
¿Nuevo programa ahora… o después?
La pregunta que hay que hacerse no es “qué evita pagar el costo”, sino cuánto se está dispuesto a pagar y cómo se preserva capacidad de maniobra para la siguiente decisión
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“Puedes demorarlo, pero el tiempo no”. Benjamin Franklin
Cada tanto, la Argentina se enfrenta a la misma pregunta con otro decorado: ¿conviene lanzar un nuevo programa ya o esperar a “la” fecha que promete mayor legitimidad política? La tentación de diferir es grande: nadie quiere pagar el costo de un reacomodamiento sin garantías de respaldo. Pero el costo de esperar también existe, y a veces es mayor que el de intervenir a tiempo.
Un programa económico no es una lista de deseos; es una arquitectura de equilibrios. En el corazón late un triángulo: cambiario-externo, monetario-financiero y fiscal-político. Cuando uno de los vértices se fuerza para sostener los otros dos, el triángulo pierde forma y, tarde o temprano, cruje. Eso es lo que hoy vemos: un régimen de bandas con un techo desalineado; una política monetaria errática y con una fuerte interdependencia con la deuda en pesos del Tesoro (el haber sustituido la deuda cuasifiscal del Central con deuda del Tesoro no eliminó el problema, sólo lo desplazó); y un frente fiscal que busca mantener el equilibrio, pero que opera bajo una incertidumbre política persistente. Resultado: la credibilidad se erosiona y la economía real se mueve a paso lento.
¿Por qué sí lanzar un programa ahora? Porque los anabólicos ya mostraron su efímera efectividad. Porque la presión cambiaria volvió y quemar reservas escasas sólo patea la corrección para más adelante. Porque los depositantes y los tenedores de deuda del Tesoro en pesos aún no han corrido y conviene ser proactivos antes que reactivos. Y porque en el cortísimo plazo, la política sólo promete malos titulares. El encuentro entre Milei y Trump del 14 de octubre genera expectativas de algún anuncio concreto sobre el contenido de la ayuda prometida (sobre todo después de otro tuit esperanzador del secretario del Tesoro Scott Bessent). Pero dos semanas son mucho tiempo frente a las dinámicas actuales.
¿Por qué no hacerlo ya? Porque la ventana electoral comprime márgenes. Un sinceramiento de la política cambiaria —recentrar la banda o flotar— tendría un costo nominal que el oficialismo preferiría administrar con otro clima. Porque una suba de tasas que importe reordenaría portafolios, pero generaría críticas (en mi opinión exageradas) ante un nivel de actividad que apenas respira. Porque, en el otro extremo, recurrir a controles y restricciones (el retorno del cepo) expondría aún más la debilidad del programa. Y porque, con un apoyo externo todavía en el terreno de los anuncios y de X, subsiste el riesgo de quedarse a mitad de camino.
¿Se puede conciliar? Sí, si se evita el maximalismo. Un pre-programa o un programa puente ahora podría permitir llegar a octubre sin ceder lo esencial y sin seguir acumulando inconsistencias. ¿Qué debería incluir? Primero, una señal cambiaria que quite la expectativa de ventas abultadas de reservas escasas: o ampliación/recentreo explícito de las bandas, o una regla de intervención acotada y pública. Segundo, un régimen monetario operativo: metas simples para los pasivos monetarios a un mes vista, una senda de tasas (más altas) que atenúe la caída de la demanda de pesos y un calendario de licitaciones del Tesoro que se centre en la “financiación fiscal” y no en el control monetario. Tercero, una comunicación que deje de pendular entre autobombo épico, tuits ajenos y silencio: pocas metas y pocos números (centrados en el futuro inmediato) y menos adjetivos.
Lo que enfrenta el Gobierno es un dilema en sentido estricto, no un simple trade-off táctico. Un dilema no ofrece soluciones buenas y malas, sino combinaciones distintas de costos y riesgos, hoy y mañana. Por eso la pregunta correcta no es “qué evita pagar el costo”, sino cuánto se está dispuesto a pagar y cómo se preserva capacidad de maniobra para la siguiente decisión. Porque frente a dilemas de este tipo, la racionalidad pasa por minimizar daños: asumir hoy ciertos costos explícitos para evitar otros crecientes en el tiempo (pérdida de reservas y de credibilidad), y explicarlo sin eufemismos. Importa también la secuencia: una corrección clara y perceptible es menos corrosiva que muchas micro correcciones e intervenciones; y la comunicación: reglas simples y verificables reducen el premio al testeo del mercado.
Para el después de octubre, el menú debería ser más ambicioso. Cualquiera sea el resultado electoral y cualquiera sea la magnitud y la forma en que se concrete el apoyo norteamericano, un nuevo programa debería buscar: acumular reservas sin atraso cambiario, desacoplar la gestión monetaria de la financiación del Tesoro, reconstruir una curva en pesos y anclar expectativas con reglas transparentes y, sobre todo, comprensibles. Cualquiera sea el esquema elegido (flotación libre o administrada), para que resulte creíble y duradero necesitará una secuencia: primero eliminar los controles y restricciones cambiarias aún vigentes y permitir que se corrija el precio relativo central —el tipo de cambio—, luego despejar el frente monetario (léase una política monetaria más clásica y transparente), y en paralelo diseñar un sendero fiscal verosímil y estable.
Ese set debe estar acompañado por una estrategia de deuda que evite picos y, si hay apoyo externo, que sea usado para dar certezas sobre el pago de los próximos vencimientos en moneda dura. Asimismo, para ganar consistencia y credibilidad, el Gobierno debería buscar un compromiso político mínimo que permita avanzar con leyes claves que le den solidez y sustentabilidad al programa macro (empezando por el Presupuesto 2026).
Un cambio de políticas ahora tiene costos; esperar, también. La diferencia es que la inacción los acumula. Un pre-programa que ordene expectativas hoy valdría doble: ayudaría a llegar y, al mismo tiempo, haría más sencillo y creíble un relanzamiento integral después. Si octubre trae aire financiero (desde Estados Unidos) y/o político, mejor; si no lo trae, también será mejor haber desactivado a tiempo una espiralización de resultado incierto. Entre prometer un futuro perfecto y administrar un presente difícil, conviene elegir lo segundo. La experiencia local y la literatura económica dicen lo mismo: los equilibrios no se proclaman, se construyen. Y se sostienen cuando las políticas son sanas, claras y transparentes y son ellas, y no un relato, las que mandan.






