Tristán e Isolda: la gloria de Barenboim en el Colón
Tristán e Isolda, ópera de Richard Wagner. Dirección musical: Daniel Barenboim. Dirección escénica: Harry Kupfer. Elenco invitado de la Staatsoper Berlin y Orquesta Staatskapelle Berlin.Principales intérpretes: Peter Seiffert (Tristán), Anja Kampe (Isolda), Kwangchul Youn (Rey Marke), Boaz Daniel (Kurwenal), Angela Denoke (Brangane). En el Teatro Colón. Nuestra opinión: Excelente
No sabemos cuántas veces más, en el lapso de nuestra vida, volveremos a ver en Buenos Aires Tristán e Isolda de Richard Wagner. Lo que resulta seguro es que después de la versión que dirigió Daniel Barenboim en el Teatro Colón no se escuchará ninguna mejor que la suya. Para explicar la condición decididamente excepcional de lo que el maestro argentino hizo hay que empezar por decir que logra ir al hueso de la invención wagneriana. Con Tristán, Barenboim hizo su debut como director de ópera en el Colón. Ese dato histórico, con todo lo importante que sea, se vuelve irrelevante con su triunfo artístico. El suyo fue un Tristán para toda la vida; una gloria para el teatro y, más íntimamente, una de esas experiencias estéticas que no se olvidan nunca más.
Barenboim conoce el secreto de la invención wagneriana ¿Cuál es este secreto? Que todas las decisiones se derivan de la jerarquía armónica. En este punto, la lectura más objetiva (las manchas negras sobre el papel blanco que es la partitura) es la condición de posibilidad de una expresividad sin atenuantes. Verdaderamente, nadie puede haber salido indemne después de escuchar este Tristán. Un ejemplo. El llamado "motivo del anhelo" (Sehnsuchtmotiv, en alemán) sería un escala cromática insignificante sin el acorde que lo determina y lo define. Esto tiene enormes consecuencias. El tempo y las dinámicas están subordinadas a los cambios de luz. Resulta difícil pensar que alguien conozca Tristán como Barenboim; lo conoce del derecho y del revés, y cada decisión que toma responde a ese principio armónico.
Barenboim domina el pasado de Tristán, y también su futuro, y es posible que a esta altura no haya otra manera de dirigir esta obra. Pero, ¿cuántos más que él pueden? En su libro de conversaciones con el régisseur Patrice Chéreau sobre Tristán e Isolda, Barenboim pasa en limpio la idea: "Se trata de un principio que Schönberg desarrolló con posterioridad a Wagner. En sus partituras, Schönberg indicaba con una H (Hauptstimme) la voz principal y con una N (Nebenstimme) la voz secundaria. Ya en el segundo compás del preludio de Tristán, por ejemplo, el decrescendo del oboe deber ser más lento que el de los otros instrumentos para que su línea (voz principal) resulte audible y para poner de manifiesto la relación armónica con el resto de la orquesta (voz secundaria)".
De esa mirada microscópica estuvo hecha la versión inolvidable de Barenboim. Por su duración (cuatro horas y media netas de música), se tiende a pensar en Tristán como una obra "masiva" pero en realidad, como supo el filósofo Friedrich Nietzsche antes que nadie, Wagner era un miniaturista. Barenboim logra que escuchemos "de cerca": todo es transparente, el perfil melódico de cada motivo, cada pianissimo. Y los de Barenboim tiene un influjo más poderoso que cualquier fortissimo. Wagner creía que una "gran" interpretación de su obra debía enloquecer "a la gente". Locura tal vez sea excesivo; embriaguez, sin duda, fue el efecto de Barenboim.
Nada de esto habría sido posible sin la Orquesta Staatskapelle Berlin. Es difícil decidir. La cuerda tiene la consistencia material del óleo en la pintura: su misma densidad, su misma relevancia en el gesto. Pero los metales son igualmente decisivos. No fue casual que, en el saludo final, Barenboim subiera la orquesta del foso al escenario para que recibiera los aplausos.
Desde luego, no hay Tristán posible sin las voces que le hagan justicia. La soprano Anja Kampe habla el idioma de Wagner como una lengua materna. Todo, aun lo más intrincado, parece para Kampe natural. Su final ("Mild und leise") fue antológico. El dúo en el segundo acto con Peter Seiffert estuvo a la misma altura. Seiffert –puro Wagner, puro Heldentenor– es una voz tan fuera de serie que, cuando tuvo problemas de emisión (como en el principio del tercer acto) los convirtió en recurso expresivo: hizo de la necesidad, una virtud. El Rey Marke de Kwangchul Youn tuvo entereza musical y escénica, Boaz Daniel compuso un Kurwenal muy dramático, igual que Gustavo López Mazitti con Melot. Angela Denoke hizo una Brangane devota y entera en todo sentido.
La condición escénicamente problemática del Tristán estuvo ya en su origen. En su momento, las autoridades de entonces juzgaron a la Ópera de Viena de irrepresentable. Pasó el tiempo y, ya en la década de 1990, el propio Chéreau, que tenía en sus espaldas la experiencia de la Tetralogía con Pierre Boulez, concluyó que Tristán no podía escenificarse, que era lo que en alemán se llama Hörspiel, una pieza radiofónica. Claro que después, en 2007, Chéreau hizo su versión tristanesca en La Scala, justamente con dirección de Barenboim.
En realidad, hay un drama, pero es en todo caso, enteramente interior, casi sin evidencia escénica. El enfoque de la puesta de Harry Kupfer es ascético y tremendamente significativo. Casi todo transcurre, sobre todo la muerte, en las alas de un colosal ángel colosal caído. Kupfer no se desentiende del estatismo; lo pone literalmente en escena. Es un servidor de la música.
La idea última de Tristán podría condensarse en una frase de San Pablo: "Lo que se ve es lo transitorio; lo que no se ve es eterno".
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