía de movimientos, y algo más. Un día, Navratilova observó fascinada cómo Evert practicaba contra su hermana pequeña, Jeanne Evert, que también jugaba en el circuito. Ambas tenían un revés a dos manos y vestían faldas sin bolsillos. Lo que significaba que para golpear un revés, alguien tenía que soltar la pelota que llevaba en la mano izquierda y ésta rebotaba distraídamente alrededor de sus pies. Mientras Navratilova observaba, se dio cuenta con creciente diversión de que Chris estaba participando en un sutil concurso de voluntad.
“Era una especie de lucha mental”, recuerda Navratilova. “¿Quién iba a golpear la primera bola de revés? Porque quien no golpeara primero tendría que soltar su bola”. Chris nunca perdió la oportunidad de golpear primero. “Era algo pequeña, pero con una determinación férrea”, dice Navratilova. “Y nunca falló”. Se notó. Al final de la sesión, Navratilova comprendió que la mejor arma de Evert era “su cerebro”.
La propia Navratilova era tan distraída mentalmente que seguía el vuelo de un pájaro por el cielo del estadio. Sus pensamientos y sentimientos parecían fluir directamente a través de ella, sin filtros. Evert no pudo evitar sentirse desarmada por esta joven de corazón abierto y sin restricciones que parecía hambrienta de experimentarlo... todo. Tortitas. La piscina. La libertad. La amistad. Coches rápidos.
El deseo de Evert de entablar amistad con Navratilova se impuso a su reserva. Evert la invitó a ser su pareja de dobles e incluso la llevó a una cita doble, con Dean Martin Jr, hijo del artista, y Desi Arnaz Jr, amigo actor de Martin y colaborador de una banda pop. Los ídolos adolescentes llevaron a Evert y Navratilova a ver una película en un autocine.
Evert y Navratilova viajaron juntas, practicaron juntas, incluso almorzaron antes de enfrentarse en la final. “Yo era un hueso duro de roer”, observa Evert. “Pero era tan inocente y casi vulnerable cuando era joven, que confiaba en estar a salvo con ella”.
Entre cenas y copas de vino, Navratilova descubrió el lado amotinado de Evert, que se expresaba con una insospechada salinidad. Evert se deleitaba contándole a Navratilova chistes escandalosamente verdes. La banalidad externa de la chica arrojándose del pedestal agravaba los estallidos de risa de Navratilova. “Caía el telón”, dice Navratilova, “y salía la graciosa Chris. El filtro había desaparecido. Los muros habían desaparecido. Y fue entonces cuando me di cuenta de que se guardaba las cartas cerca del pecho. Pero era taaaan traviesa en el fondo”.
En 1976, sin embargo, Navratilova empezó a conseguir más victorias sobre Evert. En las semifinales de Wimbledon de ese año, Evert no pudo hacer nada para detenerla por 6-3, 4-6 y 6-4. “Le estaba pisando los talones”, sotiene Navratilova. “Me estaba convirtiendo en una amenaza”.
Fue entonces cuando empezaron los problemas y entraron en la parte más estrecha del reloj de arena. Evert creía que se había acercado demasiado a Navratilova. Rompió su pareja de dobles. “Me abandonó”, dice Navratilova. Evert lo hizo educadamente, diciéndole a Navratilova que tendría que encontrar otra compañera porque quería centrarse en sus individuales. Pero le dolió. Y Navratilova conocía la verdadera razón. “Chris, como ella misma admitió, sólo podía ser amiga íntima de gente que no tenía ninguna posibilidad de ganarle”, dice Navratilova.
Evert odiaba jugar contra alguien que le importaba, lo odiaba. “Pensé: ‘Dios, no puedo emocionarme con esta gente’”, dice ahora Evert. “. . . Era más fácil ni siquiera conocerlos”.
La conducta de Evert en la cancha era una fachada, desarrollada para complacer a su padre y entrenador, Jimmy Evert, un reputado profesional de la enseñanza en el Holiday Park público de Fort Lauderdale. Exigía que Chris se comprometiera con el tenis excluyendo todo lo demás: los amigos eran incompatibles con los rivales, le decía. “Me criaron en una casa que no fomentaba las relaciones”, dice ella. Y él no admitía discrepancias. “Fue una educación temerosa”, añade. El resultado fue una joven que, bajo su estoicismo, bullía de inseguridad y ansiedad.
