Carlos Melero, la memoria del jazz
Pensemos en Dean Benedetti, el saxofonista que, a fines de los 40, deslumbrado por los asombrosos solos malabarísticos de su admirado colega Charlie Parker, comenzó a seguirlo con devoción y a grabar obsesivamente sus conciertos. O, más específicamente, cada uno de sus solos. El aporte de Benedetti a los jazzistas, y al mundo melómano, fue un legado de diez álbumes piratas, que cuatro décadas más tarde, vieron la luz a través del sello Mosaic Records. A la manera de Benedetti, el benemérito Carlos Melero –una eminencia del sonido en vivo en la Argentina– registró buena parte de su trabajo con leyendas del jazz, pero también de la música popular, el tango, el folclore y, en algunos casos, el canto lírico, conformando uno de los archivos sonoros más importantes de Sudamérica. Este mes, acompañado por el notable periodista e historiador Sergio Pujol como maestro de ceremonias, abre por primera vez sus archivos en audiciones abiertas y comentadas, en el Centro Cultural Kirchner. "No va a ser una propuesta cronológica –dice Melero–. Lo que pretendemos transmitir son los grandes momentos que pasé con la música".
El listado de esta primera tanda es sencillamente apabullante y sirve para repensar a la abultada cantidad de primeras figuras del jazz que pasaron por la Reina del Plata: las orquestas de Duke Ellington y Count Basie, el Modern Jazz Quartet; los saxofonistas Stan Getz, Gerry Mulligan, Dexter Gordon; las cantantes Carmen McRae, Sarah Vaughan y Betty Carter; los pianistas Bill Evans, el catalán Tete Montoliu, el francés Michel Petrucciani y el canadiense Oscar Peterson. Es una listado excepcional, un seleccionado de los sueños para los amantes de los bootlegs. Un tesoro impensado e inconmensurable.
"No tengo idea de cuántas horas de música tengo grabadas", dice ahora, a sus 85 años, en el estudio de su casa de La Paternal. Es un pequeño museo que incluye un piano de cola y una imponente discoteca dividida en distintos formatos (vinilos, cds, casetes). Las paredes son altas y están tapizadas hasta el techo con fotos junto con muchos de los genios con los que trabajó. De Liza Minelli a Chick Corea y Gary Burton, de Ariel Ramírez a Astor Piazzolla, de Plácido Domingo a Betty Carter, de Alfredo Alcón a Horacio Salgán, de Keith Jarrett a Montoliu. Y la lista sigue, infinita. Y atrás de cada foto hay una historia. O una cinta. "Tengo más de 60 rollos con grabaciones hechas en cinta abierta. Para poder hacer esas grabaciones, fabriqué un asiento para piano grande con un doble fondo para que entre el grabador. Curiosamente, nadie se daba cuenta", recuerda, pícaro. "Y cuando entró la tecnología del DAT se me hizo todo mucho más simple. Ahí sí que nadie se avivaba de que estaba grabando. ¡Ahí me salvé!", celebra.
No son, esas fotos, tesoros de cholulo: son testimonios de un trabajo compartido, y muchas veces están acompañadas de un autógrafo que deja constancia del respeto y el agradecimiento que manifestaron los artistas. No son, esas cintas, tesoros realizados con fines de lucro: son testimonios de una pasión, de la iniciativa de un self-made man que no solo se transformó en el decano del sonido en la Argentina, sino que construyó, acaso sin saberlo, un inconmensurable acervo sonoro.
El musiquero
A los 9 años, en su Santa Fe natal, Melero empezó a estudiar piano. "Mi gran vocación, de toda la vida, fue ser músico. Tuve el apoyo de mis padres, en todos los sentidos: me compraron un piano, me pagaron las clases con muy buenos profesores y me alentaron mucho. Incluso llegué a viajar para estudiar en Buenos Aires", recuerda. Hasta que un día se dio cuenta de que su carrera como pianista tenía un techo, y ese techo estaba muy cerca de su cabeza. Y que su rol "a favor de la música y los intérpretes", tenía que ser otro.
