La venganza debe cesar
Es preciso regularizar la situación de quienes están ilegal e injustamente privados de la libertad desde hace ya muchísimo tiempo
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La persecución que, con apoyo de gobiernos kirchneristas, montaron organismos de derechos humanos contra civiles y militares por hechos de los dolorosos años 70 ha continuado sembrando fragmentación y conculcando derechos y garantías de numerosos adultos mayores privados de su libertad.
Un caso paradigmático de persecución es el del doctor Jaime Smart, exjuez de la Cámara Federal en lo Penal que procesó y condenó a numerosos miembros de Montoneros, del ERP y de otras organizaciones terroristas. Como ministro de Gobierno de la provincia de Buenos Aires (1976), tenía prohibida su intervención en la lucha antisubversiva por normas nacionales y provinciales y expresas disposiciones de la Junta Militar y del Comando del Primer Cuerpo del Ejército. Detenido en 2008, fue condenado por los jueces Carlos Rozanski, Mario Portela y Roberto Falcone, integrantes de la facciosa agrupación Justicia Legítima, quienes lo consideraron partícipe necesario de desapariciones y torturas en una dependencia policial, con el pueril argumento de que el ministerio a su cargo tenía como función la provisión de recursos materiales a la policía de la provincia. El fundamento no podía haber sido más desacertado. Si bien es un absurdo que un funcionario sea condenado por el cumplimiento de sus obligaciones indelegables –en todo caso, su omisión sería lo que debería condenarse–, lo cierto es que la policía bonaerense fue puesta a disposición de las autoridades militares en lo atinente a la lucha antisubversiva, en virtud de la ley 8529 de 1975 y directivas del gobierno nacional, en forma previa a la asunción de Smart como ministro.
Esa desvinculación dispuesta por las autoridades constitucionales se mantendría vigente durante el gobierno de facto. Fue ratificada por el decreto 211/77 del entonces gobernador. Tanto la policía como el Servicio Penitenciario provinciales estaban fuera de la órbita de competencia del Ministerio de Gobierno.
En numerosas declaraciones públicas, los propios jefes militares a cargo de la policía bonaerense en aquellas épocas expresamente desligaron a las autoridades políticas provinciales de las actividades antisubversivas.
Luego de aquella descabellada sentencia, se iniciaron causas por cada unidad policial investigada y, por los mismos argumentos, Smart resultó condenado a cadena perpetua en cinco oportunidades. En 2012, tras cinco años de detención domiciliaria, se envió a Smart y a los militares y policías que eran juzgados a una cárcel común argumentando un inexistente “peligro de fuga”. La decisión involucró también al general Ibérico Saint Jean, quien por tener 90 años y antecedentes cardíacos, desplazarse en silla de ruedas y sufrir Alzheimer, contaba con diez informes médicos del Cuerpo Médico Forense que lo declaraban incapaz para enfrentar un juicio. A cinco días de llegar a la cárcel, se descompensó y murió días después en prisión preventiva en el Hospital Militar. Fueron precisamente los votos de dos de los jueces que prorrogaron la ilegal prisión preventiva de Smart, los doctores Guillermo Yacobucci y Ángela Ledesma, los que impidieron el juzgamiento de los jueces Rozanski, Falcone y Portela por la presunta violación de la disposición de la Constitución nacional según la cual “las cárceles de la nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella exija, hará responsable al juez que la autorice”.
Hoy, a los 87 años, Smart asiste simultáneamente a cuatro debates orales que lo tienen como acusado y soporta otros diez procesos en espera. En ninguno de los procesos hubo testigos ni indicios que permitieran relacionar al acusado con los hechos investigados. Imponiendo arbitrarias fórmulas dogmáticas, tales como “es imposible que pudiera desconocer”, se violaron elementales reglas de la autoría y participación criminales que exigen el conocimiento y la voluntad. Ninguna acusación, mucho menos una sentencia condenatoria, puede sustentarse en afirmaciones basadas en una supuesta responsabilidad por la detentación de un cargo y no en el despliegue de una acción punible concreta y reprochable. Las normas, leyes, decretos y reglamentos militares que los mismos acusadores invocan demuestran precisamente su ajenidad en la lucha antisubversiva, asumida en forma exclusiva y excluyente por un poder nacional jerárquicamente superior incluso al del gobernador, descartando planes secretos o accionares clandestinos en el combate a la subversión, como bien probaron otras sentencias.
Resulta imprescindible recordar que el fallo rector en la sentencia contra los comandantes de 1984 también actúa decididamente en favor de Smart, ya que, en concordancia con todo lo probado, no responsabilizó a los generales Jorge Rafael Videla y Roberto Viola por los hechos acaecidos mientras ejercieron el poder administrador del gobierno como presidentes de facto, sino exclusivamente por los ocurridos durante su desempeño como comandantes en jefe del Ejército por el dictado de órdenes de servicio militares contrarias a la ley en su carácter de jefes de esa fuerza.
Son demasiados los procesos en los que, viciados de parcialidad y sumisión a ideologismos, numerosos magistrados no solo violan los más elementales principios del derecho constitucional, penal y procesal penal, sino que también ignoran inexplicablemente la Convención Interamericana de Protección de los Derechos Humanos de las personas mayores, a la que se le otorgó –vanamente para estos justiciables– jerarquía constitucional.
Condenar a Jaime Smart por delitos de lesa humanidad solo sobre la base de normas cuyo alcance y vigencia claramente lo dejan fuera de cualquier imputación, constituye otro peligroso desvío de la ciencia penal que impacta de lleno en la seguridad jurídica. La prolongación de esta flagrante injusticia resulta explicable por el tamaño del desacierto que constituyen su procesamiento y sus condenas. Cuanto más grande es la injusticia y más perdura en el tiempo, más coraje se necesita para enmendarla. Hay mucho que reparar en este nuevo tiempo. Urge restablecer el Estado de Derecho, comenzando por regularizar la situación de quienes están ilegal e injustamente privados de la libertad desde hace ya muchísimo tiempo.
LA NACION