Educar también en civismo
Desde lo más alto de la pirámide de poder deberían darse ejemplos de tolerancia y respeto para la formación de ciudadanos responsables como actores y partícipes de la vida en sociedad
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La educación cívica forma ciudadanos (del latín, civis). De ese modo, estos adquieren conocimiento del sistema institucional, de los derechos y obligaciones que los asisten y de las formas de participación en el debate público y la vida política. Que la ciudadanía acceda a una clara formación cívica es indispensable, tanto para asegurar la convivencia social y el respeto de las instituciones como para elegir a gobernantes consustanciados con la sacralidad de los límites del poder y los derechos y libertades ciudadanos.
Desde las reformas educativas de los 90, las horas de clase dedicadas al conocimiento de la historia y de la instrucción cívica en la Argentina se han reducido drásticamente y, como consecuencia, ha ocurrido otro tanto con la calidad de los contenidos. Se supone que nuestros educandos reciben una enseñanza básica, impuesta por la legislación en vigor, distribuida en reducidas180 horas de clases a lo largo de cada ciclo lectivo. Se supone mal. Atienden muchas menos horas a raíz de diversas razones y, en particular, por la desaprensión con la que dirigentes sindicales fuerzan a menudo a los docentes de escuelas públicas a mantenerse ausentes de las aulas. Es inevitable que esto se refleje, como sucede año tras año, en pruebas y evaluaciones educativas de índole internacional. Nuestros alumnos quedan relegados en relación con los de otros países y, más doloroso aún, respecto de los chicos de numerosos países latinoamericanos. Perdimos, también en esto, la primacía regional que nos enorgullecía en el pasado.
No ha sido ajena a tan lamentable cuadro, en uno de los aspectos más sensibles para el desarrollo de la Nación, la transferencia de la educación media a las provincias, incluida los profesorados. El Estado nacional se despojó hace décadas de responsabilidades que debieron haber sido intransferibles en educación y salud, depositándolas en jurisdicciones locales incapaces, como en la situación patética de algunas provincias, de generar por sí mismas no más del diez por ciento de los gastos totales en que incurren. Dilapidan bastante más de lo que saben o pueden producir por sus propios medios merced a recursos provenientes del Estado nacional, enredados en algún caso, además, en corrupción generalizada en cuyo entramado se eternizan gobernantes más apropiados por su estilo para regímenes monárquicos o feudales que para repúblicas.
A la relevancia de la educación cívica en la formación del ciudadano en cuanto a sus responsabilidades como actor y partícipe de la vida política, se suma la tarea de preparar elencos dirigenciales. Cuando esa educación cumple sus loables propósitos promueve la consideración mutua que debe imperar entre los actores del espacio público para una mejor calidad de vida de la población.
Respetar los derechos de todos en cuestiones aparentemente menores, como pueden ser el volumen de una música, la disposición de la basura en las calles o el destino de colillas de cigarrillos dispersadas al voleo, tanto como la observancia de las normas de tránsito, son actitudes que deben contemplar también la amabilidad recíproca en el trato urbano. Hoy, no es así, como derivación de una educación popular más resentida de lo conveniente.
Entre quienes ocupan posiciones, tanto en el Gobierno como en la oposición, suele percibirse un desconocimiento mayúsculo de la Constitución nacional, no solo de su articulado, sino también del espíritu convocante de esa ley a la armonía y a conformar una voluntad generalizada de converger hacia un destino común
Por la suma de los detalles se puede juzgar la madurez o liviandad del carácter dominante en una sociedad. No todo lo que importa en la vida societaria tiene la entidad que reclama la solución pacífica de conflictos o controversias que advierten sobre el grado de convivencia civilizada en el mundo en un momento de su evolución. Incluso, por hechos manifiestamente menores se juzga la madera de que estamos configurados individual y colectivamente.
Entre quienes ocupan posiciones tanto en el gobierno como en la oposición suele percibirse un desconocimiento mayúsculo de la Constitución nacional no solo en cuanto a su articulado, sino también al espíritu convocante de esa ley a la armonía nacional y a conformar una voluntad generalizada de convergir hacia un destino común.
