De público bullicioso y glotonería audiovisual. Días de cinefilia inquieta
El Bafici cumple 10 años y las anécdotas se multiplican
Una joven argentina atendió un teléfono en su oficina del shopping Abasto y escuchó:
-Buenos días, habla Francis Ford Coppola.
Esto pasó en 1998, cuando el célebre cineasta no caminaba afable, aún, por algunas calles porteñas. La respuesta de la chica se impuso como obvia:
-Sí, claro. Y yo soy Madonna.
Lo que ocurrió entre entonces y ahora fueron nada menos que 10 años del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici), que daba lugar, ya en sus albores, a llamadas como la que honró y denigró hasta sus últimas consecuencias a Valeria Solarz, por entonces asistente de prensa del primer festival.
No hace casi falta decirlo: la nueva edición del Bafici, que inauguró el martes 8 y termina este domingo, está batiendo récords: en 5 días se vendieron 106.000 entradas, lo que ya superó el total de las ventas del año último, y un mínimo de espíritu revisionista se deja contagiar con motivo del décimo aniversario.
Pero antes, literalmente, de cualquier función (no olvidar) está ese bullicio histérico, esa comunidad bizarra que, temporariamente, se alimenta a base de restaurantes peruanos, si es que su película se proyecta por el Abasto; otros de comida rápida en general, y corre de cine en cine con sus entradas y la grilla de programación; los anteojitos de marco negro están en desuso excepto para una parva de notas periodísticas. La cinefilia más inquieta de la ciudad se escalona según su capacidad para conseguir entre una y cinco butacas diarias, o bien descubre la hasta el momento insospechada comodidad de un escalón.
Si se hurga en el denso anecdotario de 10 años del Bafici se entreven colados, dormidos, desmayos, salas bulliciosas, gente que se encuentra con otra gente y se esconde de otra, que se enamora... Como el caso de Sofía Dourron, estudiante, de 24 años, de Gestión e Historia de las Artes en la Universidad de El Salvador: su primero y más largo amor nació con un beso a sala llena, seguido de un llamado de atención cuando la sala ya estaba vacía. "Al cabo de unos meses quedamos en que éramos novios, y cuando nos preguntamos cuál había sido el primer día, coincidimos: buscamos las entradas de la peli y nos fijamos la fecha."
Una siesta en la Lugones
Excedidos por la glotonería audiovisual y alguna que otra toma en plano secuencia, están los que perecen ante el llamado de la siesta. Momento desafortunado, por cierto; pero apetitoso. Los que se ufanen de haber dormido en la sala Lugones constituyen la contracara obligada de Francisca Paz, actriz de teatro, de 29 años, que hace 5 años para ir a ver la película Satantango , del húngaro Bella Tarr, de siete horas de duración, se armó de una mochila conteniendo: una almohada, una frazada, una vianda, mate y chocolate para reponer energías. Un ejemplo para la platea, y ni siquiera cabeceó. Pero, una vez terminada la película, al cruzarse con el chico que le gustaba, el dato no le pareció divertido y prefirió cambiar algunos detalles. El chico la despidió deseándole un muy buen viaje.
Si de percances se trata, conviene interrogar a los que trabajan en el festival. Los encargados de emitir los subtítulos resultan especialmente sensibles al azar que muchas veces se asocia a la tecnología, y que generalmente será comentado luego o durante la función. Es que a los estudiantes de cine les encanta dar indicaciones a los gritos, desde sus butacas. Como los que al mínimo nubarrón aúllan: "¡Foco, focooo!"
Julián Katz, licenciado en Imagen y Sonido, de 30 años, recuerda cuando le tocó proyectar un documental sobre los inicios del movimiento punk; su subtitulado estaba groseramente incompleto. Así, debió enfrentar un pelotón de punks de la vieja escuela que arrojaron contra él toda clase de objetos. Y Carolina Nobre, hoy relaciones públicas de un petit hotel de Barrio Norte, de 32 años, también descubrió, en medio de la función, que los subtítulos que debía disparar durante una película coreana, en determinado punto dejaban de acompañarse de una referencia en inglés para su uso interno: "Tuve que recurrir a mis años de teatro -dice- y adivinar por tonos de voz en coreano quién estaba diciendo qué, aunque lo más probable es que la gente haya visto parte de la película con los diálogos entremezclados".
En algunas películas pasan muchas cosas. Pero experiencias acaso mucho más enriquecedoras esperan al público al término de una función, siempre y cuando se deje lugar al inestimable género charla-debate. Una entre tantas víctimas de intervenciones algo atropelladas fue, en la anterior edición del festival, la directora Inés de Oliveira Cézar a la hora de discutir acerca de su película Extranjera . Andrés Andreani, estudiante de Artes Dramáticas en el IUNA, de 23 años, lo comenta: "La sala estaba llena y, luego de un gran aplauso, una señora de unos 60 años pidió el micrófono: Sí, qué tal, yo quería saber quién financió la película. Porque vi el sello del Incaa y quería saber si la plata de mis impuestos fueron a parar ahí ". Pero justo cuando la directora ensayaba una respuesta, la señora acometió de nuevo. El público empezó a desaprobar, y un señor reaccionó: "¡¿Le pueden quitar el micrófono a esa mujer, por favor?!"
Acaso para protegerse de esta y otras varias experiencias, algunos subgrupos cinéfilos se abstienen, hoy por hoy, de transitar por los pasillos del festival en hora pico o de cumplir con los resaltados en la propia grilla. Para todo lo demás, existe Bafici.
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