Niños malignos: el cine de terror vuelve a asustarnos con chicos poseídos
Cada nueva película que explora los ecos maléficos de la niñez hunde sus raíces en un pasado cinematográfico que no se remonta a unos años apenas, con películas como La llamada (The Ring, 2002) o La noche del demonio (Insidious, 2010), sino a varias décadas atrás. Niños psicópatas, adolescentes poseídas, inocentes habitados por un espíritu vengativo o por el mismísimo diablo han recorrido un género como el terror desde la posguerra, cuando los monstruos de las leyendas, las criaturas de las fábulas y las formas oscuras del horror cósmico ya no eran suficientes para entender la experiencia moderna. El terror podía tener ahora un rostro más cotidiano, incluso el de la aparente pureza. La guerra y sus atroces revelaciones, la viral influencia del psicoanálisis, la paranoia de buscar al enemigo bajo el rostro más amable desplegó un territorio nuevo para el género, un condado de imaginería macabra y ominosa disfrazado en la cercanía más inesperada.
El estreno de Maligno (The Prodigy, 2019), de Nicholas McCarthy, reactualiza ese vasto linaje. Sarah (Tayloy Schilling) y John (Peter Mooney) hace tiempo que quieren tener un hijo. La espera se convierte en ansiedad y finalmente la llegada del pequeño Miles es celebrada como el gran acontecimiento para la pareja. Al principio todo es amor y caricias; a medida que crece, Miles experimenta una inteligencia precoz, un temprano desarrollo intelectual que entraña llamativas conductas antisociales. Lentamente, detrás de ese niño prodigio de cara angelical y ojos de dos colores, se gesta un misterio indescifrable, una oscuridad que asoma en sus conductas sádicas, en su crueldad desmedida, como un mal inaceptable. McCarthy recuesta la tensión sobre el vínculo entre madre e hijo, y esa sensación de incomodidad que experimenta Sarah al vislumbrar a un extraño, un adulto tal vez, detrás de la tierna mirada de su hijo. Esa sensación de horror frente a quien no solo es el ser más querido sino la representación de un ideal de inocencia, no es nueva sino que fue el eje de dos de las películas claves del subgénero de niños malvados en sus comienzos: La mala semilla (The Bad Seed, 1956) y Los inocentes (The Innocents, 1961).
En La mala semilla, dirigida por Mervyn Le Roy y basada en la novela de Maxwell Anderson, el mal anida bajo la apariencia de una niñita rubia y de trenzas cuyo frívolo egoísmo infantil se convierte en una aterradora escalada de crímenes de resonancias psicópatas. Más allá de los efectos en la comunidad suburbana, la película trabaja el intenso vínculo con su madre, quien transita de la sospecha al temor en un estado de permanente cuestionamiento y zozobra. Con aires de film noir antes que de verdadera puesta en escena terrorífica, La mala semilla desgrana la ambigua experiencia de la maternidad desde su mismo interior, haciendo del rostro de la niñez la amenaza más impronunciable. En Los inocentes las cosas son diferentes. Inspirada en Otra vuelta de tuerca de Henry James, cuenta la llegada de una institutriz a una campestre mansión victoriana en la que habitan dos huérfanos y un reciente pasado de pasiones y perversión. El juego que propone el director Jack Clayton es el mismo que el del ambiguo punto de vista del relato de James: ¿son malos los niños o hay algo en esa casa y sus fantasmas que corrompe a los inocentes? ¿Esas pasiones malsanas son fruto de la mente turbada de la institutriz o realmente los peores pensamientos se albergan en la mente pura de esos niños solitarios?
