El clásico de Shohei Imamura fue un éxito comercial a su estreno en la Argentina en 1998 y, muchos años después, sigue deslumbrando por su capacidad de contener en esta historia mínima romance, violencia, amistad, flamenco, naturaleza y mucho más
Cuando se dice que Akira Kurosawa fue el más “occidental” o el más reconocido de los directores japoneses en Europa y los Estados Unidos no se tiene en cuenta un dato clave: entre el muy reducido grupo de cineastas que ganaron dos veces la Palma de Oro en Cannes hay un solo asiático y es justamente japonés, pero no es Kurosawa sino Shôhei Imamura. El resto de los que ganaron dos veces el premio más importante del mundo de los festivales son Francis Ford Coppola, Alf Sjöberg, Bille August, Emir Kusturica, Jean-Pierre Dardenne & Luc Dardenne, Michael Haneke, Ken Loach y Ruben Östlund. Imamura ganó su primera Palma de Oro con La balada de Narayama, en 1983, y la segunda en 1997 con la película que nos ocupa, La anguila (Palma de Oro que fue compartida con El sabor de la cereza, de Abbas Kiarostami).
Tanto El sabor de la cereza como La anguila se estrenaron comercialmente en la Argentina en 1998, en esos años finales del siglo XX en los que hubo una suerte de oasis de diversidad en la cartelera. El sabor de la cereza fue un éxito rutilante, con una cantidad de espectadores que batió récords para una exhibición que empezó con una sola copia; por su parte, La anguila no llegó a esas cifras pero fue bien recibida por el público, lo que ayudó seguramente a que la siguiente película del director, Dr. Akagi, también tuviera estreno comercial local al año siguiente.
Imamura se formó profesionalmente en la época fuerte del sistema de producción de películas en Japón de los años cincuenta; fue asistente de Yasujiro Ozu y de Yuzo Kawashima, y su debut como director fue en 1958, nada menos que con tres largometrajes estrenados en un solo año. Nunca más volvería a ser tan prolífico, aunque su producción de una veintena de películas hasta principios de este siglo solamente se vio interrumpida por un período más o menos extenso entre 1989, año de Lluvia negra (no confundir con la homónima y también de 1989 de Ridley Scott) y 1997, año de La anguila (Unagi en japonés, The Eel en inglés).
Es una costumbre demasiado frecuente llamar “maestro” a casi cualquier director de cine japonés con décadas o incluso lustros de trayectoria, y -curiosamente, o por alguna cuestión de diferentes automatismos geográficos- no suele pasar lo mismo con directores igualmente veteranos de otros orígenes, así que aquí intentaremos no caer en ese uso y abuso. Por otro lado, la expresión “obra maestra” para referirse a muchas películas también suele usarse con demasiada liviandad, a veces confundiendo persistencia en la memoria colectiva con calidad y/o maestría del artista. Pues bien, Lluvia negra de Imamura es una obra maestra, y La anguila es no solamente una obra maestra sino una obra maestra múltiple, o varias demostraciones magistrales unidas en una película que hace latir al cine y también a la vida. La anguila es una de las grandes obras maestras -y todavía demasiado secreta- que ha dado el cine de las décadas finales del siglo pasado. Y no hay aquí exageración o hipérbole, hay meramente una descripción, fácilmente constatable al ver la película.
La anguila muestra no solamente a un director maduro, asentado y sabio, que puede contar mucho con dos o tres pinceladas: con esas características no se consigue una película así de vital, así de energética y así de cargada de futuro. Imamura, muerto en 2006, a los 79 años, era alguien que combinaba mucho más en su ígnea e impredecible personalidad cinematográfica –una que podía con lo centrífugo y también con lo centrípeto– con oscuridades y luces que mutaban a gran velocidad. El título La anguila se refiere a una anguila-mascota, y este animal es parcialmente testigo de un segmento de la historia de vida de Takuro Yamashita, un señor que apenas comenzado el relato asesina a su esposa cuando la encuentra junto a su amante. Pasan ocho años y Takuro sale de la cárcel en libertad condicional con una bolsa y una anguila -la mejor anguila actriz- para tomar posesión de una barbería abandonada.
