El Gran Malestar: cómo las subidas de precios han desatado una oleada de descontento en España
La crisis energética, agravada por la guerra en Ucrania, ha azuzado una tormenta perfecta que está afectando a numerosos sectores, y de la que no se libra el ciudadano
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Las explosiones de malestar son como minas escondidas que un día detonan bajo gestos de apariencia inofensiva. En México estallaron por un aumento del coste de la tortilla. En Brasil fue una subida del billete de colectivo. En Francia, un impuesto a la gasolina llenó las calles de chalecos amarillos, escaparates rotos y barricadas en llamas durante meses y meses. Las crisis surgen a veces así: fríos números que se van de las manos hasta convertirse en inadmisibles.
España ensaya estos días su propia versión del descontento a lomos de una masiva escalada de los precios. El repunte del combustible ha llevado a la huelga a los transportistas, lo que amenaza con agravar los problemas de suministro. Agricultores y ganaderos, azotados por encarecimientos del diésel, los piensos y los fertilizantes, vienen de hacer una formidable demostración de fuerza con una de las mayores movilizaciones del campo en toda su historia. Y la inflación, de la que ya se han contagiado los alimentos, la sufren en silencio cada día cientos de miles de ciudadanos en la cesta de la compra, el depósito del coche y la factura de la luz.
El imparable ascenso del petróleo, provocado por una demanda mayor que la oferta y una incertidumbre radical sobre la relación entre Occidente y Rusia, uno de los mayores productores del mundo, se está trasladando al precio de los carburantes como la remontada del gas disparó las tarifas eléctricas. Para ahorrar, muchas familias racionan dos fuentes básicas de energía que antaño se utilizaban casi indiscriminadamente. El resultado es un cambio de hábitos. Lavadoras a medianoche, gasolineras de bajo coste repletas a primera hora de la mañana, trayectos en coche sustituidos por transporte público, comunidades de vecinos que recortan los horarios de calefacción central, y los españoles, como brókers de Wall Street, pendientes de cotizaciones en megavatios hora y dólares de brent.
Capítulo 1: Las familias
Nadie se libra por completo del problema, pero los hogares de bajos ingresos tienen menos recursos para hacerle frente. El dominicano Pedro Díaz, de 40 años, baja el interruptor de la luz en el cuadro eléctrico durante las horas más caras. Las velas iluminan entonces su piso en San Sebastián de los Reyes, un municipio a 20 kilómetros de Madrid donde vive con su esposa, Nerys Jiménez, de la misma edad, y cuatro hijos de quince, cinco, tres y un año. Comparten un piso de 56 metros por el que pagan 780 euros, y a veces también una misma habitación para esquivar el frío. “Como si fuéramos pollitos”, compara Díaz.
El aumento de la inflación, con una factura de la luz en enero superior a 300 euros, ha llevado a esta familia numerosa en dificultades económicas a cambiar sus rutinas. Díaz, veterano de Irak que llegó a España hace 15 años desencantado de la vida militar tras no recibir las pagas prometidas por ir a la guerra, coge el tren de cercanías en lugar del coche para ir a su trabajo de cocinero en un restaurante de Madrid, por el que cobra el salario mínimo —904 euros por 30 horas semanales—. Su contrato expira el 28 de marzo y no será renovado.
Jiménez, que perdió su empleo de camarera durante la pandemia y pronto agotará el subsidio de paro, es la que suele hacer la compra. Comenta sorprendida la reciente escasez de leche, y recita subidas de precios de memoria. “Las galletas de los niños estaban a 50 céntimos y ahora a 69; un zumo de 80 céntimos ahora vale 1,20 euros; el cartón de huevos de dos y pico a cuatro euros. Los precios han dejado de ser estables”, concluye. Siempre compara en varios supermercados antes de elegir un producto.
