La opereta, víctima de prejuicios académicos
La gloria del Teatro Colón, por lo general, se ha basado en la enumeración de los grandes cantantes, músicos, bailarines, directores u orquestas que han paseado su arte por el escenario del teatro. O también en la referencia a las primeras presentaciones en nuestro país de obras señeras que fueron ofrecidas con gran suceso apenas producidos sus estrenos mundiales. Sin embargo, y en sentido inverso, entre muchos más, la historia reciente del Colón también registra dos momentos de enorme impacto y que no pueden dejar de recordarse por las peculiaridades de las dos obras involucradas y, además, caso curioso, porque carecieron de grandes figuras convocantes.
En 1992, con más de medio siglo de retraso, "Porgy and Bess" llegó al Colón para exhibir su conmovedora historia de amor, engalanada con sonidos de intenso sabor afroamericano. Las nueve funciones ofrecidas fueron absolutamente insuficientes para una demanda que excedió las expectativas más exageradas. El otro gran acontecimiento sucedió algunos años antes, en 1987, cuando "El ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny" arribó al primer coliseo porteño tras cincuenta y siete años de demora. Para presenciar esta ópera se acercaron verdaderas multitudes que se agolparon hasta en el último rincón imaginable en cada una de sus escasísimas seis funciones.
Bajo suposiciones sumamente discutibles, hasta hoy, la presencia de estas óperas de George Gershwin y Kurt Weill siguen siendo cuestionadas por quienes consideran que la música académica es un campo impoluto de la cultura y que, merced a fronteras de granito o barreras infranqueables, debería permanecer al margen de aquellas propuestas musicales que no cumplen en un ciento por ciento con ciertas reglas estrictamente clásicas. Sin embargo, la vida, los procesos aculturativos y las crecientes democracias y pluralismos se han ido encargando de borronear los límites y de acrecentar los espectros artísticos.
Suponer que "Porgy and Bess" es "meramente" una comedia musical y que "El ascenso..." es una pecaminosa música de cabaret es un error indefendible, pero que, en definitiva, no hacen sino resaltar las peculiaridades de dos obras modelo del moderno drama musical. Hace un lustro fue el turno de "Doña Francisquita", una zarzuela encantadora que suscitó algunas protestas aunque en mucho menor medida. Después de todo, en comparación con "Porgy" y "Mahagonny", la obra de Vives es casi una pudorosa ópera de bel canto.
Ahora, y sin que la enumeración anterior sea completa, es el turno de "La viuda alegre", una opereta, sustantivo que pudiera hacer suponer a algún distraído que es una especie de ópera menor o devaluada. Más allá de que es un género totalmente independiente y con una historia brillante, su aparición en la programación del Colón y, por cierto, con un elenco excepcional, es altamente justificada y bienvenida. Porque no cabe la menor duda de que hay bellezas, esencias y placeres que sólo una opereta puede brindar.
La opereta es una ópera que, más allá de sus temáticas y sus modos musicales y literarios tan particulares, incluye diálogos hablados entre preludios, canciones, intermedios y danzas. Pero, según los tiempos, también indicó otras experiencias del drama musical. Desde el siglo XVII, el término había sido aplicado sin distinciones para hacer mención, con cierto sesgo peyorativo, a obras escénicas de cierta brevedad o de ambiciones menores que las de las óperas. Así, opereta fue un término genérico que incluía bajo su manto al singspiel alemán, al vaudeville francés o a la ballad opera inglesa. En todas ellas, el común denominador era la ausencia del recitativo operístico en favor del muy teatral diálogo hablado.
Pero la opereta como género propio, inconfundible y triunfal, y no en reemplazo de otros nombres, tuvo su época de esplendor durante la segunda mitad del siglo XIX y en dos lugares principales, extrañamente, ninguno de ellos Italia, país que aportó un fonema de su propio cuño para identificar al género. En París, como derivada de la "opéra comique" y de la adaptación local de la ópera bufa italiana, bajo el talento de Jacques Offenbach y al son de pautas de danzas tan características como el galop o el can-can, se satirizaban, con un insobornable estilo popular, desde venerados mitos griegos hasta modas y costumbres de época.
En Viena, después del puntapié inicial de Suppé y el impulso formidable de la familia Strauss, fue el momento de Franz Léhar. Ante la decadencia de la opereta francesa, el último refugio del género, con su chispa, sus simplicidades y su gracia, fue la capital del Imperio. El estreno de "La viuda alegre", en 1905, fue el momento más trascendente de la vida musical de Léhar. La historia de la salvación de Pontevedro a través del casamiento inducido de la enviudada y millonaria Hanna Glawari se transformaría, además, en la opereta emblemática de un género que, a partir de entonces, transitaría sus últimas etapas.
Sin embargo, en el siglo pasado, en los países de habla inglesa, la opereta daría origen a las comedias musicales, un espectáculo dramático que, hasta hoy, sigue produciendo nuevos títulos. Habría que recordar que uno de los principales cultores de esta variante estadounidense de la opereta europea fue, precisamente, Gershwin. "Oh, Kay!", "Funny face" y "Of thee I sing", son algunas de sus producciones más conocidas. Cada una de ellas, en algún sentido, debe algo a la magia de las viejas operetas vienesas, al tiempo que también podrían ser consideradas como ensayos imprescindibles para "Porgy and Bess", una de las óperas más notables del siglo XX y, a su modo, una digna y lejana descendiente de Léhar y "La viuda alegre".
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