Por amor a Lou
Autor: Mario Diament / Elenco: MarIa Socas, Horacio Roca, Héctor Bidonde, Ana Luz Kallsten, Heinz Krattiger, William Prociuk, Walter Jakob, Juan Grandinetti, Ariel Levenberg y JoaquIn Berthold / Actores en video: Arturo BonIn, Juan Gil Navarro y MarIa Leal / Sonido: Martín Rur / Vestuario: Daniela Taiana / Luces, audiovisuales y escenografIa: Tito Egurza / Director: Manuel Iedvabni / Sala Orestes Caviglia del Teatro Nacional Cervantes l Duración: 110 minutos. Nuestra opinión: Buena.
Dos mujeres singulares se dedicaron, desde fines del siglo XIX y comienzos del XX, en una Europa en la que todavía se viajaba de un país a otro sin pasaporte, a coleccionar genios: Lou Andreas-Salomé (1861-1937) y Alma Schindler (1879-1964). Denodadas cultoras de la caza mayor, rivalizaron en exhibir airosamente sus trofeos: los de Alma fueron Gustav Mahler, Walter Gropius y Oscar Kokoshka, más un final y algo averiado Franz Werfel; los de Lou, Rilke, Nietzsche y Freud (se supone que este último sólo en calidad de maestro, pero hay dudas).
Lou fue descripta por su marido, el filólogo Fredrich Andreas, quien en vano intentó tener sexo con ella -pese a lo cual, convivieron durante más de cuarenta años- como "a la vez, una hoguera y un témpano". Sus contemporáneas, salvo la feminista Frida von Büllow, la detestaban; los hombres se postraban ante su belleza y al tiempo huían, alarmados por una inteligencia superior. Quizá nadie la definió mejor que Freud (para quien Lou encarnaba a la suprema femme fatale ): "Todas las debilidades femeninas y quizá la mayoría de las humanas le eran ajenas, o las había vencido en el curso de su vida". Casi nadie pudo entender que una mujer físicamente tan voluptuosa y seductora poseyera, a la vez, la mente de un científico, la disciplina de un soldado y la inocencia de una virgen. Que lo fue hasta pasados los treinta años, cuando entró en su vida nada menos que Rilke, el poeta, quince años menor que ella; ambos descubrieron juntos el sexo y el vuelo de la creación artística, y el autor de Las elegías de Duino le guardó gratitud perdurable por haberlo formado como artista y como hombre. Juntos viajaron en 1900 a Rusia, la patria de Lou, y recordaron siempre al hermoso caballo blanco que vieron una noche, desde la ventanilla de un tren, galopando por la vasta planicie rusa, a la luz de la luna: imagen de la libertad y la alegría de vivir.
Con Nietzsche y su amigo Paul Rée, las cosas fueron muy distintas. Quedó, de ese casi grotesco menaje à trois (pero sin sexo), una curiosa fotografía, en la que Lou, desde un carro rústico, fustiga con un látigo a los dos amigos, que ocupan el lugar de los animales de tiro. Nietzsche nunca le perdonó a Lou el haberle hecho concebir proyectos matrimoniales, a raíz de un beso que ella aceptó (o toleró) a orillas de un lago italiano. En cuanto a Freud, su reconocida ambigüedad en la relación con las mujeres marcó los límites respecto de esa discípula excepcional y demasiado atractiva. Lou terminó devorada por el cáncer, en su casa de Gotinga, cercada por los nazis, que incendiaron su espléndida biblioteca en cuanto ella murió.
Allí, en esos últimos años, aborda Mario Diament (1942, talentoso autor de Crónica de un secuestro , Cita a ciegas , Informe sobre la banalidad del amor ) el personaje, retrocediendo puntualmente hacia sus desplazamientos topográficos y eróticos. No hay, estrictamente hablando, una estructura dramática, un conflicto, sino un desfile de estampas, a la manera de un álbum. Algún recorte -el encuentro con Víctor Tausk, por ejemplo- aliviaría la excesiva extensión. Quizá la trayectoria de Lou necesitaría un tratamiento menos formal, más delirante. Las imágenes son muy bellas, admirablemente servidas por las proyecciones y las luces del magistral Tito Egurza. A María Socas se la ve hermosa y elegante; Horacio Roca, como el resignado filólogo, y Héctor Bidonde, como Freud, imponen su autoridad de veteranos sobre un elenco empeñoso. Con su habitual solvencia, dirige Manuel Iedvabni.
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