Navratilova observa que, en cierto modo, la infancia de Evert fue tan asfixiante como la suya en Checoslovaquia. “En realidad, somos mucho más iguales que diferentes”, afirma. “A las dos se nos impuso mucho, de un modo u otro, con su educación católica, de niña correcta, y a mí el comunismo me reprimió”.
Evert se convenció a sí misma de que Navratilova y ella se habían compenetrado demasiado y que eso le costaba una ventaja. “Así que me separé de ella”, dice Evert.
Fue un mal momento para Navratilova, que se sentía doblemente aislada. Un año antes había desertado. Las autoridades checas habían expresado cada vez más la inquietante sensación de que Navratilova se estaba americanizando demasiado -en parte gracias a su incipiente amistad con Evert- y ella temía que estuvieran a punto de acabar con su carrera.
Navratilova tuvo que lidiar con la nostalgia; la preocupación por su familia, a la que no vería en casi cinco años; el dominio de un nuevo idioma (estudió inglés viendo reposiciones de “I Love Lucy”); y el estrés de ocultar su homosexualidad. Como relata en su autobiografía, cuando Evert la abandonó en el Abierto de Estados Unidos, “era una candidata andante a un ataque de nervios”. Perdió en la primera ronda contra una jugadora muy inferior, Janet Newberry, y se deshizo en sollozos en la televisión nacional.
Pero Navratilova salió de la catarsis con un carácter más firme. Vio con creciente insatisfacción cómo Evert dominaba los Grand Slams, desafiada únicamente por Evonne Goolagong. En un momento dado, Navratilova oyó a Evert hablar en una entrevista sobre cómo su rivalidad con Goolagong la estaba “definiendo”. Navratilova se enfadó ante la afirmación. Recuerdo que pensé: “¿Y yo qué?”. recuerda Navratilova.
Cuando por fin llegó, el avance de Navratilova -y el cambio de papeles- fue impresionante. En 1981 ya había desarrollado una armadura. Entrenando con Nancy Lieberman, ex jugadora de baloncesto, redujo su grasa corporal al 8%. Lieberman le dijo que tenía que ser “mala” con Evert y le demostró lo que quería decir siendo intencionadamente grosera con ella en las salas de jugadores. Evert empezaba a saludar y Lieberman le daba la espalda o le decía con frialdad: “¿Me estás hablando a mí?”. Eso enfurecía discretamente a Evert. “No fueron muy amables conmigo”, dice Evert. “Nancy le enseñó a odiarme”.
De 1982 a 1984, le tocó a Navratilova ser fría. Llegó a 10 finales de Grand Slam y ganó ocho de ellas. En ese tramo, derrotó a Evert 14 veces seguidas, con una potencia abreviada de saque y volea que parecía casi desdeñosa. “Ella se interponía en mi camino hacia el número 1″, dice Navratilova. “Así que creé esa distancia. Ella era mi zanahoria cuando entrenaba. Me imaginaba ganándole a Chris. Se convirtió en la villana, aunque en realidad no lo era”.
Evert luchó por no desanimarse, especialmente cuando Navratilova la derrotó por 6-1 y 6-3 en el Abierto de Estados Unidos de 1983. A punto de cumplir 30 años, se había quedado atrás en varios aspectos, desde su forma física hasta el hecho de que Navratilova utilizaba una raqueta de grafito mientras que ella seguía usando de madera. También estaba intentando poner en orden su vida personal y se había separado del que había sido su marido durante cinco años: el jugador británico John Lloyd.
Navratilova paseaba su triunfo en un Rolls-Royce descapotable blanco, uno de los seis coches de su garaje. Ganaba tanto que en 1984 volvió a ser generosa. Ahora entrenaba con un estratega del tenis más afable llamado Mike Estep, y a su compañera, Judy Nelson, una ex concursante de belleza de Texas, le gustaba Evert y trabajó para reparar la relación. En julio, en Wimbledon, tras vencer a Evert por 7-6 (7-5) y 6-2, igualando su récord histórico de 30-30, Navratilova fue sensible a la silenciosa desolación de Evert. Navratilova dijo dulcemente al micrófono de la vencedora: “Ojalá pudiéramos dejarlo ahora mismo y no volver a jugar nunca más, porque no está bien que una de las dos diga que es mejor”.
