Los años 90. Cara y cruz de una década maldita que el país no acaba de asumir
El menemismo fue estereotipado por los Kirchner para construir poder, pero merece otras lecturas
Es lógico que no se acuerden de cómo Néstor Kirchner demonizaba al menemismo en 2003 quienes ahora votan por primera vez, porque aún no habían nacido. O recién llegaban al mundo. Tampoco los treintañeros contemporáneos supieron del rendimiento político que en la génesis kirchnerista produjeron aquellas metódicas diatribas contra Menem ni vivieron su extraña disipación. Más del 40% de los argentinos, los que no conocieron a Menem como enemigo de la Patria, en 2021 verían morir a un senador de noventa años, expresidente, subordinado en su mansa encorvadura al liderazgo omnímodo de la vicepresidenta Cristina Kirchner.
Deben creerlo: Menem fue el diablo, pero su condición de antitético con el tiempo se esfumó. Los dioses lo perdonaron. Entonces pasó al olvido. Olvidarlo adrede en un vértice del Senado –curioso sitio para dejar un jarrón chino que nadie sabe dónde poner– después de haberlo tenido en los años 90 por Gardel y en el amanecer del siglo XXI por padre de la decadencia argentina, también fue un extremo absurdo. Zarandeo para nada inocuo. Perduran las dificultades para digerir los 90 con sus luces y sus sombras, para desmenuzar ese bloque macizo que sin embargo resultó fértil cuando se plantaba lo que ahora se llama cultura de la cancelación.
Transcurridas dos décadas, muerto el líder que fue sinónimo de la época, ¿ha llegado la hora de un juicio más frío para los años 1990, más analítico, menos totalizador?
Kirchner repudiaba el pasado para proclamarse él como kilómetro cero de la historia. Cincelaba en Buenos Aires una identidad ideológica progresista acentuada, de a ratos sobreactuada, como pasó con los derechos humanos. Abrazaba de súbito causas que le habían sido ajenas en la provincia fría, lejana y del interior profundo que había gobernado durante once años y medio, un suceso en gran medida posible gracias a los beneficios económicos que el gobierno central de los 90 le prodigara. Es decir, gracias al compañero Menem.
Lo más absurdo no fue que, en el denuesto, Kirchner machacara con épocas malditas, que recortara la historia, vicios que el peronismo practicó toda la vida, sino que todo fuera, en el fondo, una reyerta doméstica del laxo peronismo. El Mesías execrado, aquel que tras la crisis hiperinflacionaria de 1989 y la caída de Alfonsín dijera “Argentina, levántate y anda”, el que privatizó todo y decía practicar relaciones carnales con Estados Unidos, era peronista, tan peronista como el Mesías encumbrado luego del colapso de 2001, este que todo lo estatizaba y que prometía –menos bíblico-– “un país en serio”. En la primera vuelta de 2003 uno de cada cuatro votantes prefirió a Menem, quien para nada les era indiferente a los otros tres cuartos. Ellos ansiaban volver a las urnas para poder aborrecerlo, pero la oportunidad les fue cercenada.
Talentoso líder popular, acróbata ideológico moldeado en base a carisma, astucia y contradicciones –recicladas por él, tal su genialidad, como insumos para remodelar el peronismo–, Carlos Menem marcó una época, privilegio que apenas consiguen tres o cuatro líderes por siglo. No por casualidad la época se llamó menemismo igual que la facción. Extinguida definitivamente, sin embargo, desde el momento en que el líder incurrió en una deserción electoral, dejó huérfanos a sus seguidores y frustró a sus detractores, la mitad de los cuales debían ser exvotantes.