La anguila se centra en la reconstrucción personal de Takuro (Kôji Yakusho, estrella del cine de Japón, globalizado en la ya olvidada Babel y muchas otras) y en la construcción de una comunidad imposible pero real alrededor de ese local en un suburbio o, mejor dicho, una franja costera fangosa que ni siquiera aspira a ser un suburbio. La anguila está basada en la novela Libertad bajo palabra de Akira Yoshimura, escritor que, al igual que Imamura, murió en 2006 a los 79 años. A juzgar por los resúmenes acerca del libro, Imamura parece haber tomado el punto de partida y luego hizo lo que hacen los grandes cineastas: una película singularmente personal que parece contener muchas otras y aún así ostenta con brillo inapelable una cohesión en apariencia inasible. La anguila es una película acerca de un asesinato brutal y que puede mostrar ese asesinato con crudeza luego de exhibir con cercanía un acto sexual, y esto después de empezar con algo así como un breve realismo social en el subterráneo. Y todo en unos diez minutos. De ahí para adelante tendremos una comedia de costumbres, una historia romántica, una historia de violencias, una historia acerca de una comunidad estrambótica, una historia de una amistad, una historia de madre e hija con un poco de flamenco, una mujer suicida y luego en disputa, reflexiones acerca de la naturaleza de los animales y de la naturaleza del hombre y de su condición de ser social. Y hay más, en una película que jamás deja de ser plácida y placentera, y que a la vez no se detiene y mantiene un ritmo tan particular como el cineasta que anima, como un demiurgo bondadoso, bailarín y un poco borracho, este universo intransferible.
En La anguila y en varias otras de sus películas -recordemos que en 1999 hubo un ciclo inolvidable con la mayoría de su obra exhibida en fílmico en la sala Lugones-, Imamura despliega algo así como el manejo más amplio de tonos al que pueda aspirar un cineasta (o varios sumados), y con algo más: los puede cambiar repentinamente sin que eso afecte el núcleo emocional, temático ni táctico de su relato. En el film, luego de la salida de la cárcel de Takuro y ya instalado en la barbería, asistimos maravillados a una secuencia inesperada tras otra, entre ellas un plano sin cortes de confesiones y consejos entre amigos hecho en un bote al amanecer, y por si esto fuera poco también a peleas nocturnas sin cortes entre dos personajes que van impulsados a pura gresca desde el interior de la barbería al exterior -la maestría del equipo de rodaje del director se hace evidente con creces, aquí y en toda otra imagen de esta película de belleza alejada de toda obviedad- y luego a peleas más multitudinarias que pueden combinar violencia y comicidad de manera impar. De ahí podemos también saltar a sobreimpresiones fantásticas, a sueños, a flashbacks, a bailes flamencos, a accidentes, a bicicleteos intrépidos, a médicos aún más desarrapados que el loco de los ovnis -que organiza un estrafalario campamento para atraerlos-, a otra secuencia sexual que vira en un doble disparate tragicómico y a melodramas incipientes hasta que, finalmente, se hacen patentes y urgentes.
En todas estas variantes, el arte de la puesta en escena de Imamura -con los sabios paneos del cine del siglo XX, con los cortes en los momentos justos y no antes ni después- flota grácil, con la capacidad de moverse en el aire, en el agua, en el fuego o en el fango. Es el arte de Imamura, ese con la capacidad de exhibir tal maestría que en nuestra memoria como espectadores resuenan el cine de John Ford y el de Jean Renoir, y también algunos momentos dignos de Luis García Berlanga y de Luis Buñuel pero con una ternura inusitada, impensada, imprevisible. Es La anguila, son los animales y los hombres, es el agua y es una casita, es la feliz rutina de un oficio con ventanas con vista al agua y es la fuerza de la comunidad y sus integrantes disímiles; es Imamura, es el cine como ese arte que siempre está cerca, para recordarnos que su promesa es la de contarlo todo y de las formas más fascinantes, deslumbrantes y emocionantes.
La anguila está disponible en Qubit.
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