
Reflejo de la dura batalla son las numerosas leyes que se sancionaron para combatir la plaga entre 1890 y 1956
1 minuto de lectura'
Sólo quienes sobrepasamos el medio siglo de vida podemos dar vívido testimonio de los daños provocados, quizá, por la plaga más perniciosa que azotó nuestros campos. Entomólogos y hombres de ciencia se ocuparon de la langosta a mediados del siglo XIX. Entre ellos, Germán Burmeister, quien sostenía que este insecto ya existía en la Argentina en la época del descubrimiento. No fueron pocas las leyes relacionadas con esta plaga, sancionadas entre 1890 y 1956. Esas normas reflejan la dura batalla que el campo argentino libró durante más de un siglo contra su enemigo número uno. Pero ubiquémonos en la década de 1930, entre amplias fracciones de campo y a no más de 30 kilómetros de la Capital Federal, siguiendo lo que sería la ruta nacional 3.
Pese a que largos trechos eran de tierra, la distancia podía cubrirse en apenas 30 minutos de automóvil, pues el tráfico era ínfimo. Por ese lugar, don Ricardo tenía una quinta a la que había bautizado El Sosiego. Quedaba a pocos kilómetros de González Catán, hoy densamente poblada y declarada ciudad, pero incipiente localidad por entonces. Quizá fueron los tambos instalados a fines del siglo XIX los que despertaron de su letargo a toda la zona aledaña. Pedro Converso, Mateo Iracet y Julián Narváez fueron algunos de los precursores de la actividad láctea en la región, apuntalada por la inauguración, en 1908, de la estación de ferrocarril González Catán, de la Compañía General Buenos Aires. Merece agregarse que sus rieles se prolongarían sin pausa hacia el Oeste, como que dos años después ya habían avanzado 150 kilómetros más, hasta la estación bautizada Centenario (claro, corría el año 1910). De esta escueta síntesis, vaya, por último, la cita de los locales de dos familias aquerenciadas en Catán a fines del siglo XIX y pioneras en sus actividades: el almacén de ramos generales de don Julián Cagnoli y la panadería de don Francisco Giménez y su mujer, doña Juana, quienes la llamaron La Esperanza.
Transcurrían las vacaciones del estío de 1937. Nos encontrábamos en El Sosiego, cuando un día nos embargó el asombro. A plena luz del día, una nube pavorosa de millones de langostas produjo un imprevisto eclipse de Sol. Aquella nube lo había ocultado. Habíamos quedado en la oscuridad de la noche. Las instrucciones de don Ricardo no se hicieron esperar. Sus hijos Mario y Leopoldo, y algunos vecinos se proveyeron de ollas, sartenes y de cualquier objeto susceptible de producir ruidos; cuanto más altos sus decibeles, mejor. Los más chicos, con pitos y matracas. Por su parte, don Francisco (capataz de la quinta) acumulaba en dos carretillas pasto húmedo que, encendido, despedía gruesas columnas de humo. Tal el arsenal que tras una hora de lucha logró que el astro rey volviese a reinar. La manga de langostas había proseguido su periplo hacia campos vecinos. Pero el floreciente maizal de El Sosiego ya no era el mismo.
Don Ricardo desempeñaba en esos años altas funciones en el Ministerio de Agricultura de la Nación. Entre sus destacados colaboradores, rescato la memoria de Juan Bautista Marchionato, a cargo por entonces de la Dirección de Sanidad Vegetal. En una de sus visitas, nos asombraron algunas de sus revelaciones: que la langosta consume su propio peso (2 gramos) de alimento por día; que la extensión de las nubes de langostas oscilaban entre uno y cientos de kilómetros cuadrados; que llegaban a estar constituidas por cerca de 50 millones de langostas, y que una tonelada de langostas consumía en un día la misma cantidad de alimentos que diez elefantes.
Casi todo este relato fue redactado en tiempo pretérito. Es que, en la Argentina, la langosta prácticamente desapareció a mediados del siglo XX, con el auxilio de fuerzas del Ejército y de modernos insecticidas. Pudo, así, el país imponerse a un despiadado enemigo que, con sus infaltables apariciones, malograba parte considerable de las cosechas.




