Fantasmas en el auditorio platense
En el “mundo diferente” de Cristina Kirchner, podría prescindir de pelear contra la Justicia para evitar el oprobio de una tobillera electrónica
LA NACIONEmbelesados, los militantes que llenaron el auditorio del Teatro Argentino de La Plata tomaron prolija nota del venturoso presagio formulado por Cristina Kirchner desde la cátedra teatral durante su clase magistral de teoría política y relaciones internacionales.
Se “viene un mundo diferente”, advirtió, al destacar la gravitación de China en el acuerdo impensado entre Arabia Saudita y la República Islámica de Irán, dos potencias enfrentadas por sus opuestas versiones de islamismo. Sin embargo, esa sabia advertencia no parece proponer una pragmática inserción de la Argentina en el mundo, sino más bien aplaudir el abandono de las “vetustas” democracias liberales, superadas por “modernas” hegemonías de variado signo.
Su predicción sugiere la decadencia de Estados Unidos como potencia mundial, nación a la que atribuye, como el Grupo de Puebla, todos los males de América Latina. “Si me pasa algo, nadie mire hacia el oriente, miren hacia el norte”, advirtió hace casi una década. Y el dúctil Sergio Massa, a punto de viajar a Washington buscando ayuda del gobierno demócrata y dinero del FMI, no dudó en aplaudir la epifanía de su preceptora por “plantear con cabeza nueva un mundo nuevo”.
Hace tiempo que Cristina Kirchner envió al cajón de los trastos viejos al barón de Montesquieu y su concepción de república con división de poderes. Según ella, una antigualla de la Revolución Francesa, cuando no “existía la luz eléctrica”. Pero ese principio adoptado por la Asamblea Nacional en 1791 copiaba la Constitución de Estados Unidos de 1787 y duró tanto como la cabeza del rey sobre sus hombros. Francia tuvo que esperar hasta 1870 para lograr una república duradera, después de nuestra Constitución de 1853. En Estados Unidos aún rige, sin flaquear.
A pesar del riesgo populista que acecha a todas las democracias, podemos ser optimistas. La ominosa predicción de la vicepresidenta atacando a las democracias liberales no tiene sustento científico ni ideológico, pues ella tiene gustos burgueses y no quiere cambiar el mundo ni mucho menos su mansión en El Calafate
La reforma de aquella para elegir jueces mediante voto popular fue otra aspiración que, afortunadamente, la catedrática no logró imponer. Como plan alternativo, impulsó en el Senado el payasesco proceso contra la Corte Suprema de Justicia, un mamarracho que demuestra la sumisión de las provincias más pobres a sus designios. Un buen ejemplo de lo que ocurriría con los jueces si integrasen listas partidarias, pues, sin independencia de los tribunales, no existe el Estado de Derecho. Sin revisión judicial de constitucionalidad, el Poder Legislativo tendría la última palabra respecto de sus propias leyes, y el Ejecutivo, alineado con aquel, respecto de sus propios decretos.
La pretensión hegemónica es tan antigua como las primeras formas de vida colectiva, hace 7000 años. Siempre hubo quien impusiese su mando sobre los demás, por fanatismo religioso, por convicción ideológica o por la fuerza bruta. Se han escrito libros, manifiestos, bandos y proclamas invocando superioridad racial, sociedad sin clases o liberación nacional para implantar dictaduras irrestrictas a costa de minorías.
En La Plata nadie se atrevió a contar a la oradora que ni Salman bin Abdulaziz Al Saud (rey de Arabia Saudita), ni Ali Hosseini Khamenei (líder supremo de Irán), ni tampoco Xi Jinping (presidente de la República Popular China), jamás hubiesen asistido a su disertación, pues en sus países las mujeres no dan clases de política a los hombres, y mucho menos subidas a un podio, con dedito autoritario. Ni le recordaron que allí podía despacharse a gusto porque en la Argentina hay libertad de expresión, a diferencia de Arabia Saudita, Irán o China, donde el silencio es salud y las arengas enferman. Nadie le advirtió tampoco que aprovechase bien esa oportunidad, pues, si realmente “se viene un mundo diferente”, en algún punto sus aliados de oriente le quitarán el micrófono y la mandarán a casa, a cuidar nietos.
En ausencia del rey saudita, del líder persa y del presidente chino, se atrevieron a dar su presente numerosos fantasmas del pasado, de derecha y de izquierda, para aplaudir rabiosamente cada absurda afirmación de la catedrática platense. Giovanni Gentile y Antonio Gramsci, Carl Schmitt y León Trotsky, Georges Sorel y José Antonio, Carlos Mariátegui y Charles Maurras, Ernesto Laclau y Gabrielle D’Annunzio, entre otros enemigos del pluralismo, de las libertades y de la tolerancia, volaron sobre el auditorio. Quizás alguno, para marcar territorio, hizo caer parte del techo del teatro tres días más tarde.
La democracia liberal surgió en el pequeño retazo de nuestro planeta que llamamos Occidente. En países que abrevaron del humanismo grecorromano, de valores judeocristianos y que aprendieron a vivir con tolerancia, reconociendo que cada persona es un fin en sí misma, conforme la enseñanza kantiana. Una evolución extraordinaria para acoger la diversidad en la unidad, sin imponer formas de vida a nadie, mediante reglas de juego abstractas en Estado de Derecho. Buscando el difícil equilibrio entre orden y libertad, consenso y disenso, sin gulags ni paredón.
Es la base institucional del capitalismo democrático y también de la moderna doctrina de los derechos humanos. Un sistema frágil y paradojal, pues permite que se desarrollen en su seno sus propios enemigos. Protege a quienes lo cuestionan mientras ejercen libertades inexistentes en los países que dicen admirar. Los populistas, quemando sus instituciones en la hoguera del corto plazo; los posmodernos, “deconstruyéndolas” por su origen eurocéntrico y colonizador.
Ya lo expresó el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, en su primer discurso ante el Congreso, refiriéndose a Xi Jinping y a Vladimir Putin: “Ese tipo de líderes creen que en el siglo XXI, las democracias no pueden competir con las autocracias, por el tiempo que nos demanda lograr consensos”.
Ocurrió hace apenas 300 años la democracia liberal, en una conjunción astral que se dio en Occidente y que no se verificó en otras regiones del planeta. Ni entre los aztecas ni entre los mayas ni entre los mapuches. Ni en el valle del Nilo ni del Indo ni del Amazonas ni del Amarillo, ni entre el Éufrates y el Tigris. Ni en Ulan Bator ni en Uagadugú.
Hace solamente 300 años, pero quizá, como presagia la locuaz pedagoga de Tolosa, ¿estaremos contemplando su final? Sin embargo, a pesar del riesgo populista que acecha a todas las democracias, podemos ser optimistas. La ominosa predicción de Cristina Kirchner no tiene sustento científico ni ideológico, pues ella tiene gustos burgueses y no quiere cambiar el mundo ni mucho menos su mansión en El Calafate.
Lo que aborrece de Estados Unidos es la independencia de su Poder Judicial y su puritana insistencia en perseguir la corrupción sin interferencias políticas. Lo que envidia de Arabia Saudita, Irán y China es la subordinación de la Justicia al dictum del monarca saudita, del ayatollah persa y del presidente chino como parte de su cultura y de sus instituciones.
Si “ese mundo diferente” llegase pronto a la Argentina, podría desistir del circense juicio a la Corte Suprema y ordenar el archivo de sus causas penales sin el agotador trajín de las clases magistrales y de buscar fueros para evitar el oprobio de una tobillera electrónica.
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