
El tema del doble y la ética de la variación
La nueva muestra de Brenda Erdei juega a deshacer la narrativa fija de la identidad
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La muestra de Brenda Erdei, No puedo vivir así, en el Centro Cultural Borges (Viamonte 525), que estará abierta hasta marzo del año próximo, no invita a mirar la obra desde afuera: atrae, hace entrar al espectador en un clima, una modulación del mundo, una variación. Y allí donde ocurre la variación, aparece el doble: ese otro que somos cuando nos desplazamos apenas un milímetro de nosotros mismos.
La artista trabaja con un material variado a partir del cual produce su obra: fotografías, videos, proyecciones, dibujos y objetos que parecen surgir del umbral entre la vigilia y el sueño. No hay en ellas un onirismo espectacular, ni una apelación directa a lo surreal; más bien una atmósfera tenue, orgánica, donde algo vibra con la lógica del sueño: el espacio es el mismo, pero no del todo. La luz es la misma, pero un leve corrimiento transforma su densidad. La figura es la misma, pero su contorno ya no coincide exactamente. Como si cada pieza fuera una variación sobre un tema que nunca termina de presentarse del todo, una melodía que reconocemos sin poder señalar cuándo fue que la escuchamos por primera vez.
Ese procedimiento, en apariencia mínimo, es en realidad la clave de todo el recorrido. En una obra musical, la variación no niega el tema: lo expande, lo cuestiona, lo reencarna en modulaciones nuevas; Erdei opera con el Yo de la misma manera. Y en ese intervalo, en esa diferencia, se produce la pregunta que instala la exposición: ¿qué es lo que permanece cuando el yo se altera? ¿Qué es lo que cambia cuando lo que vemos parece (casi) lo mismo?
Hay algo profundamente dostoievskiano en este gesto, en la forma en que la artista pone en escena la idea del doble. La duplicación funciona como un espejo deformado que expone las grietas del yo: no es un otro que viene desde afuera; es un desfasaje interior que se vuelve visible, una fisura de la propia identidad. Erdei, con otros medios, produce una inquietud semejante. Los cuerpos –animados e inanimados; recostados, dormidos, suspendidos– no son cuerpos que actúan, sino que transitan. Su quietud no es inmovilidad; su aparente estática revela un tránsito interior. El sueño, entendido aquí como zona de tránsito, no como evasión, se convierte en el territorio donde la subjetividad se desdobla. En efecto, podemos pensarlo, entre otras cosas, como el lugar paradigmático del doble: en el sueño, uno es uno y otro al mismo tiempo. Es el que sueña y aquello que sueña; es el cuerpo dormido y la imagen que ese cuerpo produce. Erdei capta ese pasaje sin necesidad de ilustrarlo: lo deja suceder en la atmósfera misma de sus obras.
El espacio juega un rol fundamental en este proceso. La sala no es simplemente un contenedor: es un organismo que respira, transpira, vive. El visitante experimenta la sensación de estar entrando en un cuadro, no porque las paredes desaparezcan, sino porque el espacio se desplaza con él. Cada paso parece alterar levemente los contornos. Cada ángulo ofrece una variación sutil. La experiencia espacial, así, se vuelve casi musical: repeticiones, modulaciones, retornos, tensiones, resoluciones. No se trata de un efecto escenográfico, sino de una construcción perceptiva.
En un tiempo donde la identidad suele presentarse como una narrativa fija y esencializante –biográfica, digital, política–, la apuesta de Erdei aparece como una forma de resistencia. No hay en su obra afirmaciones tajantes ni definiciones estables. Hay preguntas abiertas, movimientos internos, fragmentos que se rehacen. Es, en cierto sentido, una ética de la variación: aceptar que no somos una esencia, sino una serie de modulaciones. Aceptar que el doble no es un intruso, sino una parte constitutiva de nuestra propia experiencia. Aceptar que el sueño no es un paréntesis de la vigilia, sino una prolongación de aquello que somos cuando creemos estar despiertos. La muestra no ofrece una respuesta, ni pretende organizar un sentido último. Produce algo más profundo: nos permite percibir que la continuidad del yo es, en realidad, una forma de variación constante. Y que en esa variación, en ese desfasaje mínimo que nos separa de nosotros mismos, aparece quizás la forma más honesta –y más humana– de habitar la existencia.






