Premios Sur: la búsqueda de un equilibrio que se rompió solo al final
Luis Ortega, uno de los grandes ganadores de la gran fiesta del cine argentino, alteró el tono moderado que se buscó en el resto de la velada
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CÓRDOBA.- Mientras en la calle los cordobeses soportaban una de las noches más frías del año, acompañada por una tenaz llovizna que hacía todavía más inclemente el cuadro, la primera ceremonia importante de entrega de premios del cine argentino realizada fuera de Buenos Aires se encaminaba el miércoles por la noche hacia un final en línea con la paciente y meticulosa planificación de sus organizadores.
Estaba en ese momento todo listo para cerrar la 19ª. entrega de los premios Sur con una distancia bien marcada respecto de la ceremonia anterior, realizada a fines de agosto de 2024, todavía recordada por el clima general adverso al gobierno de Javier Milei y los encendidos discursos de figuras tan influyentes como Ricardo Darín y Leonardo Sbaraglia llamando la atención sobre las políticas para el cine de la actual administración.
No es que se haya soslayado en este caso el clima general de incertidumbre que viene exponiendo desde hace un buen tiempo la industria audiovisual argentina. Todo lo contrario. Pero el mensaje que estaba ganando consenso en la mayor parte de las tres horas y media de ceremonia realizada en el bellísimo Teatro Libertador General San Martín fue el de resistencia y de resiliencia. El de la confianza plena en el talento artesanal, creativo y humano de quienes hacen cine en la Argentina para superar todas las adversidades de la época.

Todo seguía así hasta que en el tramo final Luis Ortega volvió a subir al escenario, en este caso para recibir en representación de El jockey (contundente ganadora de la velada, con 11 premios sobre 12 nominaciones) el premio al mejor actor protagónico otorgado a Nahuel Pérez Biscayart. En ese momento, de un modo muy ocurrente, Ortega dijo que no iba a hacer públicas las palabras que le había enviado desde Francia Pérez Biscayart para agradecer la distinción y así evitar el regreso de la fuerte esgrima dialéctica de la ceremonia anterior.
Pero Ortega no pudo con su genio y se refirió al actual gobierno como el que “cumplió la promesa de recontrac…. a todos”. Pocos minutos después, cuando le tocó recibir el Sur como mejor director, reconoció que no todos los que estaban escuchándolo pensaban como él. Y después de ampliar su toma de posición con un divertido espíritu irónico terminó reconociendo: “Estamos todos en un mismo barco”. Solo después de varias palabras fuertes y aplausos en consonancia se recuperó el espíritu conciliador.

Ese último planteo, pero con un tono mucho más institucional, fue defendido por el presidente de la Academia, el productor Hernán Findling, cuando señaló desde el escenario que “defender la cultura es un acto de valentía”. Lo escuchaba en primera fila el gobernador cordobés Martín Llaryora, que llegó media hora después de iniciada la ceremonia para ocupar su lugar en la primera fila.
Pocas horas antes, Llaryora había recibido en su despacho a buena parte de la comunidad audiovisual llegada hasta aquí con una prédica que sintetizó con una sola frase, dicha antes de entregarle el premio a la trayectoria a Guillermo Francella, que estaba sentado a su lado. “Córdoba se quiere convertir en una meca latinoamericana del cine”, proclamó el gobernador.
Es lo que la Academia y sobre todo los productores más importantes que pasaron en las últimas horas por Córdoba quieren escuchar. Bajo la gestión de Findling, la entidad logró que los premios Sur elevaran su interés y se convirtieran, como ocurre con sus equivalentes en otras partes del mundo, en el gran punto de encuentro anual de la comunidad audiovisual y una fiesta capaz también de llamar la atención del público.
A eso apuntó el despliegue de figuras que participó de la ceremonia anunciando a los diferentes ganadores. Cumplieron esa función, entre otros, Juana Viale, Elena Roger, Daniel Aráoz, Gabriel Goity, Delfina Chaves, Marcelo Subiotto, Teté Coustarot, Inés Estévez, César Bordón, Mica Riera, Agustín Sullivan, Mariano Torre, Lorenzo Toto Ferro, Miranda de la Serna y la actriz chilena Antonia Zegers. Una representación de varias generaciones, miradas y estilos actorales (de figuras muy populares a baluartes del cine independiente) unida para cumplir prolijamente con cada anuncio a través de un guión bastante más cuidado que en otras entregas autóctonas de premios.
El mismo perfil amable mostraron como anfitriones Andrea Frigerio y Martín Bossi, una dupla que encontró algunos puntos valiosos y suficientes de conexión como para imaginar un eventual regreso. Al lado de Frigerio, que siempre muestra en el escenario la naturalidad y la presencia de las grandes estrellas, Bossi logró la deseada contención que le permite en estos casos lucir su mejor talento de comediante.
Detrás de todo ese velado esfuerzo para evitar desbordes aparece otro propósito, el de profundizar el espíritu federal de los premios Sur llevando, por ejemplo, esta misma ceremonia hacia otros lugares del país en los próximos años. La idea de fondo es el aliento desde la industria audiovisual a una política de competencia entre provincias y regiones en materia de incentivos (sobre todo impositivos) para que haya más rodajes, nuevas producciones y posibles emplazamientos de distritos audiovisuales. No fue casual que se hablara mucho en el escenario del cine a partir de sus componentes industriales, como la capacidad de generar valor agregado, dar empleo y traer divisas al país.
Todo esto se dijo en una ceremonia que consagró, como siempre tardíamente respecto del resto de los premios audiovisuales locales e internacionales pero con toda justicia, a dos grandes películas argentinas (El jockey y Alemania) caracterizadas por el espíritu independiente de su producción y una apuesta de genuino y bienvenido riesgo artístico.