Se suponía que en el marco de la caída del Muro de Berlín, de la implosión de la Unión Soviética, del unipolarismo estadounidense, de la pasteurización de las consignas antiimperialistas y anticapitalistas, de la dolarización de la vida diaria, de que lo público se hiciera privado en materia económica y lo privado deviniera público en lo cultural, el menemismo surfeaba los 90 reconvirtiendo al peronismo para la eternidad. Pero no. Una vez más fue Zelig. El peronismo se ajustó al otro, al entorno, al viento. La economía popular de mercado, como Menem le decía a lo que hoy la mayoría de los peronistas llama neoliberalismo sin entrar en detalles, acabó siendo un turno peronista. Tan intenso, abarcador, profundo y duradero que descolocó a los guionistas del turno siguiente. Decirle neoliberalismo peronista no daba. Por eso, no solo el líder, toda la década se convirtió en un jarrón chino. No hubo dónde ponerla.
Luego el menemismo como facción, hasta podría decirse como cultura, se apolilló cual bufanda en desuso, sin perjuicio de que un sinnúmero de fans inorgánicos todavía hoy anima ricos intercambios de opiniones en las redes sociales con antimenemistas furiosos de vocabulario corto. Que de una corriente política que dio vuelta el país como una media (se podría decir que bien o mal lo dio vuelta, pero tal vez sería más justo decir que lo hizo bien y mal al mismo tiempo), que ganó cinco elecciones seguidas, gobernó diez años y medio y hasta cambió la Constitución, no quede ni siquiera un partido chico o una corriente interna menor es llamativo. Pero no es algo nuevo. Tuvimos presidentes ideológicamente singulares, como el desarrollista Frondizi, que no lograron dejar para la política mucho más que recuerdos (el MID, fundado en 1964, fue un partido de ideas, de empresarios, de figuras como Héctor Magnetto o Antonio Salonia, pero nunca de votos).
Tanto Frondizi como Alfonsín, ambos encumbrados por el medio país estándar, cayeron en desgracia cuando, desgastados, dejaron precipitadamente, por distintas causas, la Casa Rosada. Frondizi vivió 33 años como expresidente, durante los cuales no disfrutó de arrepentimientos públicos de quienes lo habían erosionado sin piedad ni llegó a saber cuánto se diseminaría después la tendencia ecuménica a encomiarlo como ese extraordinario estadista al que “no lo dejaron”. El caso de Alfonsín está más fresco. Al comienzo de sus veinte años de expresidente, su popularidad se encogió en forma calamitosa, luego repuntó parcialmente con motivo de la reforma constitucional. Multiplicó su influencia con la creación y suerte de la Alianza, ganó una banca de senador bonaerense por la minoría en 2001 (en la que duró medio año) y renovó su peso político en los tiempos de Duhalde, pero la recuperación de su imagen estuvo lejos del salto que pegó en 2009, cuando dejó este mundo. Está a la vista: en las antípodas del peronismo que boicoteó su medular política de derechos humanos, que le hizo catorce paros nacionales y lo desestabilizó hasta el último día, de todo lo cual nunca nadie se hizo cargo, el presidente peronista de ahora acostumbra citar a un Alfonsín de bronce, redescubierto como el padre de la democracia, con igual o mayor fruición que a su propio Perón. Antes de hamacar a Menem, el uso utilitario de la historia se aplicó sin complejos con Frondizi y Alfonsín.
Esas escarpadas temporadas de desprestigio personal de los expresidentes que recién se clausuran con su muerte hablan tal vez de un comportamiento cultural emparentado con otras variantes de la ciclotimia argentina. Desde los proverbiales padecimientos de nuestros próceres, sometidos a subibajas valorativos, ostracismos, sepulturas en el destierro tardíamente repatriadas, hasta euforias colectivas que para sus protagonistas se volvieron vergonzantes de la noche a la mañana. Como las celebraciones del golpe de 1976 en incontables hogares, el jolgorio del primer deme dos (Martínez de Hoz), las vivas a Galtieri de 1982 en las plazas públicas, la epopeya malvinera en general. Duele recordarlas, cuesta asumirlas, es mucho más cómodo negarlas. La incomodidad con el pasado menemista no fue el primer ejercicio de negación colectiva.
