Jojo Rabbit reedita una polémica: cómo reírse del horror del nazismo
"¿Es permisible reírse de cualquier cosa? ¿Podemos reírnos de Dios?", se pregunta el bibliotecario ciego Jorge de Burgos en El nombre de la rosa y nos lo volvemos a preguntar nosotros a partir del estreno de este jueves de Jojo Rabbit. El hecho de que estas preguntas sean puestas en boca del villano de la historia nos sugiere que la respuesta es afirmativa. La risa es liberadora y catártica, "mata el miedo" –tal como teme el propio Jorge– pero también destruye, rebaja y humilla. En consecuencia, solo puede funcionar bien en una dirección, la que va del débil hacia el fuerte, dado que en sentido contrario resulta una forma de bullying. Las dos preguntas del comienzo, entonces, no son la misma y las respuestas tampoco: sí, podemos reírnos de Dios, dado que en esa relación somos los más débiles; y no, no podemos reírnos de cualquier cosa. Todos tenemos algo intocable.
A la vez, una de las características centrales del humor es la transgresión: el bufón dice lo que nadie más en la corte puede decir. El comediante que nunca transgrede la regla anterior resulta tribunero y demasiado políticamente correcto; aquel que no hace más que transgredirla, un provocador vacío.
El humor más efectivo es el que logra transitar sobre esa delgada línea: se burla de aquello de lo que no hay que burlarse y, en ese gesto, no reafirma el poder de los poderosos, sino que logra subvertirlo. Este es también el humor más polémico porque hace un bucle que no todos estas dispuestos a seguir. Cuando Sarah Silverman hace chistes sobre la violación ("Me violó un doctor, lo que no deja de ser una experiencia agridulce para una chica judía") no está humanizando ni excusando a los violadores, sino criticando, desde adentro, un estereotipo al que viven atadas muchas mujeres. Sin embargo, es recurrente la objeción de que no hay justificación alguna para hacer chistes con el dolor de una víctima ya que normaliza el horror y revictimiza a los damnificados. Todos estos problemas aparecen en cada intento de crear humor con el Holocausto, como ocurre con Jojo Rabbit, la comedia de Taika Waititi que llega hoy a los cines argentinos como una de las protagonistas de la temporada de premios en Hollywood.
Satirizar al enemigo
Las comedias sobre nazis menos polémicas son las que fueron hechas durante la Segunda Guerra Mundial. En la guerra es totalmente lícito satirizar al enemigo: empezar a derrotarlo con la armas que da el humor antes que en el campo de batalla. La primera sátira del nazismo fue un episodio de Los tres chiflados, titulado "You Natzy Spy" (traducido en nuestra TV como "Yo espía nací"), estrenado antes que El gran dictador. En este corto de 18 minutos, los ministros del reino de Moronica derrocan al rey y ponen en su lugar a tres albañiles no muy brillantes (Moe, Larry y Curly), porque suponen que podrán manejarlos a su antojo. Pero éstos resultan incluso demasiado estúpidos para ser títeres y pronto se vuelven dictadores fascistas. Tras un altercado con un espía, se produce una revuelta que los expulsa del palacio de gobierno y terminan devorados por leones. "Cualquier parecido con la realidad sería un milagro", advierte una placa al comienzo del episodio.
Ese es el modelo que iban a seguir todas las comedias de la época: Hitler y sus esbirros son irreparablemente idiotas, bufones a los que el rol del dictador global les queda demasiado grande y, por todo esto, fácilmente reemplazados por impostores. Otras comedias familiares de la época hicieron su aporte anti nazi, aunque están mucho más cerca de la propaganda bélica: Disney realizó un corto llamado El rostro del Führer (1943), en el que Donald sueña que trabaja "48 horas al día" en una fábrica de municiones nazi; afortunadamente cuando se despierta descubre que sigue a salvo en los Estados Unidos. Más contundente, Looney Tunes produjo El soldado Lucas (1943), en el que, acaso anticipando a Bastardos sin gloria, el célebre pato hunde el cráneo de Hitler de un martillazo.
La más célebre de las parodias sobre el nazismo es El gran dictador (1940), escrita y filmada antes de la invasión nazi a Polonia. Charles Chaplin tuvo la idea del film tras ver el documental nazi El triunfo de la voluntad (1935), de Leni Riefenstahl, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, en una función organizada por Luis Buñuel. Al parecer, mientras el resto de la audiencia –que incluía a otros realizadores como René Clair– se aterraba ante el despliegue de fuerza que mostraba el film, Chaplin se reía a carcajadas de los gestos de Hitler y comenzó a imitarlos apenas terminó la proyección.