En ese momento, ya instalado en Buenos Aires, trabajaba en Holimar, una empresa que vendía equipos de sonido, y eran auspiciantes del concierto. "Yo trabajaba en la parte de ventas, pero me hice cargo de la amplificación. En verdad, suponía que no iba a precisar nada, que una orquesta como la de Basie en el Ópera sonaba sola. Pero Count quería un micrófono para amplificar los solos –recuerda–. No quiso ningún otro micrófono. Yo pensé que la guitarra, acústica, no se iba a escuchar nada. Pero se escuchaba perfecta. Eso demuestra qué bien que sonaba ese ensamble. En cierta forma me lucí. Y me quedé pensando en lo lindo que sería trabajar haciendo sonido".
El miércoles 19 se podrán escuchar las grabaciones de Carmen McRae (Coliseo, 1974), Sarah Vaughan (Gran Rex, 1972) y Betty Carter (Ópera, 1987). El miércoles 26, Bill Evans (Gran Rex, 1973; Teatro San Martín, 1979), Tete Montoliu (Coliseo, 1987), Michel Petrucciani (Auditorio Belgrano, 1992) y Oscar Peterson (Gran Rex, 1998).
En una pequeña crisis existencial se vio obligado a reinventarse y decidió aplicar esos conocimientos que había acumulado hasta el momento a un terreno que era bastante virgen en la escena local: la amplificación en vivo. Consiguió trabajo como sonidista en el teatro Embassy, en Córdoba y Suipacha, pero con un acuerdo particular: pidió que le habilitaran la sala para probar micrófonos durante las tardes. A esas sesiones experimentales llamaba a algunos músicos amigos. Por allí pasaron, entre otros, Ariel Ramírez, Mercedes Sosa y Jaime Torres.
"Yo ya había comprado equipos –dice–. Pero imaginate que, a fines de los 60, no había ningún lugar para formarse. Además, nunca me gustaron los estudios de grabación: yo quería hacer sonido en vivo, donde tenía la garantía de que el intérprete era ciento por ciento calidad. Así que me pasé unos ocho meses yendo todas las tardes a esas sesiones."
Después de aquella experiencia con Count Basie, y de un concierto de una obra del italiano Luciano Berio para orquesta sinfónica y coro en el Teatro Nacional Cervantes, llegó el turno de Duke Ellington en el cine-teatro Metro. "Mercer Ellington, el hijo, me decía: para mi padre, un solo micrófono. Y yo pensaba: por la forma sutil de tocar que tiene Ellington, preciso entrar un poquito más, entonces le puse abajo del piano otro micrófono. Por suerte no se dieron cuenta y la grabación salió fenómeno".
–¿Tomaste de entrada la decisión de tener el registro de todo lo que hacías?
–Yo ponía los micrófonos porque sabía que iba a grabar. Por lo general, los músicos son enemigos de poner muchos micrófonos, y tienen razón, porque en muchos casos arruinan todo. Además, los arregladores de esas orquestas eran tan buenos que casi no necesitaban amplificación. O sea, mis grabaciones no son profesionales, son de aficionado, un poco producto de la calidad y de la casualidad. Lo que pasa es que, además, los músicos eran geniales.
Sin embargo, con la visita de Weather Report, Melero recibió el diploma que nunca tuvo. El tecladista Joe Zawinul, sorprendido por el modo poco ortodoxo en que Melero acomodaba los micrófonos en el piano, le preguntó por su profesión. "Sonidista", dijo Melero. "No –replicó Zawinul–, usted es Ingeniero de Sonido". "Pero si nunca estudié nada", confesó Melero. "Entonces, usted es un Ingeniero sin título", recuerda Melero. "Así empecé y así seguí, con gran pasión. Por supuesto, en el camino fui adoptando conocimientos que me daba la experiencia y varios amigos me ayudaron, muchísimo, con sus conocimientos".
A comienzos de los 70, se asoció con Angel Itelman y, desde entonces y por más de 40 años, fueron los responsables de la amplificación en el teatro Gran Rex. Fueron, de algún modo, la garantía de calidad de una de las mejores salas de conciertos de Buenos Aires. "Al principio, había unos problemitas que se fueron arreglando –dice–. Otros, en cambio, no se arreglaron nunca. Pero el Rex era un teatro especial para justificar un buen equipamiento de sonido, porque había que poner mucha más cosas de las pensadas y distribuirlas muy bien. No te olvides que tiene más de 3000 localidades y había que hacer llegar el sonido a la última fila del super pullman".
