Estrenos de teatro. El rayo es el retrato vivo de un gran secreto familiar
María Ucedo, sola en escena, le pone el físico y la voz a la relación entre su madre y su mejor amiga
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Dramaturgia y dirección: María Ucedo y Valeria Correa. Intérprete: María Ucedo. Luces: Matías Sendón. Vestuario: María Cecilia Ximénes. Música: Martín Pavlovsky. Producción: Fabiana Brandan. Sala: El Portón de Sánchez, Sánchez de Bustamante 1034. Funciones: viernes, a las 21. Duración: 50 minutos.
”Cada uno edita sus recuerdos a su manera”, dice la actriz y bailarina María Ucedo, única protagonista de El rayo. En esa declaración, casi al pasar, encuentra la mejor síntesis del biodrama, de todos y del propio, el que se animó no sólo a escribir y dirigir –en colaboración con Valeria Correa, esta vez por fuera del grupo Piel de Lava– sino a actuar y revelar ante los otros. Un vistazo superficial podría esbozar que Ucedo sacó del closet a su madre y a su tía. Pero no.
El rayo es el camino de la reconstrucción de esos recuerdos, de cómo se repone aquello que no se supo ver, de cómo volver a mirar hacia atrás cuando las piezas se completan. Y es también un cuento sobre el modo en que la vida, inmensa bajo la alfombra de lo cotidiano, es sencillamente misteriosa. Tesis concentrada sobre la memoria, posible porque Ucedo –referente del grupo El Descueve que conmovió la danza-teatro independiente en los noventa (Todos contentos, Hermosura y Patito feo)– maneja una diversa caja de herramientas en la que el lenguaje corporal y el texto se funden y potencian de modo orgánico, en un mismo río.
Con música original de Martín Pavlovsky, Ucedo entra vestida de negro y con una amplísima capa color naranja vibrante, a la que dará múltiples usos. No hay más, ni menos, en el espacio: luces, una tela, un cuerpo. A un costado, el vestuario y un pizarrón/pantalla donde, recién hacia el final, se proyectan fotografías. Sus primeros movimientos son un bailoteo de boxeo, lanzando derecha izquierda a uno y otro lado. Nada es porque sí: más tarde cobrará sentido esta elección. De pronto, comenzamos a escuchar la grabación de una charla entre dos mujeres –registro que interviene varias veces en la hora de espectáculo–, las preguntas chillonas de la hija y las respuestas de la madre que, con voz aseñorada y canchera, menciona la llegada, el momento, del “rayo”.
La protagonista cuenta a público que al cumplir 50 años se enteró de algo que tanto ella como sus hermanos desconocían. La punta del hilo se inició el día en que su tía –en realidad, amiga de toda la vida de la mamá– murió. Había que desarmar su casa, revolver entre sus cosas, detenerse a mirar viejas fotos. Algo había ahí que despertaba preguntas que la madre no tuvo problemas en responder.
Con humor, Ucedo muestra el brote de estupefacción ante la noticia familiar. Las luces bajan y se oculta debajo del lienzo que cubre todo el espacio. Con ternura, siempre recorriendo fragmentos enlazados de lo documental, lo narrativo, lo performático, interpreta el corazón de la obra, ese núcleo desde donde el amor se dispara: con un vestido amplio y un almohadón en la panza (“esta soy yo”, dice), en el fondo del escenario como una foto lejana, hace el gesto de hamacar a un nene, el hijo mayor de esa joven madre. De golpe, unos bocinazos, desde la calle alguien la llama, la saluda, ella se acerca al auto, apenas conversan y se despiden, la mano suspendida en un “hasta pronto”. Es el comienzo de una amistad, de un romance para siempre, la historia del instante justo en que el rayo te atraviesa y te parte.
El desconcierto de esa hija al conocer de boca de su madre aquella anécdota es el motor de la reconstrucción, una imagen conmovedora recreada en su imaginación: un amor que se gesta al mismo tiempo que la beba que lo contará mucho después.
Casi de contrabando, Ucedo aprovecha para viajar a la infancia y pedir perdón a un compañerito de la primaria a quien boxeó sin razón aparente. Debido a ese hecho, en la escuela la apodaron “la Monzona”, en épocas donde todavía no era común que las chicas calzaran guantes. Es también la manera que encuentra de conectar el desarrollo de su propia forma de ser mujer con la de su mamá y su “tía”.
Si bien la obra está atravesada por el humor y la empatía, se pone todavía más amable cuando la actriz ubica la pantalla frente a la platea para mostrar y explicar fotos. El tono es relajado, sin tensión porque el secreto es vox populi y ya podemos sentarnos tranquilos a mirar el álbum con los ojos de que quien recuerda lo que no sabía y proyecta un zoom hacia el pasado, compartido y en complicidad con todos los espectadores.
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