Clásicos y catálogo vs. novedades: una batalla cultural en la era del streaming
Mientras crece el peso de las grandes franquicias y lo retro, las industrias de la música, el libro y la producción audiovisual enfrentan el desafío y los riesgos de financiar lo nuevo; de Kate Bush y Jane Austen a Dragonball y El Señor de los Anillos
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En conversaciones informales, altos ejecutivos de la industria editorial, deslizan un dato y una inquietud: más del 50% de los libros que se venden es lo que se considera catálogo, o “fondo”, son títulos lanzados hace más de 12 meses. El dato es que ese porcentaje viene creciendo de manera sostenida frente al de las “novedades”. Y la inquietud es: ¿deberíamos prestarle más atención al fenómeno? ¿O, en su defecto, habrá que cambiar el plazo en que el negocio libresco considera “nuevo” a un lanzamiento? Volúmenes lanzados antes de 2020, pandemia y librerías independientes mediante, y libros clásicos (como Persuasión de Jane Austen, motorizado por la reciente serie de Netflix), compiten con los recién llegados que copan las vidrieras. Y la tendencia se agudiza en la venta de e-books, allí donde los inventarios digitales permiten un stock disponible de manera permanente.
Algo similar sucede con la música: menos del 30% de lo que se consume corresponde a lo nuevo, es decir temas o álbumes lanzados en los últimos 18 meses (ese es el lapso que las empresas discográficas consideran para que algo deje de ser “nuevo”). Y el peso de las novedades, pese a las cifras récord de reproducciones digitales de los “New Releases”, parece estar en baja cuando se lo compara con los lanzamientos de hace más de dos años. El año y medio, claro, se estableció décadas atrás cuando los singles y álbumes se distribuían físicamente en las disquerías y se difundían en radio y TV...
"¿Cómo alteró el entorno digital nuestro consumo de novedades frente a los clásicos o material de catálogo?"
El jueves, un breve clip promocional de HBO Max iluminó el asunto desde la producción audiovisual: Mirtha Legrand, ante una mesaza oscura y entre velas, presenta la precuela de Game of Thrones, titulada La Casa del Dragón. Repasemos: los diez nuevos capítulos están basados en el libro Fuego & sangre, de 2018, escrito por George R.R. Martin tras el éxito de la serie y cuentan la historia del clan Targaryen, tres siglos antes. Delicias de la cronología, pero también del modelo de negocios del streaming: en la industria de las series también es un secreto a voces que Friends o la propia Game of Thrones ocupan regularmente el lugar de las más vistas en ese servicio pago superando a promocionados lanzamientos. El valor del catálogo, de los clásicos, de las franquicias. El cine, las pantallas en general, están plagadas de remakes, secuelas y amplios universos cinematográficos basados en héroes y villanos creados décadas atrás (de Minions a Marvel) pero también de inoxidables telenovelas (Pasión de Gavilanes se sostiene en el top de Netflix). Las próximas semanas veremos, además de Game of Thrones nuevos envíos que son extensiones de las propiedades intelecuales más taquilleras con el regreso de las sagas de El señor de los anillos (via Amazon, desde la novela original de J.R.R. Tolkien de la década del 50) y Star Wars (via Disney, basada en la creación de George Lucas de la década del 70).
La más novel industria de los videogames no escapa a la regla: esta misma semana, el popular Fortnite habilitó una alianza con Dragon Ball, un manga japonés creado en los años 80 y popularizado como animé hace tres décadas.
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El tema es central en la industria cultural en general hoy: música, cine, libros... ¿cómo alteró el entorno digital nuestro consumo de novedades frente a los clásicos, ahora disponibles a un clic de distancia? Contrario al sentido común, la irrupción de nuevos nombres, figuras que ganan masividad de manera veloz y grandes hits fugaces contrasta con un fenómeno que se advierte de manera sostenida: más allá de esas explosivas excepciones, las “novedades” parecen perder peso frente al catálogo.