También trabajó en el Teatro San Martín. Recuerda, especialmente, los conciertos del dúo de pianos de Jorge Navarro con Baby Lopez Fürst, del Mono Villegas, del Cuchi Leguizamón, de los hermanos Ábalos.
Pero si piensa en momentos cumbre de su carrera, Melero se emociona al recordar la presentación de Ariel Ramírez en el Carnegie Hall, de Nueva York. "Él también era santafesino. Yo iba a ver todos sus conciertos y terminamos amigos íntimos. Compartíamos charlas, música y asados con nuestras familias. A él le gustaba mucho la música clásica y Béla Bartók. Me acuerdo que también quedó fascinado con el Modern Jazz Quartet y, especialmente, con su pianista John Lewis. Giramos mucho con él y su compañía de danza. Trabajamos en el Lincoln Center, pero la gran sorpresa fue cuando tocó su Misa por la paz y la justicia en el Carnegie Hall. Fuimos con el grupo instrumental solamente, y se sumó el Coro Polifónico de la sala. Me emocioné muchísimo porque el público era cincuenta por ciento norteamericano y cincuenta por ciento latinoamericano. Fue un espectáculo muy importante, y todavía conservo una copia en casete de cromo".
–¿Y es distinto para vos hacer sonido de acuerdo con el estilo musical?
–Tuve la suerte de trabajar con muy buenos intérpretes. Pero tenía que tener bien absorbidos los distintos géneros musicales. Sé bien cómo es el jazz, cómo es el folclore, y los instrumentos que hay que destacar en la mezcla. El tango también. Por muchos años le hice sonido a la Orquesta de Tango de Buenos Aires.
–¿Y cuál es la diferencia de hacer sonar bien a una orquesta de tango o a una de jazz?
–La diferencia grande está en que la orquesta de tango tiene instrumentos débiles: hay que destacar los primeros violines, los segundos violines, la viola, el chelo. No es como en el jazz, que podés poner el micrófono ahí adelante. La viola, que es un instrumento poco conocido y que no se le da importancia, para mí es fundamental, con ese sonido medio grave. Y ahí si la aplicación del concepto de la música era muy importante.
–O sea que tenías un rol activo casi como fueras un miembro más de la orquesta…
–Yo me sentía así. Yo era un miembro de la orquesta, era un músico más. Todos decían: preguntale a Melero. Ahora, mi disfrute grande, grande, grande fue con el jazz. El jazz lo conocí un poco tardíamente, pero me gustó. Mi formación es clásica por excelencia, y el jazz lo conocí un poco tarde.
–¿Y cómo era tu vínculo con Piazzolla?
–Fue a comienzo de los 80, con el último quinteto que armó. Él era un hombre que tenía muy en claro todo lo que quería y, aparte, era muy sincero. Chistoso y a veces un poco duro, pero muy sincero. Él confiaba en mi trabajo. Me alertó sobre la gente que se iba a acercar a la consola para darme consejos y me dijo: "Ojo con esto, porque, la mujer o el pariente o el propio músico, van a ir para pedirte que subas el volumen. Vos a todos deciles que sí. Pero hacé lo que a vos te parezca". Para él, el contrabajo era fundamental.
–Le dedicaste casi toda tu vida profesional. ¿Qué es hacer sonido para vos?
–Yo diría que es simplemente que se escuche bien, nada más. Otra aspiración no tengo. Darle una mano, por lo general no es mucho, sin alterar para nada lo que estoy escuchando en la sala. Vos no podés inventar un piano Steinway de cola en la consola, eso es mentira. Yo usé siempre micrófonos de mucho nivel para trabajar en mi sonido. Mi señora me decía: «¿Cuando vas a dejar de gastar en micrófonos?» Después se fueron quedando, perdiendo, algunos nunca más se usaron.
El miércoles 19 se podrán escuchar las grabaciones de Carmen McRae (Coliseo, 1974), Sarah Vaughan (Gran Rex, 1972) y Betty Carter (Ópera, 1987). El miércoles 26, Bill Evans (Gran Rex, 1973; Teatro San Martín, 1979), Tete Montoliu (Coliseo, 1987), Michel Petrucciani (Auditorio Belgrano, 1992) y Oscar Peterson (Gran Rex, 1998).
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