Jean-Louis Barrault y la política
En la andanza semanal de hurgar papeles (y la mente) en busca de tema para esta columna, el azar de vez en cuando depara el hallazgo de curiosidades, de textos de los que la memoria prescindió, vaya uno a saber por qué. Así apareció, días atrás, en un remoto estante de la biblioteca, uno de los cuadernos que la legendaria compañía de Madeleine Renaud y Jean-Louis Barrault editaba trimestralmente a fines de los años 50 del siglo pasado.
Es el número 24, correspondiente a noviembre de 1958, cuando la compañía estaba en la cumbre de su merecida fama internacional. Consiste en un cuadernillo de 130 páginas, dedicado al primer espectáculo de aquella temporada, en el hermosísimo teatro parisiense del Palais-Royal, inaugurado en 1774: "La vie parisienne", de Offenbach, sobre libreto de Meilhac y Halévy.
Lo interesante es el artículo escrito por Barrault para presentar su repertorio del año siguiente, titulado "Je ne sais quel accueil..." ("No sé qué acogida..."), como previendo la reacción de la crítica. Los tres primeros espectáculos, a partir del 1° de febrero de 1959, serían el ya citado, "Le soulier de satin", de Claudel, con música de Honegger, y "La petite Moliére", de Jean Anouilh. Dice Barrault (que pasaba por ser hombre de izquierda): "Con la intromisión del espíritu político en todas las empresas humanas tampoco el arte ha sabido protegerse de esa gangrena. No solamente la política, sin disfraz, viene a entrometerse en las representaciones teatrales y, según la palabra tan justa de Stendhal, estalla como un disparo de pistola en un concierto. Sino que el espíritu político se introduce hasta en el alma misma del artista. ¿Cómo caracterizar este nuevo giro del espíritu, que nos viene de la deformación política? Me parece que cuando uno es víctima del mal de la política nunca más se actúa directamente. Si se emprende algo, no lo es nunca más por ese algo en sí, sino en vista de otra cosa. Por ejemplo, determinar un programa artístico según las tendencias de la sociedad. Montar tal obra, no por ella misma sino para ir contra el vecino, etcétera, etcétera".
"Con Meilhac y Halévy, Claudel y Anouilh, la cosa es clara: decididamente, no somos de ese grupo de personas serias que siguen una línea. Somos, decididamente, unos chiflados.
"¡Artistas, vamos! En el sentido que se le da a la palabra cuando, para tranquilizar a un niño turbulento que estalla de alegría, se le dice: "No te hagas el artista". Las tres obras que montamos pertenecen, sin quererlo, al "teatro total" más puro. Participan, naturalmente, de un mismo estilo. El estilo del teatro eterno, que en todo tiempo convocó a todos los recursos que pueden extraerse de un ser humano: riqueza vocal, poesía verbal, riqueza corporal: pantomima, danzas y juego dramático. Tanto para los unos como para los otros necesitamos actores que sepan cantar, bailar, moverse, interpretar, mimar, bailar."
Hoy está claro que Barrault sentía amenazado su sentido del teatro "puro" por el auge del teatro "comprometido" de Sartre, Camus y sus epígonos. Prosigue: "He tenido hasta hoy muchas ocasiones de inquietarme por ciertas ideas. Me parecía que no eran tales ideas, sino sensaciones, deseos, algo que olía a intelectual. ¡Qué alegría saber que ese "teatro total" brota en estado natural! Yo lo sabía, pero ¡qué alegría verlo, tocarlo!"
* * *
Lo que Barrault no podía saber era que exactamente diez años después, en el famoso Mayo de 1968, la política se inmiscuiría en su vida al punto de arrancarlo de su sitial al frente del Odeón. Cuando la rebelión fue dominada, Malraux, ministro de Cultura, furioso por la conducta del actor y director que, indeciso, terminó por abrir las puertas de ese teatro oficial a los estudiantes revoltosos, dio por finalizada la gestión de Barrault y ni siquiera le agradeció, como era costumbre, los servicios prestados.
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