“¿Significa eso que ahora se retira?”, dijo Evert en una rueda de prensa posterior, con las bromas intactas.
El dominio de Navratilova sobre Evert ese verano la convirtió en una antiheroína más de lo que nunca había sido, y dio lugar a uno de los días más dolorosos de su carrera. En la tarde de la final del Abierto de Estados Unidos de 1984, tuvieron una espera interminablemente tensa mientras Pat Cash e Ivan Lendl se enfrentaban en una semifinal masculina a cinco sets que se fue a dos desempates y duró casi cuatro horas. No había nada que hacer, salvo mirar al vacío o charlar. Evert se quedó con hambre. Navratilova, que tenía un panecillo, se lo partió y le dio la mitad.
Cuando por fin salieron a la pista, necesitaron un rato para encontrar su forma y, de repente, se pusieron en modo clásico. Cuando Evert empezó a lanzar passing shots como si se le acabaran los tendederos y se llevó el primer set por 6-4, el público se puso en pie y rugió como un avión.
Pero cuando Navratilova se hizo con el segundo set por 6-4, se oyeron abucheos. A medida que Navratilova ponía el partido a su favor, algunos se volvían más hoscos. Empezaron a aplaudir sus errores y a vitorearla cuando cometía una doble falta. Cuando ganó con una volea fulminante, 4-6, 6-4 y 6-4, hubo una ovación apenas cortés.
Navratilova estaba descolocada por el rechazo. Cuando Estep le dio un abrazo de felicitación, ella rompió a llorar en sus brazos. “¿Por qué estaban tan en mi contra?”, preguntó a Estep. La respuesta: “Porque había ganado demasiado contra Evert”. Era la sexta victoria consecutiva de Navratilova en un Grand Slam, y la sensación más ambivalente que había tenido nunca. Enterró la cabeza en una toalla, con los hombros temblorosos. Una persona sabía cómo se sentía Navratilova ese día: Evert.
Evert y Navratilova querían ser apreciadas por lo que eran. Pero les parecía imposible con todas las caricaturas mediáticas de ellas como princesas, robots, “Chris America” frente a la extranjera, la delicada enamorada frente a la lesbiana protuberante. “Todo eso me dolía”, dice Navratilova.
Evert se negó a caer en esos estereotipos ese día, o cualquier otro. Por lo que Navratilova se sintió profundamente agradecida. “Chris nunca hizo nada para empeorarlo, ¿sabes?”. dice Navratilova.
En algún momento de aquel difícil año, llegaron a un acuerdo privado: no responderían a los estereotipos ni a las insinuaciones de los medios de comunicación o de su propio público. Si alguna de las dos tenía una pregunta sobre algo, hablaría directamente con la otra, “para que supiéramos a qué atenernos”, dice Navratilova.
A principios de 1985, Evert venció a Navratilova por primera vez en más de dos años, en el Virginia Slims de Florida. “Nadie le gana a Chris Evert 15 veces seguidas”, dijo Navratilova.
La renovación preparó otra obra maestra: la final del Abierto de Francia de 1985. El partido es una fascinante revelación. Después de saltar a la pista, lo sorprendente es cómo se habían tomado prestado la una de la otra, forzándose mutuamente a adaptarse. Es Navratilova quien gana algunos de los peloteos más largos desde la línea de fondo y Evert quien presiona primero la red en algunos puntos. Derecha contra izquierda, se enfrentaban como sables centelleantes.
Evert nunca sería mejor; encontraba la manera de engañar a Navratilova, que se lanzaba a la carga. Siempre le había irritado la fanfarronería que Navratilova mostraba con los hombros después de un gran punto, pero era totalmente capaz de mostrar su propia supremacía, y lo demostró aquí, con los movimientos de cabeza de una emperatriz.