La casa permanece silenciosa porque los pequeños están en el colegio, pero en sus ratos libres han dejado de ir a la zona de juegos del centro comercial para no gastar. Su padre los llevó hace poco a una piscina de bolas de un Burger King. “Sabía que allí no me dirían nada aunque no consumiera. Pero cuando el niño me pidió agua, me acordé de que había olvidado la botella. Compré un refresco recargable y cuando uno acababa, lo rellenaba para el otro”, relata sentado al sofá del salón de su piso, junto a dos calentadores eléctricos desenchufados. Preguntados sobre cuándo fue la última vez que fueron a comer a un restaurante, ríen como si la cuestión estuviese fuera de lugar. Las prioridades son otras. “Si tuviéramos lo usaríamos para pagar a los niños alguna actividad extraescolar, como clases de inglés”. Por suerte, coinciden, los menores no son especialmente exigentes en sus gastos.
Para autónomos y empresas, el escenario también se ha complicado. Si el crash del ladrillo se llevó por delante a un buen puñado de inmobiliarias, una crisis energética mezclada con una guerra en el granero de Europa —Ucrania— iniciada por el mayor proveedor de gas del continente —Rusia—, una pandemia sin cerrar que todavía interrumpe la producción de fábricas en China, y una inflación descontrolada, tienen un potencial radiactivo nada desdeñable. Algunas industrias han paralizado temporalmente su actividad por el elevado gasto en electricidad. Y el paro de los transportistas añade a esa espiral riesgos adicionales: materias primas que no pueden entrar ni salir de las fábricas, ganado que deja de ir al matadero y productos de la tierra y el mar que se pudren en almacenes sin que nadie los recoja.
Capítulo 2: Los transportistas
Desde un área de descanso de Calais (Francia) habla el autónomo granadino Javier Laredo, de 42 años. Vuelve de entregar en Londres pimientos y pepinos cargados en El Ejido (Almería), una ruta que repite unas 15 veces al año, y ha hecho una parada para apartar un rato la vista de la carretera. Admite que debido a la huelga salió de España de noche para evitar a los piquetes, y sigue de cerca las negociaciones para decidir si vuelve a conducir de noche en su regreso a Andalucía. Es crítico con la gestión que el Ejecutivo está haciendo de la crisis: “Decir que los transportistas son de extrema derecha o que le están haciendo el juego a Putin fue una gran metedura de pata. ¿Tú crees de verdad que entre los transportistas autónomos y pequeñas empresas no habrá muchos votantes del PSOE o incluso de Podemos? De verdad alguien se cree que esta gente trabajadora o la gente del mar o la agricultura son todos de extrema derecha? Está fuera de lugar”, opina.
Laredo está afiliado a una de las asociaciones mayoritarias del sector, pero comprende las protestas alentadas por la minoritaria Plataforma Nacional por la Defensa del Transporte. “Ahora mismo pago de gasoil 2.000 euros más cada mes”, calcula. En su caso, por realizar rutas internacionales, recibe compensaciones que alivian ese incremento, pero eso no sucede con los que cubren rutas nacionales.
Tras tantos kilómetros, conoce bien las autopistas europeas. Señala que el gasoil es más caro en Francia y se pagan más peajes que en España. ¿Por qué entonces las movilizaciones de camioneros son un fenómeno español y no europeo? “Te lo digo francamente: un viaje París-Marsella tiene una distancia parecida a un San Sebastián-Granada, y mientras en Francia se paga al transportista 1.500 euros por esa ruta, en España la tarifa ronda los 800″. Ese menor margen hace que sean más sensibles a cualquier subida del carburante. Máxime teniendo en cuenta los costes extra en ruedas, mantenimiento y seguros.
¿Por qué no les pagan más entonces? Laredo alude a la competencia desleal de transportistas del Este, con menos exigencias salariales porque en sus países el coste de la vida es más barato. Pero en las rutas nacionales la reivindicación más repetida es otra. José Ángel Mangano, de la cooperativa de transportistas de Lebrija, critica que buena parte del dinero se queda en grandes empresas comisionistas y no llega al transportista. “El problema son las operadoras logísticas que no tienen camiones y los subcontratan. Le ponen un precio al viaje muy inferior de lo que reciben. Subvencionar el gasoil 20 céntimos es una trampa. Al día siguiente te bajan el precio del viaje esos 20 céntimos”. Nieto, hijo y sobrino de transportistas, se enciende cuando se tilda la protesta de ideológica. “No soy de extrema derecha. ¡Soy más de izquierdas que la ministra!”, dice alzando la voz mientras desfila vestido con chaleco amarillo por el Paseo de la Castellana durante la manifestación del viernes.
