El enigma de Attilio Dabini, escritor y traductor de patrias alternativas
Hace 40 años moría silenciosamente uno de los grandes mentores de la vida cultural ítalo-argentina del siglo XX
El nacimiento mitológico de Attilio Dabini ocurrió en un tranvía amarillo que unía el empedrado del puerto de Buenos Aires con el centro de la ciudad. Lo cuenta él. En realidad, acababa de descender de una nave enorme, después de cruzar el océano junto a su mamá. Venían de Italia y él tenía cinco años, por lo que más tarde, ya adulto, consideró que aquel trayecto en tranvía había sido su “segundo nacimiento”: el nuevo siglo lo instalaba en un continente donde la vida era distinta. Pero a los 22 años el oficio de escribir (que no abandonaría nunca) iba a devolverlo a su “patria” original, Milán, donde había nacido, la “primera vez”, en 1902.
Ese regreso fue decisivo; cifró, como era previsible, la alquimia interna de ese intelectual en formación “para fomentar en mí –decía él– una cierta dualidad”, rasgo que gravitó en su destino en más de un sentido incómodo: un escritor de dos patrias y, sobre todo, de dos lenguas.
Si se lo piensa, su reencuentro con Italia le deparaba una contemporaneidad europea apabullante: Proust, Puccini, D’Annunzio, Ravel, De Chirico, Respighi, Kafka, Modigliani. Y también Italo Svevo, de quien dejó la mejor traducción al castellano de la fundante La conciencia del señor Zeno. Pero sus coetáneos cercanos, los de la imbatible armata literaria del Novecento, fueron Silone (1900), Vittorini (1908), Pavese (1908), Moravia (1907; y en su “romanidad”, acaso el más afín a Attilio), Piovene (1907), Pratolini (1913), Flaiano (1910) y, ya de otra generación, Italo Calvino (1923). Todos, traducidos por él: un desafío titánico que favoreció la difusión en castellano de más de doscientas novelas y volúmenes de relatos de la literatura italiana.
"Sereno como Sócrates ante el Tribunal, provocaba una empatía irresistible"
Fue, se diría, un camino inverso al de su doblemente connazionale Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978) , que nació argentino y escribió en castellano hasta que se instaló en Italia, donde optó por la lengua del Dante y, finalmente, tuvo su última morada en un cementerio protestante de Lubriano, un pueblo de mil habitantes de la región del Lazio. Dabini, par contre, al principio publicó en italiano, pero el ir y venir de un continente a otro lo convirtió en un internauta avant la lettre al conectar culturas peninsulares diversas –la de Siracusa, la del Abruzzo, la calabresa, la del Véneto– con la argentina: lo más saliente de la narrativa italiana del medio siglo, traducida al castellano. Su final también lo remite a los opuestos de Wilcock: él, escritor oriundo de Italia, tiene su sepultura en la Argentina. En San Justo, con más precisión, donde murió en 1981.
“Pero ¿es que usted necesita trabajar?” Eso me dijo Dabini, asombrado, cuando nos conocimos en Bahía Blanca; yo tenía 19 años, estudiaba Letras en la UNS y vivía con lo justo. Se sentó en el escritorio del Instituto de Humanidades, donde había dado un par de charlas, y escribió una carta a Saúl Aronson, que regenteaba la revista-libro Ficción, la histórica rival de Sur. Y comencé a reseñar libros: no iba a recibir una gran paga por aquellos oficios, pero su rapto de generosidad fue conmovedor.
Con el correr de los años, ese invalorable maestro de la adolescencia dejó que algunos nos familiarizáramos con su obra y con su vida. Dabini vivía entonces en Villa Pueyrredón, en la Capital, en una casona sencilla con un gran patio arbolado. “Cómo me divertía narrar, sentado bajo aquellos árboles, por las noches, las jugarretas del astuto Taffari”, evocaría años después, ya instalado con Teresa, su mujer, en un departamento en las inmediaciones del Congreso; se refería a “Taffari”, relato de un ménage à trois con un perro, digno de la perversidad socarrona de Nabokov, que se publicó en 1966.
"Costaba creer que esa especie de monje zen hubiera participado, en plena guerra, de la Resistenza antifascista"
Para entonces ya era reconocido por sus incontables artículos en LA NACION, por sus cuentos (Dos muertos en un automóvil, 1956) y por sus traducciones, en su mayoría publicadas por Losada. No obstante, su novela Una certa distanza ya había erigido al traductor profesional en narrador traducido: publicada por Mondadori (Verona, 1945), H.A. Murena la tradujo para Sudamericana (Una cierta distancia, 1958). En esa distanza el narrador condensaba la nostalgia y los descubrimientos que asaltaban al emigrado, un emergente obligado de la geopolítica de posguerra.
Pero el caso Dabini fue excepcional: “emigró” una y otra vez de territorios que unas veces eran origen y, otras, destino. El toro de Tusco, por su parte, publicada originalmente en Buenos Aires en 1958 (Losada), fue rescatada en italiano quince años después (Vallecchi, 1974). Algunos de sus relatos eternizan vívidamente la atmósfera de una Roma de posguerra, pobre pero exultante de vida esperanzada, incluso alegre, en plazas y cálidas trattorie populares, como en un film de Luciano Emmer. O de Scola.
Sereno como Sócrates ante el Tribunal, calvo y con una mirada azulina que parecía desorbitada por efecto del cristal de sus anteojos, Dabini provocaba una empatía irresistible en los ámbitos de la cultura, empezando por el grupo Sur, en cuya proverbial revista publicó durante años. Cuando acordaba telefónicamente un encuentro con un desconocido, a los fines de ser identificado apuntaba una referencia emblemática de su figura: “Fumo la pipa”. Costaba creer que esa especie de monje zen hubiera participado, en plena guerra, de la Resistenza antifascista, durante su permanencia en Verona, en una casa a la que concurrían algunos de sus imponderables amigos de juventud: Giuseppe De Santis, Michelangelo Antonioni, Gianni Puccini; todos, incipientes cineastas.
Tanta turbulencia de viajes, lucha y literatura, sin embargo, parece condenada al karma de tantos escritores de dos patrias, esto es, el silencio. O, peor, al black-out: ninguna de las enciclopedias mediáticas incluye un sitio bio-bibliográfico dedicado a él; Ricardo Piglia, fervoroso lector de su obra, lo reconoció como guía en su propio descubrimiento del Pavese más esencial; más aún, había propuesto un rescate integral de su presencia en la literatura ítalo-argentina, pero su progresiva y fatal afección no le dejó margen para ejecutarlo.
¿Quién descifrará el enigma de esa omisión, esa indiferencia ante uno de los promotores de la cultura ítalo-argentina del siglo XX? Se me hace que él, en cambio, no nos olvidó; habría que confiar en que un día Attilio descenderá de un fantasmal tranvía amarillo y, con su voz profunda y calma, anunciará su tercer nacimiento. Y nos revelará en qué otras historias incursionó después de su partida, hace exactamente cuarenta años.