La estrategia de la posesión siempre ha sido recurrente como coartada para liberar a la niñez de una maldad congénita. En la posesión, el mal siempre viene desde afuera, y aunque los niños resulten las criaturas más espeluznantes siempre hay una última posibilidad de liberación. Algo de ello ocurre en El exorcista (The Exorcist, 1972) de William Friedkin, película obligada del terror satánico que concibe en el cuerpo de una púber una emergente femineidad que se revela como realidad insoportable. Regan (Linda Blair) no solo vomita verde y dice obscenidades sino que representa el horror adulto a la imagen de una infancia "corrompida", cuyos resultados son inaceptables. Algo similar sucede con La profecía (The Omen, 1976), en la que el niño Damien Thorn se convierte en un hijo ajeno para sus padres (Gregory Peck y Lee Remick), en la negación radical de los valores morales con los que han decidido educarlo. Ya no es el hijo del diablo sino el diablo mismo, que ha infiltrado a la familia como un virus, como aquella plaga que destruye su legado y estabilidad. Esa encrucijada que convierte al ser más amado en el más temido es la clave de la inquietud que despiertan las posesiones, en las que lo siniestro se alberga siempre en el espejo de lo conocido.
Otra vertiente narrativa del universo de niños malvados es la construcción de comunidades corruptas, territorios en los que esta perversa niñez dicta las reglas y las hace cumplir a fuerza de fuego y sangre. En ¿Quién puede matar a un niño? (1976), del español Narciso Ibañez Serrador, una pareja de turistas llega a un pequeño pueblo en la costa mediterránea para descubrir allí su último y trágico destino. Concebida como una venganza por las masacres y tormentos sufridos por los niños a manos de los adultos, la película afirma el terror en esa espeluznante subversión del orden, nacida de un estado de opresión que solo encuentra liberación en la despiadada violencia. Un año después, el cuento Los chicos del maíz, de Stephen King, retoma la idea a partir de una noción de horror que se encuentra latente y devela su aparición también con la llegada de una pareja a un pueblo rural de Estados Unidos. Su versión cinematográfica, de 1984, no logra el mismo perturbador efecto pero consigue dar incandescente presencia a ese extraño culto que preside y autoriza la rebelión infantil.
El caso de El pueblo de los malditos, tanto su versión británica de 1960 como la remake de John Carpenter de 1995, ambas basadas en la novela Los cuclillos de Midwich, de John Wyndham, consiste en la transposición del tópico de los niños perversos al territorio de la ciencia ficción. Ahora no son espíritus malvados o el mismísimo demonio sino los extraterrestres quienes encuentran en un pequeño pueblo el escenario ideal para una lenta y tortuosa conquista de la Humanidad a manos de los niños de ojos encendidos. La británica se asemeja al espíritu paranoico de La invasión de los usurpadores de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956), en la que el horror al otro tenía ecos del anticomunismo de la Guerra Fría, aquí convertido en un pavor al levantamiento de los silenciados. La versión de Carpenter coquetea con un estado de terrorífica tensión en la que la violencia adquiere mayor peso al tener origen en la inofensiva apariencia de un grupo de niños inocentes.
En años posteriores, estos tópicos reaparecieron con distintas formas: El ángel malvado (The Good Son, 1993) recrea la psicopatía de La mala semilla en el rostro angelical de Macaulay Culkin, quien se había hecho famoso en Mi pobre angelito enfrentando a los villanos con el ingenio defensivo de los juegos de la niñez. Nuevamente los signos aterradores son el sadismo y la ausencia de remordimiento, el desgarro de cualquier atisbo de empatía o piedad en el límite difuso entre la travesura y la perfidia. La huérfana (Orphan, 2009), de Jaume Collet-Serra, también explora como Los inocentes esa inquietante sensación de que es un adulto quien yace en el cuerpo de un niño, de que aquello que no debe saberse se conoce, de que lo indecible se pronuncia. El juego con la corporalidad es similar al que trabaja Maligno en el uso de la imagen especular como reflejo de un interior que nunca es lo que muestra su apariencia.
Si algo ha dejado el cine de terror a sus fieles seguidores es un catálogo de nuevos mandamientos, útiles tanto para disfrutar el género como para sobrevivir a sus sobresaltos. Gracias a ellos podemos saber que no hay que entrar en casas oscuras durante la noche, que no hay que descender a los sótanos deshabitados, que no hay que ir de campamento cuando hay un asesino suelto y que no hay que comprar una casa construida sobre un cementerio. Pero, sobre todo, en el cine de terror debemos saber que siempre hay que desconfiar de los niños, porque nunca se sabe qué es lo que ocultan en su interior.
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