Días atrás, dos analistas culturales y autores de libros que abordan el fenómeno, se trenzaron en una rica conversación a propósito del éxito de Kate Bush (su hit “Running Up That Hill”, de 1984) y el regreso de Tom Cruise con Top Gun Maverick. El asunto es de absoluta actualidad, y va más allá de la nostalgia que anticipaba Simon Reynolds hace más de una década en Retromanía.
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Hay varios puntos en tensión: la facilidad para encontrar “cosas viejas” en catálogos digitales accesibles e ilimitados, el efecto de los servicios pagos de streaming, la capacidad de los algoritmos de recomendación (de YouTube y TikTok a Netflix y Spotify) para “empujar” la visibilidad de consumos masivos tanto en música como en cine y series, el valor de la publicidad para construir figuras y “marcas” duraderas...
Para el historiador musical Ted Gioia, el asunto es el colapso del precio: “En la etapa previa, la anterior era de Internet, la de Google y Facebook, la industria cultural saltó al paradigma gratuito sin pensar el efecto. Compramos ese modelo sin preguntarnos por sus consecuencias y regalamos prácticamente todo. Luego, vinieron Netflix y Spotify, y también compramos el modelo de suscripción y pago de pequeñas regalías sin medir su impacto. Es cierto que solucionaba lo anterior, al menos para las discográficas, pero más allá de ser o no un gran negocio, no sabemos cómo impacta en los nuevos artistas y consumidores”
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Derek Thompson, autor de Creadores de hits. La ciencia de la popularidad en la era de la distracción, recurre a una metáfora elocuente: “Antes la industria musical era como un bar: los borrachos que más consumen, los fans, son los que dejaban más ganancia. Comprábamos discos, singles, entradas, pósters… Ahora es como un gimnasio: pagamos la suscripción anual y dejamos ganancia aunque no vayamos, no consumamos, mientras sigamos pagando”. Ahí parece haber un secreto: las promesas del catálogo inmenso atraen y empujan al pago, pero luego hay que justificarlo con “cosas nuevas” para mantenerlo interesante, útil, valioso.
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La economía digital, hay coincidencia, irrumpió a fines del siglo pasado bajo el impacto de la logística: Amazon y Netflix nacieron, respectivamente, vendiendo libros físicos y alquilando DVDs. El primer shock digital fue el acceso ilimitado, el catálogo infinito y la gratuidad, piratería mediante. Pero, ya en la segunda década del siglo XXI y pandemia mediante, la discusión en la llamada “guerra del streaming” atraviesa otros aspectos en ríspida discusión: el pago de un servicio y su precio, el tiempo de consumo, los usuarios adictos o esporádicos, la vida útil de la suscripción, el costo de las producciones y hasta su repago en el corto plazo… Por contraste, cuando se miran los números, muchos coinciden: el ticket de cine, los shows en vivo y el lanzamiento de álbumes son negocios útiles más allá de la ganancia: era un esquema que permitía construir títulos, figuras o artistas memorables que lograban superar la inmediatez. Y convertirse en “catálogo”.
En música, parece más claro, hoy, que la novedad llega del lado de artistas atravesados por su talento y su propia pasión: pueden grabar en su casa, con costos mínimos, y llegar rápido a la cima de los charts. Igual con los libros: los autores financian su propia formación y el esquema de editoriales con diferentes escalas tiene su lógica. En las producciones ambiciosas del negocio audiovisual de cine y series, en cambio, el análisis se vuelve más complejo: hay millones de dólares en riesgo por cachets y por promociones que son difíciles de asumir desde una mirada financiera.
Vale precisarlo: la novedad es un fenómeno relativamente nuevo. Digamos que nace con los registros (escritos, los libros tras la llegada de la imprenta; musicales, el fonógrafo comercial y los discos). Antes, casi todo era repertorio tradicional: ¿durante cuántos siglos se cocrearon Las Mil y una Noches? ¿Y las fábulas folklóricas rescatadas por los hermanos Grimm y popularizadas por Disney? Producciones colectivas espontáneas y perecederas.
Esa dualidad abre hoy un interrogante mayor: ¿quién invertirá en las novedades si dejan de ser negocio? O mejor aún, ¿quién está financiando hoy los clásicos del futuro? A dónde vamos, ¿necesitaremos clásicos?