Nuestra debacle educativa
Las evaluaciones internacionales confirman un nuevo y peligroso retroceso de la Argentina y convierten a la educación en un derecho que se desvanece
Casi un año completo de escuelas cerradas en 2020 y una lenta reapertura en 2021, con cierres intermitentes incluidos, explican en parte el agravamiento de la situación educativa en nuestro país. Pero la Argentina previa a la pandemia ya atravesaba una crisis severa de aprendizajes. Por caso, el 72% de los chicos terminaban la secundaria sin los saberes suficientes en matemática, al tiempo que había alumnos que concluían el ciclo primario sin saber leer ni escribir.
De acuerdo con el estudio realizado en 2019 por el Laboratorio Latinoamericano de Evaluación de la Calidad de la Educación de la Oficina Regional de Educación para América Latina y el Caribe de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), que evaluó el desempeño de estudiantes de 3º y 6º grados de nivel primario en 16 países de América Latina y el Caribe, la Argentina está por debajo del promedio regional en cuatro asignaturas sobre un total de cinco.
Por su parte, según el Estudio Regional Comparativo y Explicativo (ERCE) en las dos asignaturas evaluadas en tercer grado, los estudiantes argentinos quedaron ocho puntos por debajo del promedio regional. En matemática, solo el 48,9% pudo alcanzar un rendimiento básico, mientras que en lengua apenas el 46% de los alumnos pudieron rendir en el nivel 1.
Los estudiantes de sexto grado, en tanto, pudieron alcanzar el promedio general en lectura, llegaron a los 698 puntos. Sin embargo, en matemática esos mismos alumnos quedaron siete puntos por debajo del rendimiento regional. Y los peores índices surgieron de la evaluación en ciencias naturales, en la que la Argentina quedó 20 puntos por debajo del resto de los evaluados.
Ha quedado claro lo poco que saben y aprenden nuestros estudiantes. Los resultados en matemática de tercer grado de la escuela primaria revelan que casi la mitad de los estudiantes están en el nivel 1 –el más bajo en términos de aprendizaje–; otro 25% está en el 2, y tan solo el 5%, en el nivel 4 (el más alto). Si se analizan los resultados, pero en sexto grado, se concluye que la situación es aún peor: no solo la mitad de los alumnos están en el nivel 1, sino que además cerca del 38 por ciento están en el 2, y menos del 2 por ciento alcanzan el 4.
La educación tiene repercusiones directas e indirectas tanto en el nivel de crecimiento económico de una sociedad como en el de pobreza, ya que proporciona habilidades que aumentan las oportunidades laborales y los ingresos, al tiempo que ayuda a proteger a las personas más vulnerables. Para peor, dentro del grupo de países con mayor cantidad de jóvenes que no estudian ni trabajan, más conocidos como los “ni-ni”, la Argentina ocupa el lugar 34º entre los 38 incluidas en el listado de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
No solo resultan preocupantes los resultados de las evaluaciones educativas. A esta realidad, que se denuncia de manera sostenida ya desde antes del inicio de la pandemia, hay que sumar otro mal enquistado: las acusaciones cruzadas que solo conducen a confirmar la falta de políticas de largo plazo.
Es erróneo atribuirle todo el peso del fracaso escolar al Estado. Existe una responsabilidad compartida por las escuelas, los cuerpos docentes, los sindicatos y los propios padres, que muchas veces desvían la mirada a la hora de exigir que se eleve la vara. Así lo ha destacado con su habitual lucidez el presidente de la Academia Nacional de Educación, Guillermo Jaim Etcheverry, quien fue contundente al analizar los resultados de la evaluación de la Unesco, al asegurar que responde al “desinterés de la sociedad por el trabajo y el esfuerzo’'.
El problema no reside solo en tener una mala nota. Estamos debatiendo qué tipo de futuro queremos para quienes hoy son niños y adolescentes; por ende, qué futuro vislumbramos para la Argentina.
Con los resultados en la mano, puede afirmarse que los estudiantes no obtienen hoy lo necesario para desenvolverse como adultos. Estamos criando niños y niñas desnutridos también desde el punto de vista de los contenidos, una carencia que se agrava en los estratos sociales más sumergidos. Un conglomerado de fallas que dan por tierra con la igualdad social, pero también con derechos básicos que establece la Constitución nacional. Mantener la gratuidad del acceso a una vacante, como vemos, no garantiza por sí solo la educación.
Quizás el más grave desafío pase por la cantidad de personas excluidas, por falta de educación, del universo del trabajo formal, que viven de planes sociales. Y el horizonte asoma peor ante una aceleración tecnológica provocada por la pandemia para quienes no pueden insertarse en la era digital.
En este escenario, una buena señal sería retomar el ritmo que tenían las pruebas PISA antes de la pandemia, y hacer base en sus resultados para diseñar una currícula que vaya en sintonía con lo que los alumnos necesitan para desarrollarse en el mundo actual. Del mismo modo, es de esperar que el presupuesto en educación no siga reduciéndose, tal como se proyecta en el enviado para 2022 por el Poder Ejecutivo.
Si bien la educación en la Argentina está en retroceso desde hace mucho tiempo, los últimos años dan cuenta de un peligroso agravamiento. Por ello, es imprescindible e impostergable abocarse a revertir esta situación que condiciona de manera determinante el futuro del país. Para que la educación deje de ser un derecho que se desvanece.
No hay futuro sin educación.