Enrique Shaw, el empresario que se trabajó a sí mismo
Próximo a la beatificación que acaba de anunciar el Vaticano, el directivo de Rigolleau tuvo una vida ejemplar en la que sobresalió su creatividad para resolver problemas difíciles y la relación que logró con los sindicatos
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No fue un milagro de esos que podrían finalmente llevarlo a los altares, pero, en los tiempos que corren, se le parece bastante: dicen que en los últimos días de Enrique Shaw, el empresario argentino que el Papa está a punto de beatificar, unos 260 trabajadores de Cristalería Rigolleau, sus empleados, fueron a la clínica a donar sangre. Y que al salir no volvieron a sus casas, sino a trabajar. Que el Vaticano haya elegido anunciar la promulgación del decreto de beatificación justo este jueves, día de la marcha de la CGT contra la reforma laboral, parece una ironía divina: la vida corporativa de Shaw es un ejemplo de diálogo y convivencia entre el sector privado y los sindicatos.
“Ahora tengo sangre obrera”, bromeó él días después, al volver a agradecerles personalmente a sus dirigidos, según recuerda Adelina Humier, exempleada de Rigolleau, en el documental Enrique Shaw: una vida, un testimonio, editado por la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE), entidad que el inminente beato ayudó a fundar.
Eran tiempos políticos complicados en los que, como ahora, sindicatos y empresarios tenían mucho por discutir. “No hay que tenerles fastidio, sino comprensión”, decía él sobre los gremios según consigna el libro Y dominad la Tierra…, palabras y escritos de Enrique Shaw, una compilación de Fernán Elizalde. El argumento para semejante recomendación patronal también parece sacado del contexto actual: “Si se quiere la libertad en el campo económico, y hay que quererla, hay que aceptar las condiciones que hagan posible la libertad... -decía Shaw-. Los problemas de las empresas deben ser resueltos por los interesados, patrones y sindicatos, de común acuerdo. De lo contrario los resolverá el Estado y el gran problema del ahora presente, viéndolo en su conjunto, no es cómo defenderse de los sindicatos, sino cómo defenderse del Estado [...] La empresa libre sólo puede encontrar seguridad para su desarrollo en una democracia y la democracia no existe donde no hay sindicatos, porque su ausencia provoca tal intervencionismo del Estado que mata la libertad económica y, con ella, la libertad política”.
Shaw generaba confianza porque era un hombre íntegro. Se comportaba en Rigolleau igual que en su casa, a la que regresaba silbando y con la obligación autoimpuesta de comer con su familia y despedir con un beso a cada uno de sus nueve hijos en la cama. “Tengo un compromiso importante”, se excusaba cuando lo invitaban a algún lado de noche, y ese compromiso eran ellos. Así lo cuenta ante LA NACION Sarah, la segunda, que lo recuerda además alegre y austero.
Shaw era, antes que nada, un empresario. Formado en Harvard y en la Marina, donde se había alistado a los 14 años, y con envidiable creatividad para resolver problemas. Incluso en tiempos de ajuste, como consigna Mónica Aranda Baulero en su libro La empresa, comunidad de vida y relaciones humanas: el ejemplar caso de Enrique Shaw. Cuenta Aranda Baulero que, en un momento difícil, los accionistas de Rigolleau advirtieron que la carpintería que hacía pallets y cajones para botellas encarecía los costos del grupo y decidieron cerrarla. Nada muy distinto de lo que pasa hoy: era más barato comprarles a proveedores externos. Shaw no evita la medida, pero le encuentra una vuelta: arregla con los 300 empleados el despido, les da un préstamo para que armen una cooperativa y los ayuda a comprar un terreno frente a la fábrica. Serían ellos, mediante un contrato de exclusividad, los que proveerían de cajones y pallets a Rigolleau a precios de mercado. La idea fue un éxito: la planta bajó los costos y los obreros, ya propietarios, mejoraron sus ingresos.
Porque razonaba con criterio empresarial. Por eso hablaba siempre de “productividad”. Citaba al respecto al industrial belga Léon Antoine Bekaert, que ubicaba ese concepto en la parábola de los talentos. “Todos tienen el deber de hacerlos fructificar al máximo”, concluía Shaw, y casi ninguno de sus empleados se oponía. Ni siquiera los líderes sindicales. “Un hombre de enorme coherencia entre lo que decía y hacía -lo definió años atrás ante este diario Carlos Custer, dirigente de ATE que trabajó en Rigolleau entre 1956 y 1963 y llegó a delegado de sección-. Aunque alguna vez no hayamos estado de acuerdo, él trataba de escuchar y entender al otro. Recorría los hornos, le preguntaba a cada empleado por la familia y andaba sonriente: seguro tenía mil dificultades, pero nunca perdió la sonrisa”.
En realidad, Shaw no era ningún iluminado: su secreto estaba en ponerse en el lugar del otro. A Adelina Humier, la exempleada administrativa que opina en el documental, le llamaba la atención que fuera capaz de interesarse por los problemas de cada operario incluso si no se habían atrevido a contárselos. “Si él se enteraba, él iba”, recuerda. ¿Cómo no iba a sorprenderse por eso Ricardo Palermo, jefe de la Tesorería de la cristalería, en el momento en que con esfuerzo encaraba una obra para construirse la casa? Cuando fue a cobrar la gratificación anual que la empresa le daba habitualmente al personal, Palermo se encontró con que el monto era bastante más alto que el del año anterior. “Para una ventana más”, le explicó Shaw.
Ese temperamento no era innato. Al contrario. Sarah dice que su padre lo había trabajado porque justamente tenía la tendencia contraria. “Tengo que ser más simpático, más alegre”, escribía Shaw en su libreta, una especie de diario íntimo, durante sus años de la Armada Argentina, fuerza que lo forjó finalmente en la obediencia, algo que, dice Sarah, también le costaba mucho. “Es que tenía un carácter muy fuerte, se enojaba”, recuerda.
Es lo que dejan entrever casi todas las fotos de Shaw. Como si esa sonrisa leve y deliberada hubiera sido parte de un propósito silencioso y, al mismo tiempo, imposible de ocultar. Pasa con todo lo que viene de Dios.
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