Un intercambio de voleas en la red, ganado por Evert, hizo gritar al locutor Bud Collins: ¡”OHHHHHH! Ojo por ojo”. En uno de los intercambios, la fuerza del golpe de Evert arrancó la raqueta de la mano de Navratilova y la envió al polvo de ladrillo. En un punto de partido, atrajo a Navratilova a la red con un golpe de derecha corto, luego lanzó un revés ganador que superó a una Navratilova que se zambullía, a través de una abertura tan estrecha como una de sus viejas cintas del pelo. Y se acabó. Evert había ganado, 6-3, 6-7 (7-4) y 7-5.
Aquel duelo en el US Open 1981
El abrazo en la red es una de sus imágenes favoritas. Se echaron los brazos sobre los hombros, mutuamente exhaustas pero radiantes por la calidad del tenis que acababan de jugar. “No se sabe quién ganó”, dice Navratilova. Parecía que ya no jugaban una contra la otro, sino una con la otra. Y así siguió siendo. A partir de entonces, su ambiente en el vestuario se convirtió en algo más que compañerismo. Era... consolador. Alguien ganaba y otra perdía, y la perdedora se sentaba en un banco, con la cabeza colgando, y la otra, incapaz de apartar la vista, se acercaba y se sentaba. A veces, horas después, una de ellas abría su bolsa de tenis y encontraba una dulce nota.
“Éramos las dos últimas que quedábamos en pie”, dice Evert. “. . . La vi en su mejor momento y en su peor momento. Y creo que porque nos vimos de esa manera, la parte vulnerable, ese es otro nivel de amistad.”
En 1986, Navratilova tenía previsto regresar a Checoslovaquia por primera vez desde su deserción para jugar un partido con el equipo estadounidense de la Copa Federación. “¿Vendrás?”, le preguntó a Evert. “No sé cómo me tratarán”. Evert estaba recuperándose de una lesión de rodilla, pero fue. Navratilova estaba encantada de ser compañeras de equipo para variar. “Por una vez podíamos ser felices al mismo tiempo”, dice. Evert se vio recompensada con una experiencia extraordinaria: vio cómo su amiga era ovacionada por una multitud mientras los funcionarios checos se miraban los zapatos.
En el último Wimbledon de Evert, en 1989, se produjo otra escena extraordinaria entre ellas. Para entonces, Evert estaba decayendo, su intensidad se había agotado. En cuartos de final, corría el riesgo de sufrir una derrota indigna ante Laura Golarsa, que no era cabeza de serie y número 87 del ranking. Iba perdiendo por 5-2 en el tercer set, a sólo dos puntos de la derrota. “Así no es como quiero acabar”, pensó sombríamente. Navratilova, que veía el partido por televisión en la sala de jugadoras, se levantó y salió corriendo a la pista. Tomó asiento en la tribuna. “¡Vamos, Chrissie!” sonó la voz de Navratilova.
Evert tuvo sólo un momento para sentirse conmovida. Conmovida. Justo entonces Golarsa lanzó una descarga. Evert se lanzó por ella. Estirada, casi en las gradas, con el revés totalmente extendido, Evert lanzó un passing endiablado que rodeó el poste de la red y se coló por la esquina opuesta, un golpe ganador limpio. Navratilova chilló de emoción como una niña pequeña. Evert arrasó el resto del set y lo ganó por 7-5, posiblemente la remontada más asombrosa de su vida.
“Ella me cubre las espaldas”, dice ahora Evert. “Yo tengo la suya”.
// // //
El cáncer te hace sentir solo
La amistad es posiblemente la relación más totalmente voluntaria. Refleja una decisión mutua de seguir pegando algo, por mucho que se separe, aunque no haya una razón obligatoria, ni un voto de justicia de paz, ni un lazo cromosómico.
Evert y Navratilova seguían encontrando razones para aferrarse a su relación. Hasta el punto de enredarse en los asuntos personales de la otra. Es un hecho que Navratilova le tendió una trampa a Evert con el hombre que sigue siendo el más importante de su vida: Andy Mill. Hacia el final de la carrera como jugadora de Evert, Navratilova sabía que Evert se sentía sola y deprimida tras su divorcio de Lloyd, lo que provocó que Jimmy Evert dejara de hablar brevemente con su hija. Navratilova invitó a Evert a pasar las Navidades con ella en Aspen. La llevó a esquiar y a una fiesta de Año Nuevo en el Hotel Jerome, donde sabía que habría muchos hombres guapos. Aquella noche, Evert conoció al increíblemente apuesto Mill, que al día siguiente la entrenó galantemente en una empinada pendiente, esquiando de espaldas y tomándola de las manos.