Hacia esa dirección también fueron las palabras de un consagrado como Francella, que habló muy enfáticamente al recibir su premio a la trayectoria de la necesidad de promover a los nuevos talentos. Fue muy claro en ese sentido Juan Pablo Miller, productor de Alemania, cuando dijo que hacer óperas primas en nuestro país es casi imposible en esta realidad.
El reparto de premios en esta ceremonia también dejó a la vista un gran reconocimiento a la incuestionable diversidad que el cine argentino muestra en casi todas sus capas y dimensiones. Aunque el triunfo de El jockey resultó arrasador, también hubo premios para películas casi artesanales como el documental Partió de mí un barco llevándome o admirables en su esfuerzo de producción (llevó una década hacerla) como Gigantes, ganadora inaugural del reconocimiento al cine animado. Maite Aguilar, la espléndida protagonista de Alemania, no olvidará la noche cordobesa por un doblete excepcional: ganó al mismo tiempo como revelación y como mejor actriz.
La ceremonia se apreció bastante amena al principio y víctima de una inevitable fatiga en el tramo final, pero por lo general se siguió con bastante agrado desde el teatro. Los números musicales, 100% cordobeses, tuvieron la duración justa con Eruca Sativa y Los Caligaris, y un pico de genuina emoción cuando Jairo acompañó con los bellísimos versos de “Volver a vivir” un segmento In Memoriam que tuvo testimonios muy bien elegidos de Daniel Fanego, Alejandra Darín y Manuel Antín.

También emocionó ver y escuchar (al borde del quiebre emocional) al ilustre Eugenio Zanetti, de regreso en su Córdoba natal luego de una carrera brillante como escenógrafo y director artístico en Europa y en Hollywood. Diana Frey, respetadísima productora de enorme trayectoria que eligió la Docta para vivir, también recibió un justo premio honorífico.
Lo que cuesta entender fue la elección de mantener durante toda la ceremonia (incluyendo cada uno de los momentos de anuncio y agradecimiento de los premios) la música incidental ejecutada en vivo desde uno de los costados del escenario. El mismo leit motiv interpretado parsimoniosamente en el piano durante las tres horas y media llegó a transformarse por momentos en una letanía. No había ninguna necesidad de imponer a la fuerza esas notas sobre las voces de cada premiado o ganador.
La supuesta lección del Oscar no se aplicó bien en este caso. Sabemos de sobra que en la gran fiesta de Hollywood la orquesta empieza a sonar cuando el discurso de algún ganador se extiende más de la cuenta. Aquí, en cambio, se impuso una variante por lo menos excéntrica: un piano que no se calló nunca y que, como si fuera poco, elevaba todavía más el volumen del golpe de las notas sobre el teclado para “invitar” al ganador a ir cerrando sus palabras. Todo el esmero que pusieron los organizadores para diseñar una fiesta prolija y cuidada tropezó con ese visible desliz. ¿Hacía falta?



