¿Qué tienen en común los cachorros, las princesas de Disney y la capacidad humana de aprender durante toda la vida?
El hecho de sentir ternura ante rostros juveniles está vinculado con las posibilidades de aprendizaje; fuimos “hackeados” para cuidar y aprender, y esa combinación nos permitió evolucionar
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Quienes crecimos con las primeras películas de Star Wars recordamos al viejo y sabio Yoda, el mentor de Luke Skywalker en su camino Jedi. Décadas después, en una serie de la saga, apareció un bebé de la misma especie, que inicialmente no tenía nombre oficial y fue bautizado por internet “Baby Yoda”. Y acá pasa algo interesante. Si le mostráramos imágenes de ambos personajes a alguien que no conoce la franquicia, sin duda esa persona podrá identificar al instante que uno es un bebé (o un cachorro muy joven), mientras que el otro es un anciano. ¿Qué ven nuestros cerebros para reconocer la edad de algo que ni siquiera es un ser real?
Algo de esto fue discutido por el gran biólogo evolutivo y divulgador de la ciencia Stephen Jay Gould, en su ensayo “Un Homenaje Biológico a Mickey Mouse”, que forma parte de su libro El pulgar del Panda. Allí, analizó cómo, en 50 años, Mickey cambió tanto en apariencia como en comportamiento. En sus primeras apariciones, Mickey era pícaro, algo travieso y, además, lucía más adulto (y ratonil). Con el tiempo se volvió más amable y simpático, y su diseño evolucionó en consecuencia. Según Gould: “A medida que Mickey empezó a comportarse mejor a lo largo de los años, su aspecto se volvió más juvenil. Las medidas de tres etapas de su desarrollo muestran mayor tamaño relativo de la cabeza, ojos más grandes, y cráneo aumentado, todas características de la juventud”.
Cuando vemos una cabeza grande en relación al cuerpo y ojos que ocupan gran parte de la cara, nos damos cuenta de que estamos ante un cachorro, se trate de un gato, un caballo o incluso un pajarito. Esto afecta nuestro comportamiento, que se vuelve menos agresivo y más de cuidado. Cuando identificamos a un individuo como un cachorro, nos da ternura, ganas de protegerlo, abrazarlo (¡y decir awwwww!). Esto no es más que un proceso evolutivo que favorece la supervivencia de nuestra especie haciendo que cuidemos de nuestros bebés hasta que sean capaces de valerse por sí mismos (y un poco más, también).
Incluso después de una larga gestación, los bebés humanos nacemos bastante inmaduros. Una jirafa puede pararse media hora después de nacer y en poco tiempo ya puede galopar a la par de su madre. Todos los cachorros son frágiles, pero nosotros lo somos más. Un bebé humano tarda más de un año en aprender a caminar y necesita años de cuidados por parte de los adultos antes de poder ser relativamente autónomo. Esa vulnerabilidad inicial parece un punto débil, pero, considerando que tan mal no nos fue en esto de dominar el planeta, ¿no habrá fortalezas asociadas a esto, que compensen esa debilidad?
A lo largo de la vida, vamos perdiendo las características de la juventud. Nuestros cuerpos crecen más rápidamente que nuestra cabeza, que en proporción ahora queda más pequeña. Nuestros rasgos se vuelven más angulosos y los ojos más pequeños dentro de la cara. Pero, si analizamos nuestros cambios evolutivos a lo largo del tiempo, los humanos nos fuimos volviendo progresivamente “infantiles”: cabezas grandes en relación al cuerpo, caras planas y menos vello corporal. Tanto las especies ya extintas de homínidos, como los chimpancés y demás primates actuales, en sus formas adultas tienen proporciones “más adultas” que las nuestras.
Esta “juvenilización” progresiva es un fenómeno evolutivo llamado neotenia, e implica la conservación del estado juvenil en el organismo adulto en comparación con los ancestros u organismos cercanamente emparentados. Como Mickey Mouse, los humanos somos neoténicos: cambiamos menos entre bebé y adulto que lo que lo hacen otros primates.
El poder de la apariencia juvenil
La industria del entretenimiento y el diseño saben aprovechar esta respuesta biológica. Las princesas de Disney, por ejemplo, se fueron volviendo más neoténicas con el tiempo. Blancanieves y Cenicienta, protagonistas de las primeras películas, tienen proporciones más adultas comparadas con Elsa de Frozen o Moana, que lucen cabezas más grandes y ojos más prominentes.
Por otro lado, los villanos suelen tener rasgos opuestos: caras angulosas, ojos pequeños y proporciones que evocan más a un adulto que a un joven. Esta diferencia en el diseño visual refuerza inconscientemente la narrativa: los héroes son tiernos, vulnerables y dignos de cuidado, mientras que los villanos lucen menos accesibles y despiertan desconfianza.
El diseño de objetos también recurre a esta estrategia. Autos como el Escarabajo de Volkswagen, con formas redondeadas y compactas, inspiran familiaridad y simpatía. En cambio, diseños más angulosos y estilizados, como los de vehículos deportivos, evocan sofisticación, pero también distancia emocional.
Debido a nuestra neotenia, nuestra infancia es larga y, cuando nos volvemos adultos, maduramos menos que otros mamíferos. ¿Dónde están las ventajas evolutivas que compensan esta aparente desventaja? Este rasgo neoténico no solo afecta nuestra apariencia física, sino también la capacidad cognitiva.
Mientras que otros mamíferos tienen cerebros rígidos que limitan su capacidad de aprendizaje, los humanos conservamos una flexibilidad cerebral durante toda la vida. Esto significa que seguimos siendo capaces de aprender, adaptarnos a nuevos entornos y crear soluciones innovadoras. La neotenia nos dio cerebros que permanecen jóvenes, abiertos al cambio y a la exploración.
Esta capacidad de aprendizaje continuo fue fundamental para nuestra supervivencia. Mientras otros animales dependen de instintos y conductas predeterminadas, los humanos podemos inventar herramientas, desarrollar culturas complejas y transmitir conocimientos de generación en generación a través del lenguaje. Nuestro cerebro es, en esencia, una máquina de aprendizaje perpetuo.
La capacidad de sentir ternura ante rostros juveniles y la posibilidad de aprender durante toda la vida no son fenómenos aislados. Ambos están profundamente conectados. Sentir apego por lo juvenil no solo asegura la supervivencia de las crías, sino que también fomenta el aprendizaje social y cultural.
Los humanos no solo cuidamos a nuestros propios hijos; también sentimos ternura por los hijos de otros, por los cachorros de otras especies y hasta por personajes ficticios como Baby Yoda o Mickey Mouse. Esta capacidad de establecer vínculos afectivos más allá de nuestra descendencia directa es una de las bases de nuestras sociedades complejas.
Al final, sentir ternura y ser inteligentes son dos caras de la misma moneda. Evolutivamente, fuimos “hackeados” para cuidar y aprender, y esa combinación nos permitió no solo sobrevivir, sino prosperar. Una jirafa puede galopar al poco tiempo de nacer, pero un humano puede crear lenguajes, construir civilizaciones y soñar con las estrellas.