Al final de la semana, cuando Navratilova hacía las maletas para irse al Open de Australia, Evert apareció en su puerta. “¿Te importa si me quedo unos días?”, le preguntó Evert. Navratilova arqueó una ceja y sonrió. “Claro”. Con la casa para ella sola, Evert tuvo su primera cita con Mill, haciendo que el caballero exclamara a la mañana siguiente: “Dios mío, estoy con Chris Evert en la cama de Martina Navratilova”. La boda de Evert con Mill en 1988 marcó la rara ocasión en que Navratilova llevaba pollera. Años después, Navratilova seguía burlándose de Evert. “Debería haber puesto esa cama en eBay”.
En 2014, cuando Navratilova se casó con su eterna compañera Julia Lemigova, no tuvo que debatir a quién elegir como dama de honor. Evert estaba a su lado. “Pero claro”, dice Navratilova.
Navratilova nunca le había dicho a Evert lo mucho que había significado su inquebrantable apoyo contra la homofobia. Especialmente en momentos cruciales como 1990, cuando la campeona australiana Margaret Court calificó a Navratilova de “mal modelo” por ser gay. “Martina es un modelo por seguir para mí”, replicó Evert públicamente. Como dijo Navratilova, Evert era “gay-friendly antes de que estuviera bien serlo”. Eso hizo que la vida pública de Navratilova fuera incalculablemente más llevadera. “Fue más que agradable”, dice ahora Navratilova sobre la postura de Evert. “Fue enorme”. En cuestiones de carácter, dice Navratilova, Evert “se infravalora a sí misma”.
Así estaban cuando llegaron los cánceres. Evert acababa de criar a sus tres adorados hijos hasta la edad adulta y estaba decididamente soltera de nuevo, tras un ajuste de cuentas psicológico. Su larga contención emocional finalmente implosionó en 2006: Dejó a Mill por el ex golfista profesional Greg Norman; un terrible error: la unión duró sólo 15 meses. Decidida a conocerse mejor, acudió a terapia “para averiguar qué me mueve y cómo estoy conectada, por qué estoy conectada como estoy y por qué he cometido los errores que he cometido”, y emergió con una profunda sinceridad. Reanudó su relación con Mill y volvió a dedicarse a su segunda vocación como mentora de jóvenes prodigios en el campamento de tenis de desarrollo que fundó, la Academia de Tenis Evert. A sus más de 60 años, aún podía jugar dos horas en una pista con mujeres de un tercio de su edad.
Justo al final de la autopista, Navratilova había encontrado su “ancla” en Lemigova, con quien tuvo dos hijas y cuidó de una gran variedad de animales: burros, cabras, perros y aves exóticas, incluido un loro parlanchín llamado Pushkin.
En febrero de 2020, apareció un aviso fúnebre en los periódicos de Fort Lauderdale: la misa por Jeanne Evert Dubin se celebraría a las 10 de la mañana en la iglesia de San Antonio. Evert había visto con creciente dolor cómo su preciosa hermana menor luchaba contra el cáncer de ovario hasta que sus brazos quedaron magullados por agujas y puertos y se consumió hasta pesar menos de 36 kilos. Sentada en un banco estaba Navratilova, que pasaría las 12 horas siguientes al lado de Evert. Asistió a los funerales y luego se quedó en casa con Evert y su familia hasta las 10 de la noche.
Casi dos años después de la muerte de Jeanne, en noviembre de 2021, Evert recibió una llamada inesperada de la Clínica Cleveland. Las pruebas genéticas a las que se había sometido Jeanne durante su enfermedad se habían reevaluado con un nuevo estudio, y tenía una variante BRCA1 que era patogénica. El médico recomendó a Evert que se hiciera las pruebas inmediatamente. Al día siguiente, Evert se hizo la prueba y también dio positivo en la mutación BRCA1. Su médico, Joe Cardenas, le recomendó una histerectomía inmediata.