Históricamente, los agrupamientos humanos y lo que conocemos como civilización demandaron el diseño de estructuras políticas y el establecimiento de nuevas normas de convivencia cuando grupos de familias pasaron del estado tribal a adueñarse de espacios más amplios. Más tarde, fue el turno de la transfiguración de esos espacios cercados y pronto amurallados para protección frente a la barbarie, precisamente antónimo de civilización y de cultura que surge y se desarrolla en las ciudades. Es desde las ciudades que se inició la formación de los Estados, y luego, de reinos e imperios que fueron conformando la evolución del mundo.
Fue en las ciudades donde floreció la cultura cívica, donde se crearon las universidades que promovieron el pensamiento intelectual y las ideas de libertad, de mejora social y de fomento de la ilustración y el humanismo. Con la creciente urbanización y las megaciudades que de un tiempo a esta parte parecen suscitar más que problemas de seguridad, problemas de defensa nacional, llegaron otras novedosas tecnologías que facilitan el acceso masivo a la información y su democratización en términos desconocidos en el pasado.
Esas tecnologías han promovido en grado igualmente desconocido la difusión de falsedades y mensajes violentos que han contribuido, junto al abandono de muchos padres y educadores de la misión de impartir enseñanzas, tanto al deterioro del lenguaje como a la capacidad de convivir en armonía. Una discusión barrial o un enfrentamiento en el tránsito, el reclamo escolar frente a una mala nota, o una demora en la atención hospitalaria, muchas veces terminan en incidentes violentos. Hay a menudo agresiones físicas con heridos y muertos. ¿Qué nos pasa? ¿Dónde está la palabra rectora de las academias, de la política, de las familias en reclamo y cumplimiento de reglas sobre comportamientos que quebrantan las bases naturales de una sociedad debidamente organizada?
El ejemplo por seguir debe comenzar bien por arriba, por el jefe del Estado. Avalar el lenguaje soez, calumnioso, amenazante de las escuadras de trolls refleja un deterioro pavoroso de la cultura cívica argentina
El respeto por las formas, no solo por la sustancia de los actos y las decisiones, es esencial en el cuidado de la calidad institucional. Es responsabilidad de quienes ocupan las más altas funciones conjurar el insulto frecuente a las fuerzas del orden, a miembros del Poder Judicial, al Congreso y, por igual, a periodistas llamados a desempeñarse en coberturas de hechos en la calle. No debe haber situación alguna en que un funcionario, magistrado o legislador utilice lenguaje impropio, mucho menos de ambientes prostibularios que no hacen más que degradar sus investiduras.
El ejemplo por seguir debe comenzar bien por arriba, por el jefe del Estado. Avalar el lenguaje soez, calumnioso, amenazante de las escuadras de trolls refleja un deterioro pavoroso de la cultura cívica argentina. El anonimato multiplica en las redes sociales la gravedad social de las injurias, falsedades, calumnias, insultos y cualquier tipo de expresiones que denoten intolerancia.
Fallos judiciales que contrarían a la Constitución nacional o a las leyes superiores de provincia y los avasallamientos a los derechos de los ciudadanos revelan, incluso entre quienes cursaron la carrera de Derecho, un preocupante desconocimiento del orden constitucional. Nunca más vigente que ahora la sabia advertencia de Carlos Santiago Nino en su libro Un país al margen de la ley sobre la falta de civismo y ética de numerosos funcionarios públicos. Y lo peor: eso es parte de una mancha que se extiende por estratos del Poder Judicial.
Fiscales que no investigan, jueces que demoran indefinidamente las causas o redactan exprofeso mal los exhortos, pidiendo información a Estados extranjeros en causas de corrupción para pretextar que ante la falta de respuesta no pueden proseguir la investigación, son señales nefastas y también de ausencia de civismo y retroceso que ha sufrido el país durante largo tiempo.
Es imperioso que se encaren en hogares y escuelas lecciones de civismo en la formación de las nuevas generaciones. A fines del siglo XIX el notable estadista riojano Joaquín V. González impulsó el estudio de la instrucción cívica en los colegios secundarios. Escribió de tal manera el Manual de Instrucción Cívica y el Manual de la Constitución, libro destinado en principio a los alumnos de nivel secundario, pero por cuya relevancia intelectual terminó siendo de gravitación en la universidad, en la doctrina judicial y en fundamentos jurídicos de propuestas legislativas.
Urge, así las cosas, estimular lecciones ciudadanas como las del autor de El Juicio del Siglo, el memorable balance hecho por el gran riojano en las páginas de LA NACION al celebrarse en 1910 el centenario de Mayo.
