Un álbum de imágenes contemporáneas
¿Desde cuándo es que la realidad imita al arte? ¿A partir de las primeras pinturas en Lascaux o Altamira? ¿O desde hace más o menos un siglo , cuando Marcel Duchamp presentó a un salón de arte un objeto industrial conocido como urinario? La pregunta vuelve a cobrar sentido a partir del curioso mecanismo de los smartphones para hacer al mismo tiempo de fototeca, álbum familiar y hasta bazar y comisario (en la acepción española de curador de arte o en la nuestra más restringida a la vigilancia) de nuestra intimidad.
Ya naturalizamos este efecto cyborg en el que el celular nos notifica que además de e-mails y mensajes sin leer tenemos “recuerdos” o “una historia” con una fecha precisa. Si no los abrimos entran en el destino del software hasta que se nos presente el próximo aviso. La máquina, claro, se alimenta de las imágenes que nosotros tomamos; es decir, que no hace otra cosa que rastrillar el polvo de nuestras propias decisiones o, en el caso más remoto, de las de otros que las compartieron con nosotros. Es un acercamiento afectivo del robot, como quien, antes, enmarcaba una foto de regalo para un ser querido después de revelarla en la casa de fotografías (que mutó en tienda de accesorios para smartphones). Pero el robot guiado por un algoritmo elige imágenes por imitación, lo que a criterio de Platón lo convertiría en un artista dos veces alejado de la realidad.
No sé si los sensores que estimulan al robot detectaron el sol fuerte de la tarde del miércoles o mi presencia en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. No entiendo por qué recibo un aviso que dice que tengo un recuerdo del mes de marzo de 2023. Casi nunca presto atención a estos avisos sentimentales o hasta nostálgicos de la máquina, pero esta vez acabo de abrirlo.
Lo primero que viene son fotos de mi hermana y mi sobrino saliendo del mar en Punta del Este en enero de 2017 y luego tomas sin personajes de esa playa u otras, casi siempre puestas de sol. Ni siquiera estoy seguro de haberlas tomado yo mismo. Siguen primerísimos planos de la arena y de pronto un grupo de bañistas tomados desde arriba. Como si la foto hubiera sido realizada desde uno de esos aviones publicitarios o un dron, actualicemos.
Los bañistas no son tales sino performers, cantantes líricos que tomaron parte en la puesta argentina de Sun & Sea, la ópera que se vio en marzo en Colón Fábrica y que ganó el León de Oro en la Bienal de Venecia de 2019. Una ópera lituana que es también arte contemporáneo (premium) y que la ensayista Graciela Speranza destaca en su imprescindible cartografía Lo que no vemos, lo que el arte ve (2022). Reconozco esta foto, claro, sacada por mí desde arriba tal como se veía la ópera de una forma muy distinta a la que se va a ver ópera clásica.
El robot, el artista, a velocidad astronáutica, tomó esa imagen como fuente y busco sus imitaciones en la memoria del smartphone y sus extensiones. Y así aparecieron las playas de Uruguay y otras que no termino de reconocer como una versión de la realidad sobre una obra de arte contemporáneo que trabajaba sobre el simulacro de una playa (con arena, baldes de juguete y best seller incluídos).
Antes de verla y asombrarme en La Boca, había leído la precisa descripción de Speranza. “(…) El lirismo afectado de la ópera contrastaba francamente con el realismo prosaico de cuadro, y convertía la escena en un tableau vivant de nuestra desidia, una alegoría sutil de nuestro desastre ecológico”.
En la escena que el smartphone elige para regalarme un álbum a puro sol y arena se oía cantar a una bañista: “Vestidos rosados ondean al viento/bailan medusas en parejas/con bolsas de color esmeralda/botellas y tapitas rojas/Oh, el mar nunca antes tan colorido!”. Pero al robot, al artista que imita dos veces la realidad nada de esto le importa. Su imagen del verano cree presentarse libre como la conocimos de chicos sin el final del planeta entreverado entre las olas y el viento. Sun and beach es lo que el algoritmo entiende: sistema operativo sol. Nada más real que una imagen de arte contemporáneo.