"Lo primero que pensé fue que si iba a pasar por esas trincheras con alguien, Martina sería la persona con la que querría hacerlo. Porque es... fuerte. No acepta tonterías de la gente. Se limita a hacer su trabajo. Y creo que ésa es la mentalidad que yo tenía."
Chris Evert, al enterarse de que padecía cáncer
Evert llamó a Navratilova y le informó de la prueba y de que estaba programada para operarse y someterse a más pruebas. “Es preventivo”, le dijo Evert para tranquilizarla. Al otro lado del teléfono, escuchó a Navratilova exhalar “Ohhhhhhhhh”, un largo suspiro de consternación inarticulada. En 2010, a Navratilova le habían diagnosticado un cáncer de mama no invasivo tras cometer el error de pasar cuatro años sin hacerse una mamografía. El cáncer estaba controlado, pero aún así. Navratilova no se sintió cómoda con Evert hasta que le hicieron todas las pruebas.
“Lo primero que pensé fue que si iba a pasar por esas trincheras con alguien, Martina sería la persona con la que querría hacerlo”, dice Evert. “Porque es... fuerte. No acepta tonterías de la gente. Se limita a hacer su trabajo.
Y creo que ésa es la mentalidad que yo tenía”.
Sin embargo, cuando Evert recibió el informe patológico después de la operación, se sintió todo menos fuerte: la cirugía reveló un tumor maligno de alto grado en las trompas de Falopio. Evert tendría que someterse a una segunda operación. El cáncer de Jeanne no se había descubierto hasta que estaba en estadio 3; “sabía que cualquier cosa en estadio 3 o 4 no tiene muchas posibilidades”, dice Evert.
Durante tres días, Evert esperó los resultados con la certeza de que eran de vida o muerte. “Fue un momento de humildad”, dice Evert. “El hecho de haber sido la número 1 del mundo no significa que sea como los demás”.Evert tuvo una suerte insondable. El cáncer no había progresado. Si hubiera esperado tres meses más para someterse a las pruebas, probablemente se habría extendido. En cuanto pudo, Evert hizo público su diagnóstico para animar a la gente a hacerse las pruebas. Se calcula que 25 millones de personas son portadoras de una mutación BRCA y, como ella, el 90% no lo sabe. “Me sentía bien, hacía ejercicio, y tenía cáncer en el cuerpo”, dice.
A Evert aún le quedaba un duro camino por delante, con seis ciclos de quimioterapia, pero sus posibilidades de recuperación eran del 90%. Pero nada puede realmente hacer del cáncer una experiencia colectiva; es un impasse experiencial. Cada persona responde de forma diferente al tratamiento y al miedo que lo acompaña. A última hora de la noche, Evert se quedaba sin dormir a causa de las náuseas y una extraña sensación de pequeñas descargas eléctricas que le mordían los huesos. Tenía que salir de la cama y caminar sola por la casa. “El cáncer te hace sentir sola”, dice Evert. “Porque es como si nadie pudiera quitarte ese dolor”.
El sentimiento de soledad de Evert se vio agravado por la brusquedad con la que pasó de una sensación de dominio atlético supremo a la debilidad. Había una persona que podía entenderlo. “¿Qué puedo hacer por ti? preguntó Navratilova. Estaban de nuevo en una habitación de dos. “Puedo contarle mis miedos”, dice Evert. “Puedo ser cien por cien sincera con ella”.
Después de cada ciclo de tratamiento, Evert se recuperaba con una tenacidad que asombraba a Navratilova. Suplicaba a sus médicos: “¿Puedo subirme a una cinta de correr?”. Apenas unos días después de que le pusieran una vía intravenosa, volvía a hacer marcha rápida o montaba en su querida bicicleta Peloton hasta empaparse de sudor. Incluso hacía ligeros entrenamientos de CrossFit con pesas. “Es un animal”, admira Navratilova.
En el verano de 2022, Evert estaba lo bastante sana como para volver a trabajar como locutora (aunque con peluca), y en noviembre se unió a Navratilova en una aparición pública en las Finales de la WTA de final de temporada en Fort Worth. La pareja fue a comprar botas y sombreros de vaquero, paseando por el distrito histórico de Fort Worth Stockyards. Y fue entonces cuando Evert dio una noticia que descolocó a Navratilova. “Me voy a someter a una doble mastectomía”, dijo Evert. Explicó que su mutación BRCA significaba que tenía un alto riesgo de desarrollar cáncer de mama además del de ovarios.
