La flauta mágica: Cuando la ópera y el cine se dan la mano
MADRID.– Si bien las noticias del coronavirus estremecen nada pareciera detener el pulso cultural de Madrid y en la sala del Teatro Real no cabía un alfiler. No era para menos, fue la última función de La flauta mágica, de Mozart, con la particular aproximación que la regie de Barrie Kosky y Suzanne Andrade plantearon para esta representación, una puesta sin escenografía o quizá con todas las posibilidades visuales que plantea la imaginación. Porque el escenario del Real se convirtió en una gran pantalla de cine y –tal como sucedía en La Rosa púrpura del Cairo, de Woody Allen- los personajes "salían" de la pantalla. La estética elegida fue a tono con el cine y la presentación incluyó novedosas, aunque polémicas, vueltas de tuerca.
Si bien en innumerables ocasiones la ópera fue al cine, en el caso particular de La flauta mágica pueden recordarse desde la memorable versión de Ingmar Bergman en 1974 a la innovadora y más reciente que Kenneth Branagh desarrolló en el teatro de operaciones de la Primera Guerra Mundial. También los dibujos animados de La pequeña flauta mágica, en la lente del checo-alemán Curt Linda o la versión televisiva que el francés Olivier Simmonet registró en el festival de Baden Baden con la Berliner Philharmoniker y la batuta de Simon Rattle pueden recordarse entre las miradas integrales desde el mundo de la imagen. Inclusive son innumerables los fragmentos (también en Bergman, aparece, por primera vez, La flauta mágica en La hora del lobo, con el "Andante a tempo", final del primer acto "So balddich fürht der Freundschaft Hand in’s" e incluso Santiago Palavecino la incluyó para el cine argentino en Hija única), testimonios de la vitalidad de Mozart en el séptimo arte, donde tendrá siempre un sitial de referencia en la célebre Amadeus, cuando Tom Hulce fue Mozart en la lente del realizador checo Milos Forman.
Es por eso que este ingreso del cine en el territorio de la ópera fue de la mano de uno de los compositores más visitados de todos los tiempos. Ese acierto no omite ciertas transformaciones que pudieran resultar polémicas para el melómano: en la versión presentada en el Real, entre las innumerables referencias cinéfilas se destacaba una, todos los diálogos de la ópera fueron sustituidos por carteles con la estética del cine mudo y un piano que acompañaba ese fragmento de acción. Así el canto cobró fuerza aunque en desmedro de las posibilidades actorales de los cantantes durante los recitativos tan característicos y populares del singspiel. Quizás por eso la puesta de Kosky y Andrade refiera al enorme atractivo del cine de los años ’20 y la República de Weimar en un universo en el que convivía la estética de cabaret con expresiones de vanguardia como el expresionismo.
En perfecta coreografía los cantantes interactuaban con elementos proyectados que los rozaban o golpeaban directamente desde ese innovador imaginario visual y las expresiones del Papageno de Joan Martin-Royo resultaban una clara referencia a Buster Keaton (si bien su vestuario inevitablemente confundía el perfil con Jim Carrey en La máscara), y Anett Fritsch lució una Pamina que remitía a Louise Brooks en tiempos de Lulú, o la Caja de Pandora, de Pabst. En tanto resultaba curioso escuchar el lamento del Monostatos de Mikeldi Atxalandabaso sufrir el desamor de Pamina por ser negro aunque su aspecto remitiera en vestuario y blanca palidez al Nosferatu, de Murnau. Las referencias visuales también aludían al trabajo visual de animación de la pionera alemana Lotte Reiniger y progresivamente las mixturas visuales ensanchaban la relación con el pop art y las explosiones de color características de la obra de Roy Lichtenstein o Andy Warhol. Los cantantes aparecían y desaparecían a través de unos paneles giratorios que incluían una pequeña plataforma y los situaba ante el vacío a unos 4 metros de altura. Eso impedía algunos movimientos y en algunos casos, como con el Tamino del tenor estadounidense Paul Appleby, que no podía ocultar su vértigo a la altura al no desprenderse nunca de una pequeñas manijas que tenía ese minúsculo escenario flotante.
Con la ágil batuta de Ivor Bolton fue desarrollándose la extraordinaria partitura que nutrió al séptimo arte pero también a la literatura con innumerables trabajos que buscan desentrañar su ingenio. La puesta de la Komische Opera de Berlin incluyó hallazgos y un variopinto conglomerado de nacionalidades y junto con la presencia alemana, griega, australiana, británica, española, italiana, polaca, norteamericana y rusa, también contó con el argentino Andrés Maspero como director del coro del Teatro Real siendo los únicos privilegiados que en todo momento pisaron tierra firme.
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