La pobreza y la vigencia de la ley
La ausencia del “Estado presente” no puede justificar la transformación de actos ilícitos en lícitos cuando son cometidos por víctimas de la desigualdad
“Cuando se comprende todo, se perdona todo”. León Tolstoi
Durante la Organización Nacional se dictaron los códigos de fondo para que la misma ley rigiera en todo el país. Las leyes civiles dieron garantías a la propiedad y el contrato mediante la seguridad jurídica. Las leyes penales protegieron vidas y bienes mediante la seguridad personal. La Argentina prosperó y en medio siglo se convirtió en uno de los países más pujantes del planeta. La vigencia de la ley erradicó la pobreza y millones de inmigrantes aceptaron la invitación del Preámbulo constitucional.
Con el paso del tiempo, el populismo –incipiente primero y desembozado después– optó por privilegiar el corto plazo sobre el largo, mellando la vigencia de las leyes en nombre de propósitos que provocaron su fracaso. La Argentina retrocedió y en pocas décadas se convirtió en uno de los países más frustrados del planeta. El abandono de la ley nos hundió en la pobreza y miles de argentinos buscan en el exterior las oportunidades que aquí encontraron sus mayores.
El reciente asesinato de Andrés Blaquier, empresario de 62 años, casado y con tres hijos, por un tiro en el pecho que le descerrajó un menor detenido recientemente que no sería el “Lucianito” a quien se atribuía el crimen, dio lugar a que LA NACION publicase una carta escrita por su mejor amigo, donde planteó interrogantes acerca del encuentro fortuito –y mortal– entre dos personas provenientes de mundos diferentes.
El autor de la carta opinó que si creemos que el menor delincuente era la débil víctima de una sociedad desigual e injusta habría que ser indulgente con él, pues no sería él el culpable sino nuestra sociedad. El Estado debía haberle dado educación y oportunidades de trabajo, pero solo tuvo acceso a drogas y a un arma. Sin embargo, señaló que si a personas como Blaquier, que generó riqueza y trabajó para otros, lo abandona el Estado, dejando que lo maten como a un perro, nuestra sociedad no podrá funcionar.
Si la situación personal de los menores delincuentes justificase su conducta se estaría ignorando que el fin de todo sistema legal es generar incentivos para que las personas se conduzcan de manera provechosa para el conjunto. La organización de la vida en común requiere de normas generales que impulsen acciones compatibles con el bien general. Aunque se encontrasen razones para simpatizar con quien careció de oportunidades, la sociedad no puede sacrificar generaciones futuras abandonando normas previstas para ellas.
Si quienes han sufrido exclusión social quedasen exentos de reproche penal hasta tanto haya una “sociedad más justa” donde nadie carezca de educación, vivienda, alimento, salud y contención en sus primeros años de vida, esa condición precedente demolería las bases mismas de la prosperidad que únicamente la vigencia de la ley hace posible.
Nunca se logrará una “sociedad más justa” si el apego al derecho es reemplazado por la discrecionalidad y la conveniencia política. Si los incentivos dejan de alinearse de forma productiva y solo inducen manotazos de supervivencia individual, incluso el robo y el asesinato, no habrá quien invierta ni ofrezca empleo ni tribute impuestos. La improvisación y el corto plazo no generan riqueza para sufragar los costos que la educación, la vivienda, el alimento y la salud requieren como combustible del futuro.
Los países que prosperan no se desentienden de los menores delincuentes, sino que, por tener sistemas institucionales donde los contratos se cumplen y los delitos se castigan (incluyendo la corrupción pública), pueden financiar escuelas ejemplares, hospitales de calidad y servicios de excelencia. En la Argentina, créase o no, los presupuestos para educación, salud y jubilaciones son de los más altos del mundo (per cápita), pero poco o nada llega a chicos que terminan robando y matando como diversión.
No es posible suplir la ausencia de un “Estado presente” con el artificio de convalidar sus perversos resultados haciendo lícito lo ilícito. Así como se daña a la sociedad promoviendo alumnos que no han estudiado, también se la perjudica liberando presos por falta de cárceles “sanas y limpias”. Y con mayor razón se la agravia cuando se reclama la impunidad de quienes invocan lawfare a pesar de haber delinquido de forma desfachatada. No debe abandonarse la aplicación de la ley para disimular la falta de un Estado eficaz que cumpla con sus mandatos constitucionales.
Mientras la ley se tuerza, se fuerce y se encorve para acomodarse a las necesidades del populismo, el capital social de los argentinos seguirá en franco deterioro, al reemplazarse la confianza por el temor, la sospecha y la precaución. El clima enrarecido hará aumentar la seguridad privada, las rejas electrizadas y las puertas blindadas. Los vecinos, con trancas y mirillas, olvidarán su espíritu solidario y de compasión al prójimo. Los pobres serán más estigmatizados por una clase media enojada con la expansión del delito y una seguridad ausente.
A Andrés Blaquier no lo mató la injusta distribución de la riqueza, no solo lo mató la bala de un delincuente juvenil, sino un Estado cooptado por intereses de la política y sus aliados corporativos que se han apropiado de los recursos destinados a los sectores más vulnerables de la sociedad como lo señaló, entre lágrimas, el autor de la carta que evocamos.