Navratilova estaba tan afectada que rompió a llorar. “Fue un shock para mí, porque creía que estaba acabada”, dice, y cuando vuelve a contar la historia, vuelve a llorar. Había visto cómo Evert hacía público su diagnóstico y luchaba contra la quimioterapia, y esperaba que ya lo hubiera superado. Ahora le esperaban más meses de convalecencia. “Sabía por lo que estaba pasando en público y en privado”, dice Navratilova, “y me dejó petrificada”.
Navratilova aún estaba lidiando con la noticia de Evert cuando se vio sorprendida por su propio diagnóstico de cáncer “¿Te lo puedes creer? Lo tengo en la garganta. Y luego me encontraron algo en el pecho”, se enfureció Martina.
Navratilova aún estaba lidiando con la noticia de Evert cuando se vio sorprendida por su propio diagnóstico de cáncer. Durante el viaje a Fort Worth, Navratilova sintió un bulto doloroso en el cuello. No quiso correr riesgos y se sometió a una biopsia al llegar a casa. Evert recibió un mensaje de Navratilova. ¿Puedes llamarme lo antes posible? Necesito hablar contigo. Evert comprobó su teléfono y vio que Navratilova también había intentado llamarla. Evert pensó: “Oh, mierda. Eso no es bueno”.
El bulto dolorido de Navratilova resultó ser un nódulo linfático canceroso. Al igual que Evert, tuvo que someterse a múltiples tumorectomías y a más pruebas, y pasó tres días aterradores esperando los resultados, preocupada por si había avanzado hacia sus órganos. “Pensaba: ‘Podría estar muerta en un año’”, dice. Se distrajo pensando en su tema favorito, los autos bonitos, y buscándolos en Internet. “Qué coche conduciré el último año de mi vida, se preguntaba. ¿Un Bentley? ¿Un Ferrari?”
El resultado de las pruebas fue una combinación de alivio y dolor. El cáncer de garganta estaba en fase 1, pero la prueba de seguimiento también reveló que tenía un cáncer de mama en fase inicial, no relacionado con su anterior ataque. Estaba tan aturdida que le costó incluso conducir hasta su casa. Pero cuando Evert se puso en contacto con ella por teléfono, Navratilova se encontraba en un estado de rabia incrédula, alimentada por el miedo. “Percibí que eso la había cabreado por encima de todo”, dice Evert. “Estaba furiosa por ello”.
“¿Te lo puedes creer?” enfureció Navratilova. “Lo tengo en la garganta. Y luego me encontraron algo en el pecho”.
Durante un minuto, las dos consideraron lo extraño de luchar contra el cáncer al mismo tiempo. Navratilova siempre había perseguido a Evert, pero no quería perseguirla en esta ocasión. “Jesús. Supongo que estamos llevando esto a un nivel completamente nuevo”, dijo Navratilova.
Y entonces ambas empezaron a reírse.
“Porque era tan irónico”, dice Evert.
Pero entonces Navratilova volvió a ponerse seria. Le confesó a Evert: “Tengo miedo”.
Era la misma sensación repentina de mortalidad, la misma sacudida de “no eres tan especial después de todo” que había sentido Evert. “Como deportista de alto nivel, crees que vas a vivir hasta los 100 años y que puedes rehabilitarlo todo”, dice Navratilova. “Y entonces te das cuenta: ‘No puedo rehabilitar esto’. Así que compartir ese miedo fue fácil, más fácil con ella que con nadie”.
El cáncer de Navratilova no era tan peligroso como el de Evert, pero sí más arduo. Requirió tres ciclos de quimioterapia, 15 sesiones de terapia de protones dirigida en la garganta, 35 tratamientos más de protones en los ganglios linfáticos del cuello y cinco sesiones de radiación convencional en el pecho.