En su película interpreta a un barbero judío que vive en un ghetto de la nación imaginaria de Tomaina, comandada por el dictador Adenoid Hynckel (también Chaplin), su doble idéntico. Hynckel es un autócrata payasesco que se pelea con el líder de la república de Bacteria, Benzino Napaloni, arrojándose platos de comida y, en la escena más famosa, baila con un globo terráqueo mientras sueña con la dominación total. Por una serie de confusiones, el dictador y el barbero intercambian roles y éste último, en los zapatos de Hynckel, en lugar de comandar una invasión da un apasionado discurso por un mundo que olvide la codicia y el odio y sea regido por la razón.
A pesar de que ésta fue la película más exitosa del realizador, no estuvo exenta de críticas que, en general, apuntaban a que a través del humor humanizaba a los nazis. Chaplin mismo acordó con esta objeción en su autobiografía de 1964, en la que aclaró que si hubiera sabido lo que pasaba en los campos de concentración no habría filmado El gran dictador: "Nunca habría hecho una comedia sobre la locura homicida de los nazis", escribió.
Aunque Ser o no ser (1942), de Ernest Lubitsch, fue mucho menos exitosa y mucho más criticada por querer encontrar humor en el Tercer Reich que la película de Chaplin, hoy es considerada la mejor sátira del nazismo. Josef Tura (Jack Benny) es un actor ególatra de Varsovia que, mientras intenta evitar que su mujer María (Carole Lombard) lo engañe con un atractivo aviador, queda envuelto en una trama de espionaje en la que ocupa el lugar de un espía nazi. A pesar de los disfraces, la película no se apoya en el slapstick (comedia física) sino en la brillantez de sus diálogos. "¿Conoce al gran actor Josef Tura?" pregunta un Tura disfrazado a un coronel nazi, buscando un elogio. "Por supuesto", responde el coronel, "Lo vi en Hamlet. Le hizo a Shakespeare lo mismo que nosotros le estamos haciendo a Polonia". Con los bombardeos a Varsovia frescos en la memoria, estos intercambios hoy clásicos fueron considerados de pésimo gusto.
La revelación de los horrores del Holocausto hizo imposible, tras el fin de la guerra, hacer comedias con nazis. Recién unos 25 años después, Mel Brooks volvió a intentarlo en Los productores (1967), una farsa sobre dos agentes teatrales que necesitan un fracaso y, para ello, montan una comedia musical llamada Primavera para Hitler. A pesar de que la obra es una sincera carta de amor al nazismo, el público la toma como una parodia y resulta un éxito.
Este tema se vuelca sobre la película misma, ya que bien podría haber sido demonizada por sus canciones pronazi y sus números musicales con esvásticas. Sin embargo, fue un éxito que generó una obra teatral y una secuela en el cine. Aunque Mel Brooks hizo una mediana remake de Ser o no ser en 1983, solo recientemente Hitler fue rescatado por el cine como personaje de comedia.
En 2015 se estrenó Ha vuelto, un falso documental alemán que, quizás siguiendo la primera escena de Ser o no ser, se pregunta qué pasaría si Hitler caminara hoy por Berlín. También un poco como Borat, la película combina gags guionados con reacciones reales de personas que se encuentran con Hitler en la calle: algunos sonríen, otros se sacan selfies, otros lo insultan y otros alzan el brazo en un saludo nazi. Si bien no se trata de una encuesta, puede funcionar como un catálogo de las reacciones que provoca el autoritarismo en la actualidad. Jojo Rabbit es la historia de un niño de las juventudes hitlerianas que tiene un amigo imaginario que es... Adolf Hitler.
La película presenta a un Hitler infantilizado, pero no por ello menos cruel. Si bien expresa un punto de vista claro –el nazismo solo puede ser aceptado por alguien que tenga la mentalidad de un niño– replantea si, a pesar de que es muy evidente quiénes son los malos en el film, el humor pueda trivializar el autoritarismo en un momento en que los populismos nacionalistas están en alza.
Sobre el final de Ha vuelto, el Führer se pasea por una manifestación real de neonazis y reflexiona: "Puedo trabajar con esto". El humor puede funcionar como un arma pero también, con su recurrencia, contribuye a desgastar el rechazo al autoritarismo. Como dice Woody Allen en Manhattan, "Una pieza satírica está bien, pero contra los nazis es mejor llevar un bate de béisbol".
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