La trágica y breve vida de Hugo Wolf
Fue un prolífico creador de lieder sobre textos de Goethe y Möricke cargados de lirismo romántico
Cuando Hugo Wolf muere, el 22 de febrero de 1903, un siglo atrás, hacía seis años que permanecía recluido en un asilo próximo a Viena, víctima de una degeneración cerebral causada por la sífilis y que terminó provocándole una parálisis general progresiva. Toda una tragedia para cualquier ser humano. En el caso de este compositor, tan tremendo destino parecía además el natural desenlace de una vida en la que estados depresivos y de letargo alternaban con momentos de exaltación y arrebato. Es entonces cuando creaba su música.
Habiendo nacido en 1860 en la provincia austríaca de Estiria, ingresó a los quince años, contra la voluntad de su padre, curtidor de pieles, en el Conservatorio de Viena, para lograr su expulsión -buscada, deseada- dos años después. A los 24 empezó a repartir su tiempo entre la composición y la crítica musical en el Wiener Salonblatt, tarea que le creó problemas por sus desatinos. No era posible salir indemne cuando, después de predicar el evangelio de sus ídolos, como Wagner o Bruckner, aseguraba con la mayor imprudencia del mundo que el arte de componer sin ideas era un atributo de Brahms, justamente el más amado de los compositores de la Viena de entonces. De tal manera reflejaba Wolf la crispación de la época en materia musical, al menos en el centro de Europa: o se estaba del lado de Wagner y se repudiaba a Brahms, o viceversa.
Condiscípulo de Mahler en el conservatorio, es con él con quien descubre su gran pasión por el drama musical wagneriano, aunque debe reconocer que su propio talento para la composición no pasa por el teatro sino por otros carriles.
Su vida creadora, una de las más breves y esporádicas que se conozcan, se divide en dos períodos. De 1878 a 1887 aborda, buscando su verdadero camino, diferentes géneros, a raíz de lo cual surgen seis lieder para coro mixto “a cappella” sobre textos de Eichendorff; el poema sinfónico “Penthesilea”, inspirado por una de las tragedias más desenfrenadas y salvajes de Heinrich von Kleist, y tres cuartetos de cuerdas. Luego, la muerte de su padre y el abandono de la crítica musical cambian la orientación de su vida.
Cantar hasta morir
Entre 1888 y 1891, gracias a la generosidad de sus amigos, se consagra a lo que quedará para la historia como su gran aporte, aquello que lo coloca entre los grandes de la música germana de su tiempo, es decir, el lied para voz y piano. Con Wagner como faro en lo musical y Möricke, Eichendorff, Goethe y la lírica popular española e italiana como fuente poética de inefables resonancias metafísicas, Hugo Wolf compuso cerca de trescientos cincuenta lieder que lo revelaron como un maestro del matiz psicológico, capaz de captar la más misteriosa esencia de un poema. Así surgen cincuenta y tres canciones sobre poesías de Möricke, cincuenta y una de Goethe, trece de Eichendorff, y, entre otras colecciones, sus cuadernos fundamentales de cuarenta y cuatro lieder sobre poemas tradicionales españoles de los siglos XVI y XVII y los primeros veintidós sobre textos populares anónimos italianos, con los cuales, a través de una seducción sonora incomparable, alcanza la suma de su genio creador.
Tras la concepción del primer volumen del “Cancionero italiano”, Wolf cayó en una total improductividad, dominado por la melancolía. Hasta que un buen día de 1895 trepó de nuevo desde el abismo y empezó a trabajar “como una máquina de vapor”, según expresión propia. De tal manera, en un intenso esfuerzo creador, pudo completar la colección de sus “Italienisches Liederbuch”.
En 1897, con treinta y siete años, Wolf acusa el primer síntoma de desorden mental, meses antes de arrojarse en un lago, del que fue salvado en un estado de completo delirio. Para entonces había compuesto ya su ópera “Der Corregidor”, basada en “El sombrero de tres picos”, de Pedro de Alarcón, con cuyo tema, veinte años después, Manuel de Falla compondría su ballet, una de las cumbres del sinfonismo de la primera mitad del siglo XX.
Rechazada por Mahler, director por entonces de la Opera de Viena, la obra, en la que sus críticos señalaron la presencia de una España imaginaria y mítica, se estrena en Mannheim en junio de 1896. Una segunda tentativa operística, que quedó inconclusa, fue “Manuel Venegas”, iniciada poco antes de caer definitivamente en la locura.
Queda entonces, como su mayor aporte, el más atrevido y creativo, la canción para voz y piano, donde brillan sus delirios pasionales con una exaltación que lo llevaba a componer canciones día tras día, hasta que ese rapto de inspiración se hubiera consumido.
Es sabido que, siendo un excelente pianista, solía acompañar a algunos de sus intérpretes, en especial al tenor Ferdinand Jäger, uno de los primeros protagonistas de “Parsifal” en Bayreuth. Para esas ocasiones, Wolf había instaurado un verdadero rito, en el cual se erigía en algo así como el sumo sacerdote: declamaba él mismo el poema, desde el piano, antes de que el cantante abordara la composición. La importancia que otorgaba al trabajo del poeta explica que sus canciones aparecieran publicadas como “Poema de (y aquí el autor) puesto en música por Hugo Wolf”. Su desafío consistía en recrear el universo de un poeta o de un mundo poético en el caso de los textos anónimos, de manera integral, para lo cual llegaba a atomizar la línea vocal, con el objeto de subrayar el “peso” fónico y el valor semántico de las palabras. Habiendo partido de Schubert y Schumann, Wolf atravesó luego por la experiencia armónica de Wagner, con lo que arriba a una atmósfera inédita, bautizada como de “nietzcheana”, con la cual anticipaba el mundo sonoro de las últimas obras de Mahler y las experiencias expresionistas de Schönberg. De todas maneras, si es cierto que la armonía de Wolf se nutre de la “Tetralogía”, de “Tristán” y del “Parsifal” wagnerianos, es probable que la mayor lección que absorbió de Wagner haya sido la de la libertad, en la vida y en la creación.
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