Por increíble que parezca, Navratilova decidió someterse sola a la mayor parte del tratamiento. Quería evitar que su familia se preocupara por ella. Los tratamientos con protones fue un suplicio. Su sentido del gusto se convirtió en cenizas y tragar parecía un enjuague ácido. A medida que su peso descendía, temblaba en las frías mesas médicas, incapaz de entrar en calor, hasta el punto de que llevaba un chaleco de esquí al hospital. El insomnio le provocó ojeras profundas.
A medida que las drogas aumentaban en ella, era como si hubiera envejecido 50 años de la noche a la mañana. “Todo me parecía mal”, asegura. Era una mujer que había escalado el monte Kilimanjaro a los 54 años, alcanzando los 4000 metros antes de sufrir un edema pulmonar. A los 65, aún podía hacer 30 flexiones seguidas. Ahora necesitaba las dos manos para beber un vaso de agua.
Evert tenía un sentido casi intuitivo para saber cuándo había que vigilar a Navratilova. Justo cuando estaba al borde de la desesperación, sin confiar en sí misma para beber de un vaso con una mano temblorosa, sonaba el teléfono y era Evert. “Lo que importa es la sincronización”, dice Navratilova. “Siempre daba en el clavo. Como si supiera que yo estaba en un momento bajo. No sé cómo lo supo, pero lo supo. Era como una especie de conexión cósmica. Porque era asombroso”.
// // //
Mientras Evert y Navratilova terminan de elegir las ensaladas del almuerzo, sus sensaciones de renovación bajo el sol de Miami las hacen parecer casi radiantes. La vida parece más clara, “despejada”, dice Evert. Desde la distancia, parecen adolescentes. Evert está tan pulcramente arreglada como siempre, una impresión reforzada por su pelo platino que le ha crecido recientemente. Navratilova también es esbelta como una joven. Sólo de cerca se ven los persistentes pliegues de fatiga alrededor de sus ojos y se perciben las cicatrices bajo sus ropas y la timidez de su confianza.
Evert admite que tiene “dudas” a la hora de decir que su cáncer ha desaparecido realmente. “Podría volver. Mira, podría volver. Es cáncer, ¿verdad? Siempre es periférico”. Navratilova está de acuerdo. Lo compara con despertarse la mañana de un partido importante, una final de Wimbledon, con la anticipación inversa.
Hacen tanto ejercicio como les permiten los médicos, quizás incluso un poco más de lo que aconsejan. Al principio provisionalmente y luego con creciente desafío, a pesar de que cada uno de sus cuerpos “sigue luchando contra la mierda que lleva dentro”, como dice Navratilova, que en su caso sólo hizo dos flexiones y se fue a esquiar antes de que terminara la radiación. Levantan pesas por encima de los hombros, aunque las doloridas cicatrices de sus pechos aún no se han curado del todo, y juegan al tenis, aunque en el caso de Navratilova, el esfuerzo de perseguir una pelota incluso dos pasos la deja sin aliento, y en el de Evert, la hace sentir torpe y enfadada, hasta que se recuerda a sí misma: “Chrissie, ¿quién te crees que eres?” Y entonces llama a Navratilova, y ambas se ríen de sí mismas en esta compañera fragilidad.
Hay estatuas de Arthur Ashe en el Abierto de Estados Unidos, de Fred Perry en Wimbledon, de Rod Laver en el Abierto de Australia y de Rafael Nadal en el Abierto de Francia. Los responsables de los grandes campeonatos aún no han encargado esculturas de estas dos mujeres, que tanto desataron su deporte y regalaron la aspiración profesional a tantas personas. Y que ejemplifican, quizá más que ninguna otra campeona en los anales de su deporte, la profunda gracia mutua interna llamada deportividad.
Pero no necesitan broncearse. Tienen algo mucho más cálido que eso. La una a la otra.
Más notas de Cracks deportivos
Más leídas de Tenis
Viejo es el viento... Nadal discutió, brilló y le ganó al 11 del mundo para seguir haciendo historia: ahora se cruzará con un argentino
Impacto argentino. Cachin mantiene intacto su sueño en Madrid: bajó a Tiafoe y lo espera nada menos que el "dueño de casa"
"Vení y jugá". El enojo de Danielle Collins ante un espectador y la increíble racha que lleva antes de su retiro
En busca del Top 20. Cerúndolo venció a un rival directo y ya está en los octavos de final del Masters 1000 de Madrid