El klezmer nació, al igual que todas las músicas de raíz popular, como parte de un rito social. En este caso, las celebraciones religiosas de los judíos askenazíes en el siglo XV. Luego se volvió profana y festiva, se desarrolló instrumentalmente y, a finales del milenio pasado, llegó al avant-garde neoyorquino con el rugido salvaje del saxo de John Zorn. Casi al mismo tiempo y en el polo opuesto, César Lerner (acordeón, piano y percusión) y Marcelo Moguilevsky (vientos, voces y ese silbido) hervían el klezmer en el puerto de Buenos Aires. Después lo arrastraron río arriba, como Los gauchos judíos, de Gerchunoff. Ahora, para ir más hondo y liviano, privilegiaron los colores crepusculares. Sin perder de vista el filo popular, al repertorio tradicional le añadieron un puñado de composiciones propias, que dialogan tanto con la historia del género como sutilmente entre ellos. La conversación es la de dos viejos amigos: íntima y sosegada, con una pinta de humor y algunas heridas cicatrizadas.
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