El enigma de una mujer fatal e inalcanzable
Jeanne Moreau fue una actriz formidable, pero sobre todo fue (es) una cara. La intensidad de esa cara alcanzó su período de culminación entre 1955 y 1967, pero el hechizo se prolongó hasta el final porque ella era, como dijo Orson Welles (probablemente con razón), la mejor actriz del mundo. Jeanne supo utilizar su rostro hasta el último fulgor de ese enigma encarnado en sus ojos y en su boca.
Los directores la hacían caminar minutos en silencio ante la cámara amparados en la fascinación de sus párpados y sus ojeras. Esas caminatas eran una forma exquisita del arte, como en Ascensor para el cadalso, de Louis Malle, y Moderato cantabile, de Peter Brook.
Jeanne no era una belleza convencional, quizá ni siquiera era una belleza. Las comisuras de sus labios se curvaban hacia abajo y eso, curiosamente, contribuía con su encanto porque podía darle a su expresión un matiz amargo o pícaro, según el brillo de la mirada. ¡Qué boca adorable y desencantada! Además, tenía ojeras, pero a diferencia de las de Anna Magnani, no eran las marcas del drama, sino las del placer y del destino que se hace tragedia. Señalaban el paso del tiempo consumido por la pasión. Jeanne siempre pareció mayor de lo que era. En Jules y Jim (1962), de François Truffaut, los dos amigos enamorados de la misma mujer veneran su sonrisa, sus lágrimas, sus labios, como los de una diosa antigua. Para ellos, como para casi todos los jóvenes espectadores de aquella época, Jeanne era la mujer fatal e inalcanzable.
Un delicioso escándalo
Probablemente, los fragmentos más recordados de la filmografía de Moreau sean los del paseo nocturno a la luz de la luna por el parque y los campos del castillo en Los amantes, de Louis Malle. Música de fondo: el Sexteto Nº 1 de Brahms. Y, a continuación, la escena de sexo oral más pudibunda y excitante de la historia del cine (apenas hombros desnudos y, por un segundo, un pezón). A Malle le bastó con apuntar la cámara al rostro de Moreau, que se transformaba segundo a segundo, dejar que se oyera su voz jadeante y grave (la misma que cantaría "Le tourbillon de la vie" con gracia irresistible en Jules y Jim) diciendo "mon amour" para desatar un escándalo. En la Argentina, la censura cayó sobre tamaño "desborde".
A partir de esa película, Moreau no aceptó ningún proyecto que no le interesara. Joseph Losey en Eva (1962)enlazó el encantamiento malsano de Jeanne con Venecia, la ciudad condenada a la muerte. Porque en sus gestos, aun en los más alegres, estaba inscripta como una muesca la fugacidad.
Su sonrisa era una de las formas de la dicha; sin embargo, el temblor entusiasta de la boca anunciaba el carácter efímero de nuestra condición. Por suerte, están las fotografías y los registros de su voz, entre ellos los de su lectura de fragmentos de El tiempo recuperado, de Proust, en el Espace Cardin. Hojeo un álbum de su vida y me veo corriendo por Champs Elysées una mañana de verano, hace más de tres décadas, detrás de un automóvil con ella al volante, que desapareció en el túnel de un estacionamiento subterráneo.
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