Capítulo 3: El mar y el campo
Javier Touza, presidente de la cooperativa de armadores de Vigo y dueño de dos embarcaciones que suelen faenar en las Malvinas, de donde traen calamar, pide retrasar la llamada unos minutos. “Estamos cargando pescado”, se disculpa. Una vez libre, explica que sus barcos, de gran altura, siguen faenando. Los pescadores que han parado son los de litoral y cerco. Hace más de dos semanas tenían que haber salido a capturar jurel y caballa. “La cuestión es que si pagan un euro el litro de gasoil y luego les dan 1,20 o 1,30 por el jurel, sale a pérdidas, por lo que prefieren estar parados”. Porque hay otros gastos: aparejos, tripulaciones o préstamos bancarios forman parte de la factura menos visible del sector. La más evidente, y de la que todo el mundo habla, es el alza de un combustible que el año pasado estaba en 40 céntimos el litro y ahora se ha disparado tras la invasión rusa.
Este jueves, los representantes de los pescadores decidieron abandonar el paro y dar un voto de confianza al Gobierno, que presentará medidas el martes. Todos salvo la flota andaluza, que sigue sin salir porque con el actual coste del gasóleo “no es rentable”. La paz social es, sin embargo, frágil. Si el plan no convence, volverán los amarres y los mercados se vaciarán. Touza concreta el paquete que espera del Ejecutivo: cree que a corto plazo debe haber ayudas directas, rebajas de cotizaciones y tasas portuarias, y préstamos bonificados.
En tierra firme, el ganadero jerezano José Mateos, que a sus 82 años sigue criando vacas (80) y cerdos (50), ve muy oscuro el futuro del campo. No encuentra trabajadores, algo que achaca a que son pocos los que hoy día quieren dedicarse a labrar la tierra o alimentar el ganado. Precisamente esa última labor se ha convertido en una pesadilla en las últimas semanas. “El pienso vale tan caro que nadie quiere engordar los cochinos. Su precio se ha desbordado”, dice con amargura. No acudió a la masiva manifestación de Madrid de este mes —que reunió a 150.000 agricultores y ganaderos, según la delegación de Gobierno— pero la respalda. “Antes se podía vivir del campo, ahora el campo vive de mí”, asegura.
Manuel Gutiérrez, administrador de la fábrica de piensos La Jara, ubicada en San José del Valle (Cádiz), que suministra a casi un centenar de ganaderos, corrobora el salto de precio. “Empezaron a subir antes, y ahora aún más con la guerra. El problema es que no se está trasladando al precio de los animales. Un cerdo blanco necesita cuatro meses de cebadero, y no se recupera el gasto”.
El precio del maíz, fundamental para alimentar al ganado, es uno de los que más se ha incrementado en los mercados internacionales porque Ucrania y Rusia están entre los mayores productores. “No hay estabilidad de precios. Llevo 30 años vendiendo piensos y esta especulación no la he visto nunca”. Las explotaciones agrícolas y ganaderas se enfrentan además a las subidas de la luz, el gasóleo o los fertilizantes.
Capítulo 4. ¿Una tormenta pasajera?
¿Ha llegado este malestar para quedarse? El catedrático Xose Carlos Arias, que acaba de publicar junto a Antón Costas Laberintos de prosperidad (Galaxia Gutenberg), un libro donde se abordan las causas de la insatisfacción con el modo en que funciona la economía, no lo tiene claro. “No sabemos si esta tormenta va a escampar en unos meses porque sus causas de fondo vayan atenuándose. En gran parte dependerá de la duración de la guerra si todo esto queda en un shock de corto plazo o deja efectos muy duraderos”. Sobre posibles precedentes, señala: “Si lo que está pasando se parece a algo que hemos visto en Europa en los últimos cinco años, es al fenómeno de los chalecos amarillos franceses”.
