
El contrapunto florece en Uruguay como una expresión de permanente vigencia
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Hay una discusión desprolija e interesada acerca del gaucho que preferimos obviar pero que, a veces, es imperioso siquiera aludir: un gran partido cree que apareció en este lado del Río de la Plata, al que luego pasó para avecinarse en la Banda Oriental y terminar, más tarde, siendo el gaúcho. Otros creen que fue al revés, que cruzó el río en sentido inverso y sería aquí un inmigrante más, un poco entre el montón.
Aunque en ocasiones el tema viene provisto de profuso aparato erudito, se diría que, en general, la adscripción a uno u a otro bando responde a cuestiones de procedencia y se reduce a un duelo de patriotismos pueblerinos. Al que le ofrecemos un laudo posiblemente más arbitrario que arbitral, pero bien intencionado: la sustancia del gaucho -el caballo- estuvo primero en esta orilla; lo raigal que queda de él, más se encuentra allá que acá.
¿Qué es eso de raigal? Pues las concreciones del espíritu: la voz, la expresión, el pensamiento, en fin, el arte del payador. Porque hace mucho que si no fuera por los hermanos orientales, el gaucho tradicional sería mudo, al punto que cuanto payador despunta, prospera y hace escuela, saltó el charco.
Hace bastante que el cultivo de esa especialidad ilustre se ha aletargado entre nosotros, lapso en el cual se ha mantenido incólume en tierra de cuchillas.
Desde Bartolomé Hidalgo a Tabaré de Paula y José Curbelo los nombres se amontonan, con referencias patriarcales como la de Elías Regules y menciones tan del corazón como Ramón de Santiago ("La loca de Bequeló") y Juan P. López ("La estancia del mojón"). Prácticamente a lo largo de todo el siglo que ahora concluye, junto al tango y la ranchera, quedó allí un rincón para algo que recordaba a la cifra y a la milonga clásica, a los contrapuntos de antaño. Que permanece no como mera costumbre, lo que demuestra que se trata de algo por fortuna vivo, de algo que hasta hoy despierta la adhesión emocional de sucesivas nuevas generaciones.
Daniel Viglietti y Alfredo Zitarrosa, por ejemplo, son dos claros representantes de un estilo en el que fácilmente es posible reconocer la herencia gauchesca.
Autores de impecable cualidad literaria, ambos padecen reticencias tanto por su modalidad, absolutamente moderna y original, como por sus lealtades políticas. Por cierto, todo es opinable y debe ser respetado tanto el desvío del costumbrista tozudo, como el resquemor de quien, siendo de buena ley, vio a esos cantores uruguayos, en medio de circunstancias arduas y, por desgracia, inolvidables.
Empero, nada dice eso del talento de esos hombres ni de su honestidad esencial al cantar según sus convicciones y con pleno fundamento.
Tomemos el caso de Zitarrosa. ¿Cómo no reconocerle fidelidad para consigo, la voluntad de ser espejo de anhelos y de dolores inagotables, su renuencia al pintoresquismo intrascendente? Eso va de suyo: quiso vivir "con el corazón caliente y la cabeza fría" y lo hizo, sin salirse nunca de la comprensión del canto como elemento de hermandad y elevación.
Pero hay más: "Buena mi tierra querida,/ le hace lugar a cualquiera/ del vacuno a la crucera,/ del trigo limpio a la ortiga/ y no hay falta que diga/ que cuando hay inundación/ el alacrán, el ratón,/ bichos que no lo merecen,/ hallan que ella les ofrece/ hasta el último albardón..."
Dicho de otro modo, aunque es innecesario: era gaucho hasta el tuétano, era uno de los nuestros, no importa si de ésta o de la otra orilla. Hay, pues, que escucharlo y no olvidarlo, según él mismo lo explica: "No te olvidés del pago/ si te vas pa` la ciudad,/ cuanto más lejos te vayas/ más te tenés que acordar./ Cierto que hay muchas cosas/ que se pueden olvidar,/ pero algunas son olvidos/ y otras son cosas nomás".





