El discurso de guerra cultural y autoritarismo blando con el que Erdogan sacó ventaja en Turquía
El resultado de la elección del domingo demostró que el presidente es capaz de manejar las palancas del sistema político turco, al que controla
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WASHINGTON.- Hasta el día antes de las elecciones en Turquía, los analistas y comentaristas liberales de dentro y fuera del país se sentían frente a la oportunidad de un cambio de época. Tras dos décadas en el poder, el presidente Recep Tayyip Erdogan parecía debilitado: su imagen de líder competente y estable se había opacado por años de disfuncionalidad económica y por la reacción contra la pésima gestión y la corrupción que quedaron al descubierto tras el devastador terremoto que destruyó una enorme porción del sur de Turquía.
Por su parte, el líder opositor Kemal Kiliçdaroglu encabezaba firmemente las encuestas de cara a la primera vuelta electoral. Al parecer, Erdogan tenía los días contados. Después de la elección, entre los opositores cundía un desánimo palpable. Erdogan no solo no quedó detrás de Kiliçdaroglu, sino que se impuso cómodamente por casi cinco puntos y estuvo a un paso de ganar en primera vuelta con casi el 50% de los votos. Pero ahora ambos candidatos deberán enfrentarse en el ballottage del 28 de mayo, aunque para la mayoría de los expertos la permanencia en el poder del actual presidente ya es un hecho consumado. Además, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), al que pertenece Erdogan, retuvo el control del Parlamento junto a sus aliados.
Como ocurre con Benjamin Netanyahu, primer ministro de Israel, estos años en el poder le dieron a Erdogan un fino entendimiento de la forma de consolidar su ventaja electoral entre los votantes, y de cómo usar su enorme peso e influencia para lograrlo. El modelo a seguir ya quedó expuesto previamente en las elecciones de 2015 y 2018, cuando Erdogan demonizó a la oposición, fogoneó el miedo a las intenciones de esos demonios, y usó como arma el arraigado resentimiento de su base electoral nacionalista y religiosa en contra de las elites costeras de Turquía, históricamente laicas.
Cuando las aguas se calmaron, los observadores internacionales declararon que las elecciones se habían desarrollado en libertad y sin mayores irregularidades. Pero también señalaron el contexto cuasiautoritario del país: “La constante restricción de los derechos fundamentales de reunión, asociación y de libre expresión obstaculizaron la participación en el proceso electoral de algunos políticos y partidos opositores, de organizaciones de la sociedad civil y de los medios de comunicación”, evaluó la comisión liderada por la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa.
El resultado de la elección demostró que Erdogan es capaz de manejar las palancas del sistema político turco, al que controla. Durante la campaña, varios políticos opositores claves ya estaban presos o fueron perseguidos con la amenaza de inventarles causas en la Justicia. Erdogan viene llenando de incondicionales la estructura del Estado desde hace años. Y sus aliados en el sector empresario convirtieron los medios, antes independientes, en bocas de difusión del gobierno, generando un clima informativo fuertemente sesgado a su favor.
Hace años que el Partido Democrático de los Pueblos, de izquierda y prokurdo, viene enfrentando ataques selectivos y una guerra legal: sus dos principales líderes están actualmente en la cárcel, mientras que muchos de sus parlamentarios y funcionarios municipales fueron inhabilitados para competir o fueron sometidos a procesos penales con motivaciones políticas. Los candidatos del partido se sumaron a las listas electorales del Partido de la Izquierda Verde, que también enfrentó una campaña de presión respaldada por el gobierno que terminó con el arresto de algunos de sus candidatos y simpatizantes.
Cancha inclinada
“Sin duda la elección fue técnicamente libre, aunque prácticamente injusta”, escribió el veterano periodista de temas turcos, Amberin Zaman. “Erdogan ha utilizado el sistema presidencialista concentrado que impuso en 2018 con un controvertido referéndum para inclinar la cancha a su favor, castrando a los medios y convirtiendo en una escribanía el Poder Judicial y otras instituciones claves. Su vasta maquinaria de propaganda lanza mentiras sobre la oposición. Durante abril, Erdogan tuvo 32 horas de aire en la televisión estatal, en comparación con los 32 minutos que le concedieron a Kiliçdaroglu”, apunta Zaman.
“En las semanas previas a la votación, Erdogan usó otras tácticas, como darles un aumento salarial a los empleados públicos y suministro gratis de gas para los hogares”, dicen otros colegas desde Estambul. “Como los discursos del presidente tenían cobertura en todos los medios de comunicación, Kiliçdaroglu tuvo que difundir en gran medida su mensaje a través de Twitter, en discursos grabados en la mesa de su cocina, donde se refería, por ejemplo, a la economía del país”.
Más allá de haber inclinado la cancha, Erdogan también contaba con una leal base de votantes. “Los números que obtuvo desbancaron a las encuestas y pusieron de relieve el atractivo que conserva el presidente y la resonancia de su oferta política entre una base de votantes conservadores y religiosos con una fuerte impronta nacionalista”, señaló el diario The Financial Times.
Y ahora Erdogan llega bien al ballottage. “Para empezar, su coalición controla el Parlamento, y eso le permite argumentar que una victoria de Kiliçdaroglu conduciría a la parálisis política”, escribió Howard Eissenstat, académico del Instituto de Medio Oriente. “En segundo lugar, y tal vez lo más importante, es que el resultado de las elecciones muestra un auge del sentimiento nacionalista. Si bien tanto Kiliçdaroglu como Erdogan pueden reclamar esa parte del electorado con argumentos propios, el éxito de Kiliçdaroglu depende del voto kurdo: sin ellos no puede ganar, pero con ellos pierde el voto de muchos nacionalistas turcos”, apunta Eissenstat.
Hace años que Erdogan se balancea sobre esa tensa costura política. Dos décadas atrás, su gobierno impulsó importantes reformas que eliminaron las leyes draconianas que prohibían la enseñanza del idioma kurdo y reprimían la identidad kurda. Pero en los últimos años adoptó una línea nacionalista más dura, usando de chivo expiatorio a los políticos prokurdos acusándolos de simpatizar con “terroristas” y fogoneando la sangrienta contrainsurgencia contra un grupo separatista en el sureste de Turquía.
Durante la campaña Erdogan también supo canalizar el temor de los turcos religiosos a un regreso de la era del secularismo militante, impulsado durante décadas por los predecesores de Kiliçdaroglu en el Partido Republicano del Pueblo. Y esa guerra cultural pareció funcionar en el interior de Turquía, donde Erdogan obtiene la mayor parte de su apoyo. Otro factor parece haber sido la desconfianza de algunos votantes conservadores por la identificación de Kiliçdaroglu con la secta aleví, una rama mística y universalista del islamismo que en el pasado fue perseguida, ya que Turquía es una nación de mayoría sunita.
Salvo en las principales ciudades costeras, la capital y las regiones de mayoría kurda, la alianza opositora “fracasó en el resto del país”, dijo Soner Cagaptay, investigador del Instituto Washington, y agregó que en esos lugares “Erdogan satanizó el apoyo del Partido Democrático de los Pueblos a Kiliçdaroglu por su identidad aleví, para empujar al electorado a una división entre derecha e izquierda que benefició a su bloque de derecha”.
La lección que dejan los resultados de la elección es muy cruda: en este momento, en la democracia turca, y quizás en todas las democracias del mundo, la “política identitaria” le gana a todo.
Ishaan Tharoor
Traducción de Jaime Arrambide
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