Así como alguna vez se practicó la desmalvinización, de la mano del sentimiento de culpa por el peor legado de los años 90, fueran los indultos, la destrucción de la industria, la desocupación, la frivolidad obscena, hubo “desmenemización”. Kirchner fue el ejecutor. Sintonizó con el desprestigio popular de Menem y lo excitó, salteándose en la película de los 90 apenas un par de detalles: los papeles desempeñados por el peronismo y las decisiones sostenidas del pueblo soberano.
Les endilgó a los 90 casi todas las culpas, aunque algunas iban para la Alianza. Pero la Alianza, que primero perdió al vicepresidente y después las elecciones (las del voto salame), había fracasado. Terminó en fiasco y violencia. Menem no. Fue el primer presidente que salió en orden de la Casa Rosada desde Justo (sin fraude, desde Alvear). Alineó a casi todo el peronismo detrás de él, lideró el Congreso, fue reelecto. Gobernó 3654 días seguidos (más que los 3391 de Perón en 1946-55 y, como se circunscribió a dos constituciones distintas y sumó un alargue de medio año, más, también, que los 2922 días de Cristina Kirchner). Uno de cada dos argentinos –de nuevo– lo sostuvo con su voto durante esa larga, larguísima época (47,51% en 1989, 49,94% en 1995).
Fue mucho más que la Ferrari Testarrosa, la pista de Anillaco, el divorcio presidencial con intervención de la Casa Militar, el uno a uno, el segundo deme dos, la jactancia primermundista. Fue más que el Swiftgate, el Yomagate, Yabrán, la Corte automática, la politización de la farándula, la farandulización de la política.
A la vez que ocurrieron los atentados más grandes de la historia con su impunidad incluida, los 90 fulminaron al partido militar, un mérito democrático de considerable envergadura si se lo mira a la luz de la inestabilidad institucional que atrasó al país desde 1930. Menem dejó más cosas de las que parece. Sin ir más lejos, su bebé de probeta Daniel Scioli, corredor de lanchas famoso: ¡el candidato presidencial del kirchnerismo! O el primer blanqueo de militantes montoneros, sumados por decenas a su gobierno, pero sin alarde setentista.
Entre sus muchos deméritos, les puso la lápida a los ferrocarriles, expandió el sindicalismo empresario, creó las condiciones para que se sobredesarrollaran el transporte por camión y su sindicato se volviera rector. Que Hugo Moyano haya combatido a Menem es para muchos historiadores bastante menos importante que el dato elocuente de que el camionero desalojó más tarde del patio central del peronismo a los sindicalistas metalúrgicos. El país ya no fue el mismo. Menem tampoco hizo todo solo.
Fue tenido por converso –o hereje– entre sus críticos, sobre todo cuando archivó el salariazo y se abrazó a Bunge y Born y a la familia Alsogaray, prometió, y en esto cumplió, “cirugía mayor sin anestesia”. Encaraba las reformas económicas con firmeza despiadada y a la vez con seducción, un cóctel que hasta hoy resulta difícil descifrar. Eliminó el capitalismo asistido, redujo el déficit fiscal, logró con la convertibilidad el período más largo de inflación en estado vegetativo que se recuerde (lo cual a la vez funcionó como una bomba de tiempo que le estalló al sucesor). Tuvo años dorados, en parte debido a las privatizaciones, no exentas de corrupción. Por entonces se creía que los niveles de corrupción, ventilados gracias al periodismo de investigación de la época, serían insuperables.
Populismo de derecha o capitalismo pretendidamente humanizado (opinión que millones de desocupados no compartieron), es difícil encontrar una época de la historia argentina tan abarrotada de claroscuros. Ornamentada con el folklore de la pizza con champagne, con Olivos convertido en la lujuriosa sede palaciega de un monarca, con un presidente que anunciaba sin inmutarse la inminente licitación de vuelos desde Córdoba hasta la estratósfera. Época entretejida, también, con transformaciones planetarias que le hubieran tocado a cualquiera: la globalización, la instantaneidad informativa, la fibra óptica, Internet, el surgimiento de la telefonía celular y todo lo que las aceleradas tecnologías significaron sobre la vida cotidiana.
Quizá ya se puedan revisar en serio los decisivos años 90. Pero hay que terminar de asumirlos.