Made in Lanús: a 40 años de su estreno, vuelve convertida en un perspicaz clásico sobre la tragedia argentina
Las heridas sociales que presentaba la obra de Nelly Fernández Tiscornia, adaptada muchas veces desde su estreno en 1985, a través de dos parejas de destinos contrapuestos que se reúnen para una picada aún no fueron resueltas
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Made in Lanús. Libro: Nelly Fernández Tiscornia. Elenco: Alberto Ajaka, Cecilia Dopazo, Esteban Meloni y Malena Solda. Iluminación: Nicolás Bianchi y Miguel Cuartas. Escenografía: Lula Rojo. Vestuario: Alejandra Robotti. Asistencia de dirección: N. Bianchi. Dirección: Luis Brandoni. Sala: Multitabaris (Corrientes 831). Funciones: de miércoles a viernes, a las 20.20; los sábados, a las 20 y 22; y los domingos, a las 20. Duración: 90 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
A casi cuarenta años del estreno de Made in Lanús, los demonios que invoca la obra continúan despiertos. Esa resonancia incluye, como suele pasar en el arte, malas y buenas noticias. Entre las primeras: hay heridas sociales aún no resueltas. Entre las segundas, el texto de Nelly Fernández Tiscornia, escrito y situado en 1985, sigue vigente y alcanza la altura de clásico.
La cuestión es por qué. Y es pertinente preguntárselo ya que la obra fue llevada a los escenarios en muchas oportunidades, tanto en el off como en salas comerciales y con elencos muy reconocidos. Desde el inicio, generó eco. Surgida del ciclo unitario Situación límite, por ATC, dirigido por Alejandro Doria y con guiones de Fernández Tiscornia, la versión televisiva (que tenía, por otra parte, un formato muy teatral) se amplió a un texto dramático, estrenado en Mar del Plata en 1986 con dirección de Jorge Palaz e interpretado por Luis Brandoni, Patricio Contreras, Martha Bianchi y Leonor Manso; poco después se adaptó a guión cinematográfico como Made in Argentina, film de Juan José Jusid, de 1987, con idéntico elenco.
Como Manuel González Gil, en 2003, y Rubén Stella, en 2007, entre otros, esta vez es Brandoni –actor indisolublemente asociado a esta obra– quien asume la dirección. No hay sorpresas en este sentido. Made in Lanús se inscribe en la tradición del realismo social rioplatense, más cercana a Roberto Cossa que a Armando Discépolo pero en el mismo intento de penetrar el misterio del “fracaso argentino” o como quiera denominarse al resquebrajamiento de aquel proyecto de progreso enraizado en la clase media.
A su vez, la estructura propuesta es bien visible: cada personaje representa una “idea”, un punto de vista sobre el problema, un llamado a la identificación del público con alguna de sus posturas. Este armazón dramático suele correr el riesgo de caer en lo didáctico. Sin embargo, en este caso se ajusta con precisión porque los discursos le van como guante: no hay forma de escapar a la discusión planteada en ese patio de barrio, todavía sin celulares pero con problemas demasiado reconocibles por el público de 2024.
Dos matrimonios emparentados se encuentran después de una década en la casa de Lanús, al sur del Gran Buenos Aires. Mabel y Osvaldo están de visita porque viven en los Estados Unidos, país en el que tuvieron que exiliarse con dos hijas muy chicas. Al principio fue duro pero progresaron, “les va bien”, su nivel de vida es alto. Anfitriones, “la Yoli” y ”el Negro” son los que se quedaron. Ama de casa y modista, ella; mecánico, él, son padres de una hija adolescente. No progresaron. Al contrario, luchan por no caer aún más. Mabel y el Negro son hermanos pero los cuatro se conocen desde chicos y comparten, de distinta manera, retazos del pasado.
En medio de la picada, en un entorno donde nada parece que pueda cambiar, una propuesta disruptiva de los dos hermanos, un intento de dar vuelta esa realidad, genera el estallido: a partir de ese momento, cada uno tendrá su exposición, la fundamentación de sus razones, el perfil que los identifica.
Mabel (Cecilia Dopazo) rechaza el pasado que la excluyó y abraza a la sociedad que le brinda un futuro previsible; Osvaldo (Esteban Meloni) añora “el olor” de la infancia, teme perder identidad en la distancia pero apoya la decisión de la mujer que lo sostuvo en el desarraigo. Enfundado en su overol engrasado, el Negro (Alberto Ajaka) quiere irse del país ingrato. Está cansado de trabajar sin sentido, siempre detenido, amenazado por fuerzas que no decide. Y la Yoli (Malena Solda), envejecida por tanta resistencia, no afloja: todo lo que tenga que pasar, debe ser “acá”, con su gente, con el deseo compartido entre sus pares.
Los cuatro intérpretes están impecables y defienden a sus personajes con una verdad entrañable. A todos los comprendemos. Pero, en especial, hay dos que movilizan la emoción porque representan dos pulsiones populares: la Yoli es “el aguante”, un término que trascendió lo futbolístico para encarnar la esperanza colectiva. En cambio, el Negro ya no ve esa luz al final del túnel. Desencantado, su esperanza es individual: rescatar a la familia de la incertidumbre en una tierra donde del sudor broten frutos tangibles.
Si en la primavera alfonsinista la Yoli era la épica, a cuarenta años de democracia es el Negro quien más representa el humor social. Tal vez Patri, la hija de ambos, se pregunte hoy si la decisión de su madre fue la acertada. En cualquier caso, la fortaleza de la obra reside en esta posibilidad, la de acompañar el cíclico rumbo de la política y economía nacionales. Siempre, Mabel, Osvaldo, la Yoli y el Negro son identificables porque los cuatro viven, de a ratos, en el corazón de quienes ven pasar los años cargados de promesas incumplidas.
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