
El viejo maestro de la comedia italiana
Unas pocas líneas informaron hace unos días acerca de la muerte de Fulvio Scarpelli, el célebre guionista que firmó con Agenore Incrocci, su socio durante más de 35 años, los guiones de muchos de los títulos que contribuyeron al esplendor de la commedia all’ìtaliana. Unos pocos bastarían para dar una idea del ingenio y la agudeza satírica con que ese tándem creativo retrató los vicios, las virtudes y los defectos de la sociedad italiana de los años del boom económico: Los desconocidos de siempre (Mario Monicelli, 1958), generalmente considerada la expresión más brillante que alcanzó el género; Todos a casa (Luigi Comencini, 1960); Los monstruos (Dino Risi, 1963), Seducida y abandonada (Pietro Germi, 1964), La Armada Brancaleone (Monicelli, 1966).
La comicidad era, claro, uno de sus fuertes (hubo un tiempo en que la marca Age y Scarpelli era como un sello que garantizaba risas), pero el humor no ocultaba el realismo del cuadro social. Además, en su extensa producción (120 films entre 1949 y 1985, año de su separación), sus comedias solían abrirse hacia otros terrenos, de la desacralización de la tragedia bélica (La gran guerra, Monicelli, 1959), al western spaghetti (El bueno, el malo y el feo, Sergio Leone, 1966), la tragicomedia (Celos, estilo italiano, Ettore Scola, 1970) o la sátira política (En nombre del pueblo italiano, Dino Risi, 1971). Sin olvidar, claro, aquel entrañable díptico de Scola –Nos habíamos amado tanto (1974) y La terraza (1980)–, retrato de una generación comprometida con el destino de su país y atrapada entre los sueños y el desencanto.
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Nacido en 1919 (el mismo año que Incrocci, ya fallecido), Scarpelli tenía profunda noción del valor del habla popular y ese era el vehículo del que se servía para captar el espíritu de la época. Era un hombre refinado y de una gran cultura: solían referirse a él como el profesor de los guionistas. Hijo del fundador de un periódico humorístico romano, se inició, como Fellini, en el dibujo, la caricatura y la viñeta. En ese medio donde habrá ejercitado su mirada satírica, se vinculó con Incrocci y nació la sociedad: uno se redujo el nombre, el otro lo suprimió.
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Se iniciaron con Totò en 1949: fueron diecisiete películas hasta 1962 (entre ellas Totò le Mokò, la primera, y Risate di gioia, la única que el gran actor napolitano filmó con Anna Magnani). En el período de oro del cine italiano formaron parte sustancial de ese equipo de cracks (libretistas, directores, actores) que fotografiaron la realidad italiana desde todos los ángulos. Con intención satírica y a veces muy corrosiva, pero conservando siempre una mirada humanitaria y comprensiva hacia sus criaturas.
Tras la separación, la carrera de Scarpelli continuó. Y cómo: La familia (Scola, 1987): El cartero (Michael Radford, 1994) o Celuloide (Carlo Lizzani, 1995) son títulos bien recordados de esa etapa en la que también empezó a colaborar (o más bien: a compartir los secretos de su oficio) con cineastas jóvenes como Francesca Archibugi o Paolo Virzì. Y aún queda por conocerse un último aporte suyo al cine: para Christine Cristina, el film con el que debuta como directora, Stefania Sandrelli lo quiso como supervisor del guión.
Tal vez no quería sólo la garantía de su firma sino, sobre todo, el respaldo de un maestro.
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