Hay similitudes visibles en el caso de los transportistas. La primera, estética: el uniforme de los manifestantes es el mismo. La segunda, de identificación: entre las cuentas en redes sociales que alientan las marchas proliferan algunas que utilizan el nombre de chalecos amarillos, como si de una corriente hermana se tratase. Pero también tienen en común cuestiones de fondo: ambos nacen del malestar por los precios del combustible, expresan el hartazgo de clases medias empobrecidas de provincias, y su estructura reniega del poder tradicional que representan los sindicatos y grandes patronales. “Forman parte de una larga tendencia de desafiliación partidista, sindical y asociativa”, apunta el sociólogo Pierre Blavier, autor de Chalecos amarillos. La revuelta de los presupuestos ajustados (PUF, 2021) —sin traducción al español—-.
Según Blavier, la reacción desde el poder es recurrente. “El hecho de descalificar a esos movimientos reprochándoles su supuesto extremismo (de derecha o de izquierda) es prácticamente una constante histórica en la respuesta de los gobiernos de turno”. Por último, si la marcha atrás en la tasa a los carburantes del presidente francés, Emmanuel Macron, no logró disolver las airadas manifestaciones semanales, tampoco el acuerdo del Gobierno español con las principales patronales de transportistas ha empujado de momento a la asociación minoritaria a desconvocar los paros.
Existe, sin embargo, una diferencia notable. La violencia, a veces salvaje, contra el mobiliario urbano, fue una seña de identidad innegable de los chalecos amarillos franceses, y por ahora está siendo contenida en la protesta española. El gaditano Juan Manuel (prefiere no dar su apellido), también parte de la manifestación madrileña del viernes, reivindica el carácter pacífico del movimiento. “Llevamos ya dos semanas de protestas. ¿Cuántas papeleras has visto ardiendo? ¿Cuántas marquesinas con los cristales rotos? ¿Cuántos coches destrozados?”.
El sociólogo Michalis Lianos, otro estudioso de los chalecos amarillos que se ha sumergido en las entrañas del movimiento a través de centenares de entrevistas a manifestantes, ve detrás un cambio generacional. “Las clases económicamente modestas están viendo limitada la movilidad social ascendente. Al mismo tiempo, ya no piensan en el orden social como sus abuelos o sus padres. Creen que necesitan ser escuchados y que las clases altas son responsables ante ellos, y no al revés. No aceptan ser etiquetados en ideologías prefabricadas, ni representados por líderes sindicales y políticos, ni por instituciones de ningún tipo. Recurren a la democracia directa”.
Lianos cree que para que el malestar latente tome cuerpo y se exprese, solo necesita alicientes que la evolución política y económica proporciona cada cierto tiempo, ya sea con un impuesto de más, la obligación de vacunarse y usar mascarillas, o un aumento de precios por razones geopolíticas.
Capítulo 5: Las consecuencias
La crisis energética se ha demostrado una incubadora de tensiones sociales, ambientales y económicas. Sobre las primeras, Blavier cree que el reparto desigual de los costes de la transición ecológica, uno de cuyos fines últimos es eliminar los combustibles fósiles del transporte, favorecerá el magnetismo de movimientos parecidos a los chalecos amarillos.
En cuanto a las políticas climáticas, la vulnerabilidad europea por su elevada dependencia del gas ruso abre la puerta a ser menos ambiciosos, como advierte Xavier Labandeira, catedrático de Economía de la Universidad de Vigo y experto en energía. “Si no volvemos a una cierta normalidad, es posible que tengamos que relajar algunos objetivos europeos y españoles, y que veamos situaciones poco concebibles hace meses, como un retorno parcial del carbón o un debilitamiento de regulaciones ambientales”.
En el flanco económico, Ignacio de la Torre, economista jefe de Arcano, se muestra optimista. Admite que la industria —que representa el 12% del PIB— puede resultar especialmente dañada, y que los sueldos no subirán tanto como la inflación, lo que provocará una pérdida de poder adquisitivo, sobre todo en las capas más bajas, con menos ahorro acumulado. Pero ve una fuerza mayor. El fin de la crisis sanitaria debería servir para contrarrestar la espiral de malas noticias impulsando el turismo y el sector servicios en general (70% del PIB español). Además, cree que los grandes programas de gasto público aprobados por EE UU (1,5 billones de dólares), China (395.000 millones), o la UE, actuarán como contrapeso.
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