Atlas (sonoro) del mundo
En el siglo XVII ya los compositores, libretistas y coreógrafos se lanzaban a crear su propio Atlas. Un monumento sonoro a aquel soberbio gigante de la mitología griega, hijo de Climene y de Japeto al que Zeus, por su rebelión contra los dioses, condenó a llevar eternamente sobre sus hombros la bóveda celeste. Como es de suponer, mucho antes que los músicos, fueron los descubridores de nuevos mundos y los colonizadores, los viajeros, comerciantes, científicos y artistas, los que al expandirse por todo el planeta, por causas no siempre santas, llevaban no sólo la imagen de la vida y el pensamiento europeos, sino que traían y aportaban el relato de sus estudios o impresiones personales. Ya a partir del XVI las relaciones de viajes y descripciones de hábitos y costumbres se habían multiplicado, con lo que la moda, las artes plásticas y decorativas, la literatura y la música se abrieron hacia el atlas del mundo.
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Así empiezan los cupidos a invitar a los enamorados a dejar la Europa guerrera y a dispersarse por las Indias orientales y occidentales, a través de los mares. En el XVIII el gusto estaba ya bien plantado en Francia y Rameau, en sus "Indias galantes", se llevaba las palmas dentro de la ópera, con sus historias de amor enclavadas en una Turquía, Persia, Perú y América del Norte de fantasía y encantamiento. Las fábulas y odiseas de viajes, la traducción al francés de la literatura oriental y sobre todo, entre 1704 y 1717, de "Las mil y una noches" excitaron la imaginación, aún monocorde, de muchos europeos, con visiones cautivantes de aquel paraíso de todas las voluptuosidades, con sultanes celosos y crueles que estallaban en su violencia y sensualidad. En 2003, y por si alguien anduviera todavía atrasado, los cronistas de guerra nos desencantaron: la actual Bagdad está lejos de aquellas "fiorituras".
En Alemania, y bajo el influjo del rococó francés y su correspondiente musical, el estilo galante, Georg Telemann, que murió en 1767, se entusiasmó con la idea de un atlas musical. Y allí empezó a componer sus caprichosas series de danzas, como la llamada "Suite de las naciones antiguas y modernas" o su "Geografía musical", prueba incontestable de que el tema había prendido en su espíritu y en el de sus oyentes.
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Invitados por LA NACION a recorrer los apasionantes caminos del atlas mundial, es posible recordar que, sin ir tan allá, también la música argentina cuenta con su propio mapa. Alberto Williams se dejó llevar por el entusiasmo al componer sus poemas sinfónicos sobre "los mares australes" (1929) y las cataratas del Iguazú (1943). Juan Carlos Paz, aunque más tarde ocultó la debilidad, le tarareó al Paraná muchísimo antes de honrar a la dodecafonía, y Ginastera, apenas un estudiante de conservatorio, a la puna de Atacama, a la que retornó con nostalgia en sus años de Suiza con la "Puneña" para violonchelo solo. Los ejemplos, en el curso de los ciento setenta años de música nacional, son muchos y seguramente algún compositor convencido cantará todavía al ventisquero Moreno, ahora que -flamante presidente de por medio- las miradas se orientan hacia el Sur. Cuestión de no perder el avión.
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