Cómo no perder la razón en un mundo sumido en el delirio
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¿Qué significa pensar “bien”? ¿Cómo se da uno cuenta de que el contenido y la estructura de sus ideas es el “correcto”? ¿Podemos, en efecto, dirigir correctamente nuestra capacidad de raciocinio de modo tal que nuestros pensamientos se desarrollen de forma legítima? Esta pregunta, tan cara a la Modernidad, fue planteada en el siglo XVIII por el filósofo prusiano Immanuel Kant, sin duda una de las mentes más brillantes de la historia de la humanidad. Con el objetivo de establecer un principio que permitiera evitar el uso ilícito de la razón, el filósofo alemán –mejor conocido como el representante de la filosofía crítica, desarrollada a lo largo de tres obras monumentales: la Crítica de la Razón Pura, la Crítica de la Razón Práctica, y la Crítica de la Facultad de Juzgar– propone al lector el ejercicio de hacerse la pregunta por el significado de la orientación en el pensamiento: ¿qué es un pensamiento bien orientado?
Para responder a esta pregunta, Kant define en primer lugar la orientación en su sentido más originario: la orientación geográfica, es decir, aquella que permite ubicarse en la tierra a partir de los astros. Así, en un primer nivel, orientarse significa simplemente encontrar el oriente a partir de una región celeste determinada: “Si veo ahora el sol en el cielo y sé que ahora es mediodía, entonces podré encontrar el sur, el oeste, el norte y el este.” Luego, propone ampliar esta concepción para pensar la orientación en el espacio en general: si me encuentro a oscuras en una habitación que conozco, alcanzaría con poder asir un solo objeto del cual recuerde su ubicación. De esta manera, a pesar de no ver nada, logro ubicarme en el espacio: la cama está aquí, la puedo tocar, por lo tanto, deduzco racionalmente que mi dormitorio se ordena con la puerta a mi izquierda, la ventana a mi derecha, el armario frente a mí, etc.
Ahora bien, para poder establecer esta cadena causal a partir de una referencia objetiva determinada –en este caso, el objeto “cama” me permite configurar mentalmente el espacio “mi dormitorio”– necesito lo que Kant denomina un “fundamento subjetivo de diferenciación”: el ser humano debe tener la capacidad interna –es decir, subjetiva– de “sentir una diferencia en mi propio sujeto”. Concretamente, esto significa que tengo que poder sentir internamente la diferencia entre mi lado izquierdo y mi lado derecho; sin esa distinción, de nada me sirve ubicar el objeto que sea.

Finalmente, Kant extiende la ampliación una vez más, precisamente al pensamiento: ¿con qué herramientas cuenta la razón para darse a sí misma – es decir, subjetivamente – un criterio o una referencia que le permita limitarse de afirmar literalmente cualquier cosa? Una vez que nos encontramos en el ámbito del pensamiento puro, sin parámetros temporales o espaciales, Kant nos dice que ese fundamento interno de diferenciación se expresa nuevamente como sentimiento, pero esta vez como un sentimiento de la exigencia propia de la razón, que nos proporciona un punto de referencia – una suerte de brújula del pensamiento – para establecer una diferencia interna entre lo que está bien orientado y lo que no. En palabras del filósofo, esto significa que “Se puede estar asegurado contra todo error si uno no se arriesga a juzgar en el caso de no saber tanto cuanto se requiere”; es decir, no erramos por ignorancia – que sólo responde a los límites constitutivos del ser humano – sino que erramos por pecar de soberbios, al emitir juicios sobre cuestiones sobre las que no sabemos lo suficiente.
¿Cuál es la preocupación kantiana de fondo? Está pensando nada menos que en las condiciones fundamentales que permiten la libertad de pensamiento, un principio basal que va de la mano con la autonomía del ser humano. ¿Qué cosas la amenazan, y cómo asegurarse de cuidarla? En primer lugar, Kant opone la libertad de pensamiento a la coacción civil, y se pregunta: “¿pensaríamos mucho, y pensaríamos bien y con corrección, si no pensáramos en comunidad con otros, que nos comunican sus pensamientos y a los que comunicamos los nuestros?” Parecería que, sin libertad de expresión, es decir, sin un intercambio común en un espacio compartido con otros, el pensamiento no puede prosperar de manera idónea.
En segundo lugar, la libertad de pensar se opone a la intolerancia: se ve coartada cuando algunos ciudadanos se erigen en “tutores” de otros, amedrentando a los demás, manipulando sus sentimientos y obturando su capacidad de independencia racional. Asimismo, la libertad de pensar implica el sometimiento de la razón solamente a las leyes que ella misma se autoimpone; cualquier otra ley – sobre todo, aquellas que ciertos individuos particulares buscan imponer sobre otros – implica la pérdida de la libertad de pensamiento, causada por falta de voluntad, es decir, por mera cobardía de no asumir el propio criterio de razonamiento. En eso consiste, para Kant, la verdadera mayoría de edad: pensar por uno mismo. La dificultad consistiría, pues, en mantener el delicado equilibrio entre pensar con otros, sin dejar que ese otro refrene mi autonomía de raciocinio. Tamaño desafío.
Si algo caracteriza a nuestra época, son las infinitas metamorfosis bajo las que este desafío se nos presenta; uno de sus rostros actuales es el debate público que gira en torno al 7 de octubre, la toma de rehenes y la subsiguiente guerra destructiva en Gaza; una crisis cuyos efectos son, de mínima, desastrosos, desgarradores y angustiantes. Este tema, cuya altísima polemicidad termina siempre por generar más calor que luz, nos sitúa de lleno ante el problema suscitado por Kant, revelando así una necesidad epocal cada vez más acuciante: la de restituir al pensamiento su libertad plena.
Así, frente al miedo generalizado de una gran parte del mundo intelectual y cultural a pronunciarse, hacen falta más voces que luchen contra la pesada corriente de opinión “menor de edad”, adoctrinada bajo la tutela de ideologías que aleccionan, amedrentan, disciplinan. Hablar en público acerca del 7 de octubre y la guerra en Gaza en contra de las tendencias dominantes requiere coraje; apuesto – y espero – a que esta breve evocación kantiana despierte voces cada vez más disonantes, más valientes, en fin: voces más libres. Citando, una vez más, a Kant: “No neguéis a la razón lo que hace de ella el bien supremo sobre la Tierra, a saber, el privilegio de ser la última piedra de toque de la verdad. Si no, indignos de esa libertad, seguramente la perderéis, y arrastraréis en esta desgracia a vuestros semejantes que son inocentes y estarían seguramente dispuestos a servirse legalmente de esa libertad y, así, usarla con el fin del bien de la humanidad.”
Burstein es profesor de Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, máster en Filosofía y Religión por la École Normale Supérieure-PSL de París y máster en Filosofía Contemporánea por la Université Panthéon-Sorbonne. Actualmente realiza su doctorado en Filosofía en la École Pratique des Hautes Études y en la Université Panthéon-Sorbonne